Epica ciclista..Historias de un deporte

Tema en 'General' iniciado por labeaga, 19 Ene 2019.

  1. labeaga

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  2. labeaga

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    25 de octubre de 1972


    Quizás algunos momentos sean más conocidos y otros sean más épicos, quizás él es el campeón que es por otras muchas cosas … pero aquel día, Eddy Merckx sufrió como pocas veces y logró lo que de él se esperaba: ser más rápido que nadie hasta entonces, volar durante una hora, rematar un palmarés inabordable …

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    Se presentaba una temporada 1972 extraña para Merckx, el cual iba a lucir el maillot arcoiris ganado en el Mundial de Mendrisio por delante de Gimondi y Guimard. Y es que Merckx estaba herido en su orgullo, con una prensa que no paraba de recordarle que Luis Ocaña le habría batido en el Tour de 1971 sin la fatalidad de su caída en el descenso de Mente. Ni tan siquiera la victoria en el Mundial o posteriormente en Lombardía masacrando a sus rivales, entre ellos el propio Ocaña, le servía de respiro. Y así comenzaba el más ambicioso ciclista jamás conocido su año 1972, una temporada para la venganza.

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    El podio del Mundial 1971, con Merckx acompañado por Gimondi y Guimard.

    “El caníbal” tenía hambre y no perdonaría la primavera para llevarse su 5ª Classicissima. Sin embargo, molestias que arrastraba de una fuerte caída en la Paris Niza le impidieron pasar del 7º puesto en Flandes. Y un inoportuno reventón le impedía igualmente mejorar ese 7º lugar en la Paris Roubaix, una carrera que ganaba por 1ª vez “el gitano”, Roger de Vlaeminck, más tarde conocido como Monsieur Paris-Roubaix tras ganar otras tres veces más la clásica francesa. Merckx no podía permitir esto y de una tacada ganó Lieja y Flecha Valona, presentándose en el Giro de Italia como máximo favorito, aunque con una mirada puesta en el Tour donde se volvería a ver con su fantasma de 1971, el español de Mont de Marsan, Luis Ocaña.

    El Giro de Italia terminó convirtiéndose en otra victoria más … pero apareció un nuevo rival, que con su victoria en el BlockHaus en la 4ª etapa revolucionaba la carrera. Era español, un poco brabucón y con una osadía tremenda: “el Tarangu”, Jose Manuel Fuente, un corredor tan irregular como genial. Sin embargo el caníbal ponía las cosas en su sitio en una cabalgada espectacular en la 7ª etapa, recuperando la maglia y cediendo el triunfo de etapa a su compañero de escapada Gösta Andersson. Pero Fuente no se dio por vencido y en la 14ª etapa, camino de Jafferau, atacó desde lejos en Sestriere poniendo contra las cuerdas a Merckx … hasta que un desfallecimiento del Tarangu en Jafferau hizo que Merckx lo adelantara a un kilómetro de meta y se llevara la etapa, aumentando su distancia en la general. Cabe señalar que en el Giro 2013 habrá una etapa con una parte final idéntica a ésta, aunque con menor kilometraje total.

    Todavía quedaría un asalto más, con llegada en el impresionante Passo dello Stelvio subiendo por su vertiente más dura. Y Fuente, a sabiendas de esto y en una etapa muy corta, apenas 88 kilómetros, dijo que no sólo ganaría a Merckx sino que lo dejaría fuera de control. Finalmente y tras una espectacular ascensión, endurecida aún más por las condiciones meteorológicas, Fuente ganaba la etapa con más de 2 minutos sobre Merckx … aunque éste que retenía el maillot rosa por más de 5 minutos. Cabe señalar que el 3º y 4º en la clasificación general también fueron españoles: Francisco Galdós y Vicente López Carril.

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    Merckx y Fuente durante la subida al “Rey Stelvio”.

    Aunque parezca mentira esto no era suficiente (nunca lo era para el Caníbal), y menos con la prensa apoyando a un Ocaña que ganaba de un modo brillante su segunda Dauphiné Liberé. Se presentaba pues un Tour de Francia apasionante y muy montañoso, en el que la supremacía estaba en juego y con un Merckx rabioso que decía ” Fuente es un gran campeón, hay un abismo entre él y Ocaña, ni comparación”.

    Sin embargo ya desde el prólogo se vió que el Caníbal no tenía tiempo para tonterías, y tras luchar por el amarillo durante unas jornadas con Guimard dejó las cosas claras en los Pirineos, vistiéndose de amarillo para ya no soltarlo hasta el final de la prueba. Ocaña era su mayor rival, tercero en la general, pero a casi 3 minutos y sin atisbos de ser el de 1971. El día del Mont Ventoux el duelo fue interesante, aunque la etapa la ganaría Thevenet y Merckx aprovecharía un ataque final para aventajar aún más a un Ocaña, que se colocaba 2º.

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    Ocaña, Merckx y Poulidor luchando codo con codo en la subida al Mont Ventoux.

    Pero Ocaña había sufrido una caída en el descenso del Aubisque, en los Pirineos, y empezaba a tener problemas físicos que le harían abandonar en los Alpes, tras haber estado 2º en la general durante varias etapas, debido a una infección relacionada con su caída. Todo siguió igual hasta el final de carrera con la salvedad de que el maillot verde y 2º de la general, Cyrille Guimard, se veía obligado a retirarse a dos etapas de que acabara la prueba por culpa de fuertes dolores en la rodilla, aupándose al 2º y tercer puesto Gimondi y Poulidor respectivamente. En un gesto que le honra, Merckx el último día le dió el verde a Guimard, un verde que el francés, en su mejor Tour de siempre, había merecido.

    Capítulo cerrado, la hegemonía a salvo. Merckx era preguntado al acabar el Tour por la carrera que había hecho Ocaña y el belga se mostraba duro: ” Es un buen corredor, hizo una buena primera semana, pero le cuestan los esfuerzos seguidos. No es mi tarea enjuiciar su nivel o su futuro pero los organizadores le han hecho un flaco favor haciendo un recorrido a su medida, tan duro. Preguntaré ahora a los que mantienen que hay una guera por la supremacía entre Ocaña y yo, que analicen nuestros palmarés y vean que él ha empezado cuatro Tours y ha acabado uno”

    Aunque parezca increíble los periódicos alababan a Merckx pero a la vez ponían en entredicho a sus rivales, que “según parecía” no tenían el mismo nivel de las épocas de Anquetil o Coppi. Este sentimiento de mostrar de forma pura una comparación con otras épocas iba rondando la cabeza de un Merckx que todavía tenía alguna laguna en su palmarés, como la Vuelta a España, la Amstel o la Paris Tours, pero sobretodo una prueba histórica que llamaban ” La Hora”: el record de la hora que estaba en poder del gran croner danés Ole Ritter, con una marca de 48,653 km en México 4 años atrás

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    Merckx tenía el record entre ceja y ceja, y sin embargo era arriesgado. El belga no tenía nada que ganar: si lo conseguía todos dirían que eso ya se sabía; si no, la prensa se echaría sobre él con palabras como fracaso o declive en mente. Una apuesta arriesgada, sin duda, pero él era el mejor … y no un mejor cualquiera.

    Antes de marchar a Mexico le quedaban algunas pruebas importantes, entre ellas el mundial y Lombardía. En el mundial de Gap no pudo vencer a pesar de estar en muy buena forma, debido a lo plano del recorrido y a las habituales disputas dentro del equipo belga, siendo 4º en un campeonato vencido por el francés Gambillon. En Lombardía sin embargo no perdonó, ganando su segunda “clásica de las hojas muertas” consecutiva (y también última, puesto que en 1973 fue descalificado tras ganar por haber dar positivo, aunque en 1974 volvió a participar y fue 2º).

    Ahora sí, era el momento de volar a México, de volar a por un record de prestigio, si bien teniendo en cuenta que el velódromo está a 2285 metros sobre el nivel del mar se marchó antes a Milán para realizar tests bajo la supervisión de Paolo Ceretelli, que tras días de pruebas, tests con mascarillas y entrenamientos enfocados a solventar el problema de la altitud dijo “Merckx batirá el record 999 de cada 1000 veces que lo intente en estas condiciones”.

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    Merckx no quería dejar nada al azar, así que Ernesto Colnago le preparó la bicicleta más cara hasta el momento, 1 millón de lira, y la más ligera, apenas 5,75 kg. Ya sólo quedaba volar de Bruselas a México el 21 de octubre, a las 4 de la tarde, y asaltar el record.

    Sin embargo, a la llegada al aeropuerto de México el belga tuvo una mala impresión repecto al tiempo, sofocante y en esos días bastante desapacible. Pese a que había acabado la temporada como un tiro, y según algunas personas de su entorno podía ser capaz de llevar el record hasta unos estratosféricos 52 km, vió como el mal tiempo fue obligando a retrasar el intento, y de estar previsto para el día 23 pasó a programarse para el 25 … si las condiciones meteorológicas lo permitían. Merckx empezaba a estar nervioso: la forma se le iba pasando, no podía realizar entrenamientos de calidad y el velódromo no terminaba de estar seco por las lluvias que caían esos días.

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    El historial del record de la hora al inicio de 1972 (el record de 1967 de Anquetil no se homologó por no someterse al control antidoping). Gráfico de http://zkahlina.ca/

    Los plannings iban programados a ir superando el record de Ritter cada 10 kilómetros. Había un planning “light” en el que se superaría ese record por algo menos de 200 metros y otro según el cual el record se iría hasta los 49 km y 200 metros. Claro que estos planings contaban con que se pudiera asaltar el record lo antes posible. Así, al amanecer del 25 de octubre de 1972 y con un día radiante, Merckx se levantó decidido, era ahora o nunca, no podía dejar pasar mas tiempo. Los tests indicaban que estaba preparado, así que desayunó y abandonó el hotel para estar en la pista a las 6:45 de la mañana.

    El velódromo Agustín Melgar, creado para la Olimpiadas de 1968, y de una longitud de 333,3 metros, estaba preparado, el mal tiempo ya había pasado y el día era excepcional. Era definitivamente la jornada para asaltar la marca de Ritter, y Merckx viendo las buenas condiciones climáticas dijo que adelante. Una vez terminado el calentamiento momento para la concentración …

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    Foto de cyclingart.blogspot.com

    Y ya con los jueces listos para cronometrar, a las 8h 49′ de la mañana y con unas 1000 personas de público en el velódromo, Merckx se situó en la línea de salida. Tres, dos, uno … top para Merckx. El asalto al record de la hora estaba en marcha, y salía fuerte el belga.

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    Con 1 minuto 9 segundos y 97 centésimas para el primer kilómetro, estaba en tiempo de batir el record de la disciplina, aunque siendo quizás un inicio demasiado rápido para una prueba tan dura. Seguía forzando y hacía el segundo kilómetro en 1 minuto y 9,84 segundos, a ritmo de superar a Ritter en la primera referencia del kilómetro 5, donde el danés hizo 6’10”. Efectivamente, en el primer punto de referencia, kilómetro 5, Merckx marcaba 5’55”, superando ya a Ritter en 15 segundos, unos 200 metros.

    Sin embargo el belga, que iba marcando tiempos por vuelta de 1’12” – 1’13”, ya hacía tiempos sensiblemente inferiores a los de las dos primeras vueltas, ¿acusaría la rápida salida?. En el kilómetro 10 marcaba 11’53” y superaba a Ritter en 28″. El belga debía dosificar, iba en buen camino. Merckx seguía apretando y las marcas en los kilómetros 15, 20 y 25 indicaban que el record iba a ser batido. La diferencia con el danés ya era de 39 segundos: 30’13” por 30’52” en el km 25.

    Sin embargo el ritmo del belga estaba bajando y se marchaba a algo más de 1’13” por kilómetro, por lo que las diferencias con la marca de Ritter empezaban a estabilizarse: 44 segundos en el kilómetro 30 y 46″ en el kilómetro 35. Merckx sufría, sentía la presión, pero ya quedaban poco más de 15 minutos de esfuerzo y parecía que aún con ese mal momento batiría el record.

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    En el kilómetro 40 se veía ya claramente que el belga iba a menos (incluso en vuelta anteriores, ante una información de tiempos, había balbuceado que iba muerto) y por primera vez disminuía la diferencia entre sus tiempos y los de Ritter, siendo ahora ahora de 44″: el tiempo de Ritter era de 49’21” por 48’37 de Merckx.

    Pero pasó el mal momento y Merckx volvió a conseguir ventaja sobre los tiempos de Ritter, aventajándole en 49″ en el kilómetro 45. El récord estaba cerca, el sueño del belga iba de cumplirse. Y efectivamente, a unos 50″ de acabar la hora Merckx superaba los 48,653 km de la anterior plusmarca, sólo faltaba ver donde dejaba el nuevo record. Finalmente, tras completar casi 149 vueltas, el asalto al récord terminaba con 49,431 km. Merckx lo había logrado, el ciclista más laureado de todos los tiempos conseguía el ansiado récord de la hora, aunque acababa totalmente exhausto.

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    Un rato después y al ser preguntado por Anquetil, que se hallaba en el velódromo, sobre si había preparado el record practicando el esfuerzo de una hora completa, la respuesta de Merckx fue negativa, ante lo que Anquetil sobrecogido le contestó que estaba loco y que si hubiera preparado el récord más a conciencia habría batido la barrera de los 50 kilómetros. Las declaraciones de Merckx al acabar eran del tipo de que nunca más volvería a intentarlo y que era el mayor esfuerzo que había realizado jamás.

    Cerraba así el belga una temporada gloriosa de 50 victorias, en la que sin embargo todavía tendría tiempo de demostrar su fuerte carácter en Putte Kapellen, carrera celebrada en la frontera de bélgica y Holanda y en la que fue batido al sprint por Gustave Van Roosbroeck. Merckx tiraría la bicicleta al suelo de rabia tras pasar la meta. Y es que perder no entraba en su vocabulario. Grande Merckx, el más grande de todos los tiempos.

    Este record estuvo imbatido hasta 1984, cuando Francesco Moser, de nuevo en Ciudad de México, fue capaz de recorrer 50,8 km merced a su gran potencia … y a los avances tecnológicos, usando ruedas lenticulares y un cuadro más aerodinámico. Sin embargo, el cambio de normativa de la UCI respecto a las bicicletas aprobado en el año 2000, que invalidó la marca de Moser y todas las realizadas con bicicletas modificadas (entre ellas el récord de Miguel Indurain en 1994), englobándolas en la categoría “Mejor esfuerzo humano”, ha hecho que oficialmente el récord de Merckx no fuera batido hasta octubre del 2000, cuando el inglés Chris Boardman lo superó agónicamente por sólo 10 metros.
     
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  3. AFlandesen2009

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  4. labeaga

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    Hinault, Lemond y el 'teatro' de Alpe d'Huez
    Los dos mejores ciclistas de 1986 escenificaron en Alpe d'Huez su armisticio- Eran compañeros de equipo, pero Hinault trató de arrrebatar el Tour a Lemond. El francés quiso, y no pudo, ganar su sexto Tour de Francia a cualquier precio
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    Hinault le devuelve el favor a Lemond en el 86

    En una de las etapas del Tour de Francia, dos ciclistas llegan a la cumbre del mítico Alpe d'Huez codo con codo tras haber destrozado a todos sus rivales en carrera. Ambos visten jersey del mismo equipo y antes de llegar a meta se cogen de la mano. Los dos pasan juntos y el más veterano gana, pero levanta el brazo del más joven, en señal de reconocimiento a su superioridad. Lo que parece un bello gesto de deportividad, no es más que una escena de cara a la galería.

    El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Una máxima que se cumplió en la persona de Bernard Hinault, cuando nada más ganar el Tour de 1985 dijo: "El año que viene ayudaré a Lemond a ganar". Lo dijo el francés, llevado sin duda por la euforia y como reflejo del pacto al que se había llegado días antes.

    La Vida (poco) Clara
    Bernard Hinault y Greg Lemond eran los dos mejores ciclistas del momento, habida cuenta de que Laurent Fignon no acababa de recuperarse de una grave lesión de rodilla. El francés, Hinault, y el estadounidense, Lemond, eran compañeros en el equipo La Vie Claire (La vida clara, en español) fundado a golpe de millones por el empresario Bernard Tapie.

    La Vie Claire era el conjunto más poderoso del momento y fichaba todo lo que se movía. Los negocios de Tapie parecían no conocer límites y todo era lujo, aunque luego se vio que no había más que oropel.

    Bernard Tapie era un empresario, que luego se metió a político. En 1993 se vio envuelto en asuntos de corrupción, como presidente del Olympique de Marsella de fútbol y años después fue condenado por fraude fiscal.

    En definitiva, que la vida de Tapie era poco clara y el desarrollo de las actividades dentro del equipo ciclista tampoco fueron un ejemplo de los que su nombre proclamaba.

    Lemond llegó al conjunto en una acción estratégica de Hinault, que ejercía el papel de amo deportivo del equipo de manera férrea, por encima incluso del director, Paul Koechli. El francés pretendió tener junto a él al único corredor que, por entonces y lesionado Fignon, podía hacerle sombra.

    Una jugada semejante a la que, años después, intentó hacer Lance Armstrong con Alberto Contador y que tuvo como resultado el enfrentamiento y la tensión vivida por las dos estrellas en el de Tour de 2009.

    24 años antes, Hinault andaba con su obsesión de siempre... ganar. Ganar el quinto el Tour, e igualarse a Anquetil y Merckx, le costó romperse la nariz en Saint Etienne y que casi le rompiera la cara Greg Lemond en Luz Ardiden, en el mismo día en que Pedro Delgado logró su primer éxito en la ronda gala.

    Traiciones en el equipo
    Lo que sucedió aquel día es que Koechli hizo parar a Lemond para que esperará a Hinault, cuando podía haber asestado un golpe decisivo a la carrera. El director engañó a Lemond, haciéndole creer que Hinault venía más cerca y en mejores condiciones de lo que era real.

    El enfado de Lemond fue monumental, casi llegó a las manos con Hinault y se hizo una reunión de urgencia entre los dos corredores y el dueño del equipo, con el director- comparsa de testigo. En ella se llegó al acuerdo que provocó las palabras de Hinault en París.

    Con el paso de los meses Hinault matizó su postura:"De acuerdo con ayudar a Greg, pero en la medida en que él sepa mostrarse digno del jersey amarillo". Con "el Tejón", que entonces sacó a relucir su otro sobre nombre "el Caimán", dando carnets de líder, la vida seguía tan poco clara como el año anterior.

    Y de aquellos polvos vinieron estos lodos. Según avanzó el Tour 86, la tentación que suponía para Hinault poder ganar el sexto Tour, nadie lo había logrado por entonces, fue demasiado para su ambición insaciable.

    El equipo se rompió en dos bloques y en él la traición estuvo a la orden del día. En los controles de firma, los periodistas rumoreaban sobre el hecho de que Lemond subía su bicicleta a la habitación, temeroso de que alguien, de dentro del equipo, la manipulara.

    Hinault puso a prueba a Lemond con un ataque camino de Pau, en la primera etapa de los Pirineos, que ganó Delgado. Al día siguiente, el campeón bretón lanzó uno de esos ataques propios de la más rancia épica del ciclismo y puso "patas arriba" al pelotón. Con el Tourmalet, el Aspin y el Pereysourde por medio, el líder atacó desde lejos, como hacía años que no se veía.

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    Hinault ataca a Lemond y lo paga en Superbagneres
    Sin embargo, en la última ascensión, a Superbagneres, le abandonaron las fuerzas y la respuesta de Lemond fue contundente. El estadounidense ganó una jornada para el recuerdo, en la que impuso sus galones, aunque Hinault llegó de líder a los Alpes.

    El canto del cisne de Hinault
    Desde fuera del equipo nadie entendía nada, pero para la prensa destacada en aquel Tour el enfrentamiento en La Vie Claire era la comidilla diaria. Una pelea como no se había visto en muchos años.

    Tampoco los de dentro entendían mucho de aquel infierno en el que se convirtió la "convivencia" entre dos líderes que ni se hablaban, como posteriormente declararía el joven Jean François Bernard, recién entrado en el equipo.

    Hinault mantenía la fidelidad de la mitad del equipo, a pesar de que tras los Pirineos se vio que era un campeón en declive. Realmente, su suerte se jugó en la etapa que concluyó en el Granon y en la que Chozas dio un recital tremendo, que no reflejaron con justicia las cámaras de la televisión francesa.

    Por detrás Lemond, acompañado por Zimmerman, secó las pocas aspiraciones que le quedaban a su "jefe de filas", a quien le sacó tres minutos. Greg Lemond se presentó como líder, con casi tres minutos de ventaja, de cara a la decisiva ascensión a Alpe d'Huez.

    Llegados al gran día, por medio había que subir el Galibier y la Croix de Fer. En el descenso del Galibier, Hinault atacó con Steve Bauer, compañero de Lemond, pero partidario de Hinault. Y Lemond los persiguió, en compañía de Pello Ruiz Cabestany.

    Hinault volvió a atacar en la Croix de Fer. El donostiarra fue testigo y lo contó en su libro Historias de un ciclista: "el americano no sólo tiraba como un poseso, sino que me ofreció un dinero por colaborar yo también".

    El caso es que Lemond cogió a su más encarnizado rival y, al pie de Alpe d'Huez, Hinault le prometió que ya no iba a atacarlo más. El bretón aún tuvo un rasgo de soberbia, cuando no consintió que Lemond le diera un solo relevo en la ascensión.

    Ante el público francés, Hinault apareció como el jefe generoso, que se desgasta en favor de su líder, de su delfín y heredero, el nuevo dominador: Lemond. Ambos llegaron a la meta cogidos de la mano y el mundo del ciclismo aplaudió el fin de las hostilidades entre los dos mejores corredores del momento.

    La verdad es que todo fue una apariencia, para salvar la cara del campeón francés y simular lo que, en realidad, era el canto del cisne de Hinault. Sus 31 años no pudieron con la pujanza de los 25 que tenía recién cumplidos Lemond. Hinault se retiró al final de aquella temporada.

    El ciclismo comenzó a cambiar de época aquel día, en el que Lemond se convirtió en el primer estadounidense en ganar el Tour. Por otra parte, un día aciago para Pedro Delgado, que se vio obligado a abandonar, a causa del repentino fallecimiento de su madre.
     
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  5. labeaga

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    Pantani y la tormenta perfecta
    Una de las etapas míticas de la historia del Tour de Francia

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    Estatua de Marco Pantani en Cesena, Italia

    Año 1998, exactamente un 27 de julio. 15ª etapa del Tour de Francia de por aquél entonces. Un Jan Ullrich confiado se dirigía, con paso firme, hacia su segundo entorchado tras el logrado el año anterior. Tenía controlados a todos sus rivales, desde el estadounidense Bobby Julich, pasando por el protagonista de esta historia, Marco Pantani, y terminando en un Fernando Escartín que ponía el sabor español en los primeros puestos de la general.

    De Grenoble a Les Deux Alpes. 189 kilómetros y por medio cuatro intensos puertos de montaña: El Col de la Croix de Fer, el Col du Télégraphe, el Col del Galibier y el final en Les Deux Alpes, todos ellos míticos de los Alpes franceses y conocidos por los corredores gracias a su dureza. Pero lo que desconocía uno de ellos, el alemán Ullrich, era que ese día sufriría una de las mayores derrotas de su historia, por no decir que la mayor.

    La lluvia arreciaba aquella jornada, mientras pasaba la Croix de Fer y el Télégraphe. Y fue entonces cuando el gigante alemán se quedó sin equipo justo en el momento clave, en el siempre temido e interminable Galibier. A partir de ese instante comenzó no una exhibición cualquiera, sino más bien la que era la exhibición. El “Pirata” sacó a relucir su espada y atacó sin temor, sin miedo alguno, a tumba abierta, en modo suicida, sin que absolutamente nadie le siguiera, directo a lo que sería una victoria histórica. Mientras tanto su rival se hundía, pinchaba y desfallecía por completo. Entraba en un coma irreversible.

    Pantani fue engullendo rivales escapados hasta que coronó en solitario la mítica cima. No le importó esperar posteriormente a otros ciclistas para clavar el puñal definitivo en el maltrecho corazón germano. Se tomó prestada la “ayuda” de Rodolfo Massi y Marcos Serrano de cara al largo descenso. Quería ampliar su renta de 2 minutos y 50 segundos, quería el Tour de Francia.

    Les Deux Alpes fue solo la confirmación de lo que se venía barruntando desde muchos kilómetros atrás. El italiano volaba a pesar de la gran tormenta y el alemán aguantaba como podía, cada vez más hundido en un pozo sin fin. Pantani llegó en solitario a la meta, bajo un cielo negro, pero sin rivales, apoteósico, sabedor de que lo había conseguido, que había logrado doblegar, uno por uno, a todos, incluyendo a su más fiero rival. Después llegaron los Escartín, Julich, Rinero, Boogerd... y a casi 9 largos minutos un derrotado Jan Ullrich, que se sabía perdedor de la ronda gala.

    Aquél día fue el día en el que, después de muchos años, un escalador rompía con la hegemonía de los contrarrelojistas en el Tour de Francia (Greg Lemond, Miguel Induráin, Bjarne Riis y el propio Ullrich). El de Cesena tomó el relevo de ‘Perico’ Delgado y lograba, al fin, conquistar el Tour para su país después de 33 años de larga sequía. La espera mereció la pena.
     
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  6. Joakopnt

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    Perdonarme si este vídeo se sale un poco de hilo pero lo mejor que he visto en mucho tiempo. Don Federico Martín Bahamontes y algunas de sus muchas anécdotas;
     
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  7. labeaga

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    Malabrocca, el rey de los últimos


    Es muy posible que su primera maglia nera no fuera premeditada. Nadie podía imaginar que el portador iba a ser aclamado por el público. Y eso mismo ocurrió

    Entre 1946 y 1951, la carrera transalpina otorgaba al último clasificado de la general un maillot negro y un premio en metálico, lo cual, como era de esperar y más en posguerra desató batallas propias del Lazarillo de Tormes entre los más pícaros de la carrera.

    El mejor de ellos fue Luigi Malabrocca, un ciclista que en vez de pedalear se escondía en los bosques, los bares y los graneros mientras el pelotón se vaciaba. Cuentan que un campesino de los Dolomitas vio una tarde una figura extraña rondando por su granja, salió a investigar, se asomó al aljibe y se encontró dentro a Malabrocca. “¿Qué haces ahí?”, preguntó. “Estoy corriendo el Giro de Italia”.

    El primer ganador de la maglia nera fue Luigi Malabrocca, un ciclista que había ganado dos campeonatos nacionales de ciclo-cross, además de dos Vueltas a Croacia y Eslovenia. No era un globero, por tanto. Sin embargo, estaba predestinado por un apellido tan cenizo como el maillot que le hizo famoso. La expresión italiana “brocco” está cargada de negatividad y el efecto no mejora con el “mala” por delante. Tal y como escribió John Foot en su libro Pedalare, Pedalare, era el apellido perfecto para alguien que pretendía ser malo.

    Cinco siglos antes de que Luigi Malabrocca hiciera acto de aparición en el universo mundo, el cardenal Giuliano della Rovere (luego Papa Julio II), había hecho popular la expresión “¡Ah, Malabrocca!”, como desconsolado lamento ante el joven que le trajo una jarra (“brocca”) con agua en lugar de vino. El pobre Luigi no tenía escapatoria.
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    Es muy posible que su primera maglia nera no fuera premeditada. Nadie podía imaginar que el portador iba a ser aclamado por el público. Y eso mismo ocurrió. La primera pregunta de los aficionados era “quién va el primero” y la segunda “quién va el último”. Malabrocca terminó el Giro de 1946 a cuatro horas, nueve minutos y 34 segundos de Gino Bartali, pero desfiló junto a él en el velódromo de Milán, en el homenaje a los campeones.

    Así que al año siguiente lo tuvo claro. Para quien no podía ser primero, ser el último resultaba una alternativa muy provechosa; pensemos en la posguerra italiana y hagamos notar que había premios en metálico y en onzas de chocolate para la maglia nera. Consciente de su papel, Malabrocca se detenía a tomarse un espresso en mitad de las etapas y en los bares conversaba con los aficionados. Mientras Coppi era un “uomo solo al comando”, Malabrocca era la misma cosa pero en la última posición.

    Todo fue bien hasta que le salió un adversario, Sante Carollo, un albañil de Vicenza que huía del anonimato y de la miseria. Su batalla fue trágica y bufa. En su pelea por perder tiempo todo valía: pincharse sus propias ruedas, esconderse detrás de setos y árboles o sumergirse en una alberca. Allí encontró un campesino a Malabrocca. Le preguntó qué hacía allí y la respuesta fue de una sencillez abrumadora: “Correr el Giro”.


    En 1949, por ejemplo, se le escapó el premio por un error de cálculo. Sante Carollo, era el último en la clasificación general, con dos horas de retraso y sólo quedaba por disputar la última etapa. Nada insalvable, pensó Malabrocca, quien se metió en el primer bar que encontró y pasó el día hablando de pesca con los contertulios del bar, uno de los cuáles le llevó a su casa para enseñarle su equipo y estuvo dándole conversación durante horas.

    Después, sin prisa, Malabrocca se despidió de todos y pedaleó plácidamente hasta Milán, consciente de que nadie podía arrebatarle el último puesto. Su plan había salido a la perfección, salvo por un pequeño detalle. Los cronometradores se cansaron de esperarle cuando llegó no había meta ni jueces ni cronometradores. Se habían ido ya y en vano les buscó por toda la ciudad. Cuando al por fin los encontró decidieron darle el mismo tiempo que el último grupo en llegar a la meta y no el que realmente había hecho. La maglia negra fue para su rival. Carollo se llevó los honores.

    La revancha llegó mucho tiempo después, en la última carrera, allí donde las prisas son menos recomendables: Sante Carollo murió en 2004 y Luigi Malabrocca en 2006. Este vez, el cronometrador sí tuvo paciencia.

    Lo curioso del caso es que Luigi Malabrocca era un buen ciclista. Ganó quince pruebas como profesional incluidos dos campeonatos de Italia de Ciclocross. Sin contar, por supuesto, los maillots negros de 1946 y 1947, por los que todo el mundo le recuerda. En el 48 no pudo participar y en el 49, se quedó tan tocado por la derrota ante Carollo que nunca quiso volver al Giro. El último jersey negro, el de 1951, fue para otra leyenda del ciclismo, el posteriormente famoso constructor Giovanni Pinarello.

    Pero Malabrocca siempre fue el favorito de la afición. Tenía tanto arte que su figura inspiró una obra de teatro estrenada en 2009. Eran otros tiempos…

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    Muchos años después, Malabrocca conservaba cara de pillo
     
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  8. labeaga

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    Coppi, el adúltero
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    Fausto Coppi en el Tour del 52.

    Oh, madre del Señor Jesús
    Mantén puras y fervientes nuestras almas
    Valientes y fuertes nuestros cuerpos
    Líbranos de todo daño en los entrenamientos y en las carreras
    Te pedimos que hagas de la bicicleta un instrumento de hermandad y de amistad que nos ayude a elevarnos hacia Dios.

    (Oración ciclista en la capilla de la Madonna del Ghisallo, Italia).

    A Fausto Coppi lo inventó un masajista ciego llamado Biagio Cavanna. Con un bastón y unas gafas de sol veía el ciclismo a través de sus manos. Conocida su reputación de chamán en toda la región de Novi Ligure, en el Piamonte italiano, las jóvenes promesas del pedal iban a su casa a que les tentara las piernas, el cuello, la espalda, a que les tomara el pulso, y dictaminara con precisión sobrenatural si el chico valía para el ciclismo profesional. Dicen que solo aceptaba a pobres, a campesinos, a albañiles. A gente humilde con la suficiente intemperie y hambre para triunfar en las carreteras. Constante Girardengo, el corredor de los años veinte, refrendaba este molde.


    Cavanna tocó a Coppi en algún momento de 1937. Delgado como un mondadientes, moreno, enclenque, de ojos saltones, Faustino se presentó ante él hecho un manojo de nervios. Después de reconocerle, el invidente le llevó aparte: «Tus pulmones, tu corazón y tus músculos dicen que puedes ser un gran campeón. Créeme, no me equivoco. ¿Harás todo lo que te diga?». Coppi asintió. «No correrás durante tres meses». El muchacho no lo entendía. «Pero así es como me gano la vida». Cavanna le ordenó abandonar la temporada en curso, dieta estricta y nuevos hábitos que prohibían el tabaco y reducían drásticamente el vino y el sexo. Nadie cuestionaba el método Cavanna, aunque no todos soportaban sus bruscos madrugones y sus circuitos cronometrados.

    Coppi lo ganó todo. El ciego, su correspondiente comisión. Cinco Giros, dos Tours y un sinfín de carreras de primer orden como la Milán San Remo o el Giro de Lombardía construyeron la brillante figura de Il Campionissimo, estrella de masas ante la que se hincaban de rodillas granjeros de la Toscana o ministros de Turín. Figura de acero en manos de un galeno que aún afinaba sus músculos sobre una simple cama, tras cada carrera y entrenamiento. De todo lo conseguido, sin embargo, a Coppi aún le faltaba el maillot arcoíris de campeón del mundo. No lo consiguió hasta 1953, a la edad treinta y cuatro años, en el principio del fin de su carrera. Fausto entró en la meta de Lugano completamente acalambrado tras una escapada de casi cien kilómetros. «Con todo lo que has tomado, ¿acaso esperabas acabar como si hubieras corrido a base de agua mineral?», le espetó Cavanna, druida además de chamán en la gran época de la cafeína y las anfetaminas en el ciclismo. Su compañero Michele Gismondi realizó otro tipo de diagnóstico, acaso más agudo: «Había otra cosa que azuzó a Coppi hacia la victoria: una dama con un ramo de flores». Se refería a Giulia Locatelli.

    La Dama Bianca

    Al doctor Locatelli solo le interesaba La Gazzetta Dello Sport si su ídolo llenaba alguna de sus páginas. Tratándose de Fausto Coppi, era algo bastante frecuente. En su casa al norte de Milán se amontonaban decenas de recortes de Il Campionissimo sobre fondo rosa pese a las quejas retóricas de su mujer. Pero eso no era lo peor que Giulia tenía que admitir. Además, el doctor Locatelli empleaba días libres en ir a carreras y buscar al corredor. A Giulia la idolatría que despertaba el ciclista de Castellania le resultaba difícil de entender. Algo absurdo y desproporcionado.

    En el verano de 1948, Coppi aún pugnaba por el liderazgo del ciclismo italiano con su compatriota Gino Bartali, reciente amarillo en París. La disputa quedaría zanjada por aplastamiento con el doblete Giro-Tour del año siguiente, que incluyó la mitológica etapa Cuneo-Pinerolo en la que Fausto, más joven, trituró la resistencia de Il Vecchio para sentenciar la ronda transalpina. En cualquier caso, la disputa aquel 8 de agosto de 1948 de una carrera de un día, la Tre Valli Varesine, decidió al doctor Locatelli a acudir en busca de un autógrafo de su ídolo dada la cercanía geográfica de la prueba con su consulta. Llegados allí, el matrimonio se cruzó a propósito con Coppi en el hotel donde se alojaba. Giulia, divertida por aquella aventura, adoptó el rol principal y abordó al mito, que ni siquiera la miró. «Dele al portero una hoja de papel y yo se la firmaré». A lo que la mujer respondió: «No sea descortés». Quería una foto suya dedicada, o nada, según cuenta el periodista británico William Fotheringham en su libro La pasión de Fausto Coppi. El ciclista accedió.

    Se supone que la escena —nada muy diferente a lo que Coppi había vivido tantas veces— llamó la atención de ambos. De él acaso por el desparpajo de la mujer a la hora de manejar la situación, de dirigirse a él. De ella, ajena a inclinación alguna por el deporte, seguramente por enfrentar en la distancia tangible la figura del hombre póster de su matrimonio y subido en andas por medio país. «Me obsesioné con Coppi», confesaría después. El virus se haría incalculablemente más virulento en ella de lo que jamás fue en su marido.

    Fausto, conviene aclararlo, estaba casado desde 1945. Su mujer era una chica llamada Bruna Ciampolini con la que tuvo una hija, Marina. Bruna era «la guapa del pueblo», en palabras del también ciclista Nino Defilippis. Era discreta, respetada y poco amiga de las fotos. Cuando iba a las carreras, decía, «había sillas disponibles, pero yo nunca las cogía. Me sentaba en un escalón de manera que pasara desapercibida cualquier expresión mía de preocupación en caso de caída, o de alegría en caso de victoria». El matrimonio funcionó con naturalidad hasta que el marido mudó de ciclista ganador a figura nacional, un tránsito que trastocó sutilmente el esquivo carácter de Coppi, siempre necesitado de silencios y tolerancias, y de la protección emocional de sus gregarios y de su hermano Serse, también ciclista. Cuando este murió tras una inofensiva caída en 1951, mientras disputaba el Giro del Piamonte, Fausto se aisló y se oscureció. Nada, pese a todo, que no fuera capaz de sobrellevar una pareja acostumbrada a la distancia y las ausencias. Si no fuera por los Locatelli.

    La amistad con el matrimonio se construyó en torno a la bicicleta y con Giulia como principal promotora. «Cuando iba a las carreras se mostraba ansiosa por acercarse al campeón», explica Fotheringham. «Era más exigente con él que la mayoría de fans. Cuando se encontraban le cogía la mano. Solía mentir groseramente para conseguir entrar en zonas reservadas para los ciclistas y sus auxiliares. “Yo era la fan de la casa, una maníaca, más obsesionada que mi marido. A partir de entonces nuestros domingos quedaron acaparados por el ciclismo, las carreras, los ciclistas y Coppi por encima de todos. Solíamos ir juntos, o si no yo iba con unos amigos a cualquier sitio donde hubiera una carrera, una prueba de velódromo, una entrega de premios. No importaba lo lejos que quedara si existía la posibilidad de ver a Coppi”».

    En algún momento entre 1951 y 1952, Giulia tomó la iniciativa de invitarle a su casa. Fausto visitó varias veces al matrimonio, a veces solo y a veces con compañeros de equipo. «Nos hicimos amigos. Amigos. Nunca pensé que me enamoraría de él. Soy hija de un matrimonio separado, y yo quería que mis hijos crecieran rodeados de cariño», afirma ella. En esos primeros contactos al margen de las carreras una constante llamaba la atención: Bruna, la esposa de Coppi, no solía participar. Todo creció, en cierto modo, fuera de su vista. La vida nómada del ciclista proporcionaba además el telón propicio para disimular cualquier anomalía. El siguiente en salir del cuadro sería el doctor Locatelli.

    En el invierno de 1952, tras el brillantísimo segundo y último doblete Giro-Tour de Coppi, Fausto realizó varias visitas más a la casa del amable matrimonio. La novedad era, en efecto, las ausencias del marido, y la percepción reconocida años después por el ciclista de que la amistad construida no era tanto con él como con ella. Además, se sucedieron también algunos encuentros en Milán y en otros territorios «neutrales». Cuando el doctor Locatelli no podía acudir, Giulia se hacía acompañar de amigos, conocidos o incluso de su propia hija, la pequeña Lolli.

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    Para cuando Coppi se jugó, en 1953, en las mareantes carreteras suizas de Lugano, su ansiado maillot arcoíris, con miles de italianos cruzando la frontera para verle pedalear, su vida extramatrimonial era un chismorreo en alza en el gremio y sus márgenes mediáticos. El director de su equipo hizo colocar (así lo expresan literalmente algunos cronistas) a Giulia junto a la meta para que Fausto la viera en cada paso de vuelta. La estampa ilustra la penetración de la señora Locatelli en el entorno del corredor, en los hoteles, los reservados, en los corrillos de invitados y viajes del equipo. Una misteriosa mujer desconocida comenzaba a figurar junto al hombre aunque su presencia quedara de momento disimulada entre tanto viaje, tanta multitud y tanto grito de «¡Bravo, Coppi!».

    Una fotografía sacó a la mujer de la penumbra. Fausto está en el podio vistiendo su jersey arcoíris recién conseguido con un enorme ramo de flores en las manos y una multitud alrededor de personalidades, encargados y público de fondo. Toda la atención de Coppi se concentra en un solo punto de la imagen. A su izquierda, una mujer le sonríe. Es Giulia. Se están mirando. Como si no hubiera nadie más. La foto en sus distintas versiones fue portada de la gran mayoría de periódicos italianos, entre ellos La Gazzetta Dello Sport. Es posible que el doctor Locatelli, ya sobrado de sospechas por entonces, no supiera si recortar aquel amargo ejemplar o ni siquiera comprarlo. Un periódico suizo utilizó un pie de foto que rezaba: «Fausto Coppi y su mujer, Bruna».

    El escándalo

    La instantánea de Lugano fue tan involuntaria como natural, pero tras ella se fueron sucediendo, accidentada pero inevitablemente, una serie de hechos consumados. El primero fue que Coppi llevara a su amante a Castellania, su pueblo, para que conociera a su madre. Después, en el Giro de 1954, Bruna y Giulia empezaron a coincidir en plena carrera y comenzaron las situaciones anómalas. En la contrarreloj entre Gardone y Riva del Garda, en la decimoquinta etapa, Giulia iba en el coche de equipo que seguía a Coppi, privilegio reservado para staff, familiares o importantes autoridades. Además, como recoge William Fotheringham, «el equipo Bianchi se alojaba en un hotel apartado donde habían reservado una habitación adicional… para un huésped anónimo». La última etapa de aquel Giro terminó en Saint Moritz y coronó al suizo Carlo Clerici como ganador con Fausto, cuarto, fuera del cajón por un puñado de minutos. El periodista francés de L’Equipe preguntó ese día en su periódico: «¿Quién es la dama de blanco de Fausto Coppi?». La trenca que siempre solía vestir dio color al fantasma. Y sobrenombre: la Dama Bianca. La historia ya tenía todos los elementos necesarios para avasallarlos.

    Sin que ninguno de los dos reconociera públicamente el romance, los medios lo dieron por hecho y el escándalo ya fue imparable. El asunto era irresistible porque colisionaba frontalmente con la pía moral de un país donde la Iglesia católica y los democristianos en el poder aún garantizaban una tradición social que, por mucho que estuviera cambiando a golpe de destapes y batallas culturales ya imposibles de ganar, se resistía a ceder su influencia. Y menos si se trataba de un personaje público de las colosales dimensiones de Fausto Coppi.

    Tras ese Giro de Italia, y ante la escalada mediática, la situación en los hogares de los amantes se volvió insostenible, sobre todo en el caso de ella. Cuando hace las maletas y abandona al señor Locatelli, cebado de rencor, Fausto se ve empujado a hacer lo propio, si es que aún existía alguna posibilidad de mantener la farsa con Bruna. De este modo la pareja se introdujo en una suerte de limbo legal según el cual no estaban casados ni separados o divorciados: eran adúlteros, y habían dejado sus hogares. La ley italiana era tajante: «La mujer adúltera será castigada con hasta un año de cárcel. Su cómplice en el adulterio recibirá el mismo castigo (…) El delito será punible si el marido lo denuncia». La legislación no solo discriminaba a la mujer, sino que además otorgaba autoridad sobre los hijos al padre, aunque fueran fruto de otra relación. Con un añadido pintoresco: «Si el marido hería o mataba a la adúltera o a su cómplice durante una pelea motivada por la ruptura del matrimonio, la ley tendría en cuenta que su honor había sido mancillado y esto se podría considerar un atenuante».

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    Giulia con Fausto en 1954.
    Pero el doctor Locatelli no denunció en un principio. No hasta conocer la farsa de Giulia firmando un contrato de trabajo como si fuera la secretaria de Coppi para poder percibir dinero como supuesto sueldo y, sobre todo, tener excusa legal para compartir techo diario, aunque formalmente dijeran residir (pernoctar) en otra parte. Sabido el ardid, el doctor se querelló el 28 de agosto de 1954. Aquella noche fue movida en Novi Ligure. Para que el adulterio fuera fundado, los carabinieri tenían que sorprender en el lecho a los amantes. En plena madrugada, y dicen que bajo intensa lluvia, el doctor Locatelli acudió junto a la policía y un par de amigos a la residencia de Giulia y Fausto y pidieron al ama de llaves que les dejaran pasar con la peregrina excusa de que se estaba efectuando un robo. Ella no les creyó. Pasada una hora se les franqueó por fin la entrada pero la escena ya había sido convenientemente recompuesta. Poco importó. Giulia fue detenida formalmente días después y pasó cuatro jornadas entre rejas con el argumento de riesgo de fuga internacional, pese a que ningún juez solía retener a un acusado por adulterio dada la consideración de delito menor. Se fijó el juicio para marzo del año siguiente, se les retiró el pasaporte a ambos, se les prohibió ver a sus hijos y se les restringió, incluso, encontrarse el uno con el otro. Cosa que evidentemente incumplieron.

    En la carretera las cosas no iban del todo mal para Fausto, pese a que comenzara a pisarle los talones la ley natural, homérica, de la que tanto hablara Dino Buzzati en sus crónicas del Giro de 1949. Con treinta y cinco años, Coppi pudo abrochar su convulsa temporada de 1954 ganando el Giro de Lombardía. Su quinto triunfo en la clásica de las hojas muertas aplacó parcialmente un clima social y deportivo crecientemente hostil hacia él debido a su separación. Silbidos. Abucheos. Anónimos y amenazas de muerte. Gestos de odio y desplantes y declaraciones hostiles de altas figuras del clero y el Gobierno. En noviembre se defendía en la revista Época: «La forma como los aficionados me han silbado es lo que más me ha dolido, porque yo no he traicionado a nadie». La Dama Bianca, por supuesto, se llevó la peor parte. Ella no tenía prestigio ni trofeo alguno tras el que protegerse.

    El juicio fue un ruidoso auto de fe. Finalmente no se les juzgó por adulterio sino por abandono de sus hogares y obligaciones familiares. El acuerdo entre las partes incluía, como compensación, la renuncia práctica de Giulia a ver a sus hijos (solo una visita cada tres meses, en una escuela religiosa y en presencia de una monja) y el reconocimiento público de sus supuesto pecados con una carta que además tendría que leerles cuando fueran mayores de edad. Estos, por cierto, fueron obligados a comparecer pese a la petición expresa de los acusados en sentido contrario. Naturalmente, poco pudieron aportar los niños para glosar el relato romántico que sí desgranó, con todo lujo de detalles, el rosario interminable de testigos que pasaron por el juzgado, entre ellos los propios compañeros de equipo de Coppi, que durante meses habían excusado al líder en sus ausencias furtivas e incluso habían cuidado de la pequeña Lolli Locatelli mientras la pareja se veía a solas. Una curiosa extensión de las labores del gregario ciclista que sube bidones, presta abrigo o consuela a su jefe de filas durante la cena.

    «Giulia fue públicamente machacada», sentencia William Fotheringham. La cantidad de detalles íntimos que fueron aireados con evidente afán ejemplarizante no fueron, al parecer, suficientes. Las palabras más duras se las reservó el fiscal del caso: «La conducta de esta mujer ha sido despreciable, antes y después de abandonar su hogar». Aunque el magistrado fue aún más despiadado con el ciclista, de quien dijo que era «un pobre hombre que ha ganado muchas carreras pero que se hundió de forma miserable la primera vez que tuvo que luchar contra sus propios deseos». Poco importó, en la práctica, la condena, unas penas de cárcel de unos meses que nunca se cumplieron, como en todos los casos similares de la época. El ajuste de cuentas ya estaba hecho. «No había ningún motivo sólido para que ni Coppi ni Occhini [apellido de soltera de Giulia] abandonaran sus hogares. La decisión de ambas partes fue ilícita e injusta».

    Ni un rasguño

    Aquel fue el último año deportivamente destacable de un Coppi que ya contaba treinta y seis. Ganó el Giro de los Apeninos, la Tre Valli Varesine, el campeonato italiano y el Giro de Campaña. Después del juicio, cuando se le devolvió el pasaporte, rascó un meritorio segundo puesto en la París-Roubaix. Aunque Biagio Cavanna sostenía que su pupilo podría ganar hasta los cuarenta años, los resultados de Fausto cayeron en picado desde entonces.

    Aunque quizá no iba tan desencaminado. Solo trece segundos privaron a Coppi de ganarle el Giro de 1955 a su compatriota Fiorenzo Magni. Mientras se dejaba sus últimas riñonadas de dominio en las carreteras que le encumbraron, Giulia viajaba en barco hacia Argentina con el hijo de ambos en las entrañas. Allí, legalmente, sí podrían inscribirlo como tal. Cuando dio a luz le envío una fotografía a Coppi y este, loco de orgullo, enseñó a todo el pelotón su nuevo retoño. Aquel hombre no parecía precisamente arrepentido ni inseguro de sus recientes decisiones, aunque no fueran pocos los que aún le aconsejaban volver con Bruna o mantener la otra relación en la clandestinidad. Ni siquiera el papa, que ya había mostrado públicamente su desaprobación en alguna ocasión anterior, logró hacerle cambiar de opinión ni, seguramente, hacerle sentir mal cuando en aquel Giro se negó a dar su bendición al pelotón porque en él había «un pecador público».

    Dicen que Fausto, en el crepúsculo de su carrera (que fue también el crepúsculo de su vida), barruntaba terminar su relación con Giulia, una relación más carnal y sofisticada que su primer matrimonio, pero que se había enfriado igualmente. Dicen también que incluso se distanció de Cavanna, su alquimista personal. Dicen muchas cosas y dicen, con razón, que cuando Coppi viajó a Burkina Faso y contrajo una malaria que los médicos no supieron detectar, y muriera con una edad ridícula, cuarenta años, sin ni siquiera haber colgado la bicicleta, su pueblo, Castellania, se llenó de una multitud de más de treinta mil personas que desbordó una localidad de apenas unos cientos de habitantes entonces y ni una centena en la actualidad. Un funeral abigarrado y rural con tintes de sepelio nacional en el que no se escuchó ni el más remoto eco del escarnio público (en las revistas y también en las cunetas) que había soportado el ciclista. Un turbio pasaje de su vida absolutamente incapaz de ensuciar, ni por un segundo, el legado del mejor ciclista italiano de la historia. Ni el más mínimo rasguño. Pese a las circunstancias de aquel país en blanco y negro, como lamentaba el propio Fausto: «En Italia, lo que cuentan son las apariencias. Tienes que saber mentir».

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    Guilia Occhini en el funeral de Coppi.
     
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  9. labeaga

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    Lawson Craddock, el 'farolillo rojo' que corrió todo el Tour con la escápula rota
    Tour de Francia 2018La campaña para reparar el velódromo de su ciudad ha recaudado casi 200.000 dólares
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    Lawson Craddock celebra la finalización de la crono de Ezpeleta.
    Lawson Craddock se ha ganado un lugar en el corazón de este Tour después de la hazaña -por partida doble- que ha conseguido. El estadounidense del equipo Education First sufrió una terrible caída en la primera etapa que se saldó con una fractura de escápula.

    Su rostro goteando sangre al cruzar la línea de meta en última posición no invitaba al optimismo. Parecía destinado a convertirse en la primera baja de la 'Grande Boucle'. Pero Craddock, con el permiso de los médicos, decidió continuar día tras día, a pesar del dolor en su hombro.

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    Craddock, ensangrentado en la primera etapa del Tour.
    Él no querría haber empezado así su segunda vuelta francesa. Sus intenciones eran, y son, ayudar a Rigoberto Urán, líder colombiano de EF Education-First, a subirse a lo más alto del podio en París. El año pasado, sin llamar demasiado la atención, el colombiano quedó segundo. El objetivo este año era batir a Chris Froome.

    Pero en la primera etapa, la etapa de los accidentes, Urán vio cómo Craddock caía al suelo en la zona de avituallamientos tras chocar con un bidón. Él siguió mientras Craddock recibía unos puntos en la ceja que se partió. Aunque le dolía todo el costado izquierdo por el golpe, desde su equipo le animaron a seguir. Este año los equipos se han reducido de nueve a ocho corredores y perder a uno en la primera etapa podía significar mucha diferencia en los tiempos de la contrarreloj por equipos que se iba a disputar dos días después. Craddock asintió y se subió de nuevo a la bici.

    Llegó a la meta el último a 7'50 minutos entre una gran ovación. Su imagen, con la cara ensangrentada, se hizo viral en Twitter en un montaje en el que se le comparaba con Neymar. Él respondió diciendo que “la gran diferencia es que Neymar está volviendo a su casa ahora mismo”, aludiendo a la eliminación de Brasil en el Mundial el día anterior.

    Por su parte, Urán le agradeció su esfuerzo con un mensaje en las redes sociales: “Hoy se nos cayó Lawson Craddock en la mitad de etapa y terminó con una fractura; qué coraje, qué amor por este deporte. Él quiere seguir en carrera. ¡Respeto, admiración y agradecimiento!”.

    Ya en el hotel y tras recibir el parte médico, Craddick confesó en la web de EF que él entiende el Tour de Francia como una carrera más psicológica que física y que, por lo tanto, intentaría “ser positivo y aguantar el dolor todo lo que pueda. No me voy a ir a casa al primer signo de adversidad. Así que voy a ver cómo me siento esta noche [del domingo al lunes], cómo duermo y si puedo manejar la bicicleta mañana”.

    Los médicos le dijeron que nadie conocía su cuerpo mejor que él. Si corría seguro, tenía su permiso para seguir. Él dijo que lo haría y, además, buscó una motivación para acabar cada una de las 19 etapas restantes: cada vez que cruzase una línea de meta donaría 100 dólares al velódromo de Houston. La pista, en la que él se enamoró del ciclismo, sufrió el huracán Harvey en septiembre de 2017 y necesita una reconstrucción.

    Antes de comenzar la segunda etapa, Craddick anunció su campaña en las redes sociales. El objetivo era recaudar 21.000 dólares.

    A pesar de ser el farolillo rojo de la clasificación general se convirtió en la estrella del equipo. Terminó la segunda etapa y en la contrarreloj ayudó a su equipo hasta los últimos tres kilómetros, llegando a alcanzar una velocidad punta de 90,2 km/h y consiguiendo la quinta mejor marca, a solo 35 segundos de BMC. Todo el mundo estaba impresionado. Urán, el líder de su equipo, el primero. “Todo el reconocimiento es para Craddock”, expresó al bajarse de la bici, “que hizo una contrarreloj extraordinaria dadas las circunstancias. Esas son las cosas que, como líder, valoras mucho”.

    Craddock dijo que había pasado “muchísimo dolor”, pero se mostró confiado en que esa etapa suponga “el inicio de la recuperación y que, a partir de ahora, las cosas mejoren”.

    Al final, a base de llegar en las últimas posiciones e ir salvando la amenaza del fuera de control, el estadounidense ha conseguido llegar hasta París, lesionado desde la etapa 1. Todo pundonor. Además, probablemente sea el primer corredor que acaba el Tour siendo el 'farolillo rojo' de la general desde la jornada inicial hasta la última.

    Su campaña ha recaudado casi 200.000 dólares
    La segunda parte de su hazaña atañe a una iniciativa propia que, seguramente, Craddock no esperaba que adquiriese tales dimensiones.

    El corredor de 26 años buscaba reconstruir el Velódromo Alkek, lugar donde el texano se entrenaba y que fue arrasado por el huracán Harvey en el verano de 2017. Su noble gesto pronto se viralizó a través de las redes sociales y la gente empezó a donar a la vez que el ciclista iba quemando etapas.

    Tras su llegada triunfal a París, Craddock puede presumir de haber completado todo un Tour con la escápula fracturada y de haber logrado hasta la fecha 193.000 dólares, casi el doble de los 102.000$ que se propuso la campaña como objetivo inicial.
     
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    Última edición: 18 Feb 2019
  10. labeaga

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    En el Tour de Francia se moficó el reglamento: a partir de la decimocuarta etapa, el último de la general quedaba expulsado de la carrera

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    A la izquierda, Bernard Hinault, ganador, y Gerhard Schönbacher, con el farolillo rojo, en el Tour de 1979.

    Popularmente se conoce como farolillo rojo al último clasificado de una carrera ciclista. Podría pensarse que se trata de un corredor de poca calidad, pero en realidad los últimos suelen ser ciclistas de equipo, de gran sacrificio, que se vacían por su jefe de filas y después se toman con calma el resto de la etapa, para recuperar fuerzas. O directamente se trata de corredores que han sufrido un accidente o una enfermedad y bastante hacen de continuar y acabar las etapas. Ser el último suele ser sinónimo de coraje y perseverancia y el público lo premia.


    Por este motivo, en más de una ocasión los organizadores han querido distinguir el último clasificado. Así lo hizo el Giro de Italia, cuando en el año 1946 se ingenió el maillot negro para destacar al último de la tabla. El problema apareció cuando los ciclistas sin aspiraciones vieron ahí una mina de oro. Ir el último tenía premio económico (primero en el mismo Giro y más tarde en forma de contratos de critériums), aportaba notoriedad y mucha popularidad. Y surgieron auténticos especialistas en perder tiempo.



    Al premiar a los últimos, surgieron auténticos especialistas en perder el tiempo


    Porque acabar el último es todo un arte, sobre todo cuando hay más de un interesado en conseguirlo. El Giro eliminó la maglia nera en 1951, pero en cambio el Tour de Francia vivió una crisis importante a finales de los setenta, cuando el austríaco Gerhard Schönbacher y el francés Philippe Tesnière mantuvieron un duelo digno de las persecuciones entre El Coyote y el Correcaminos para ver quién lo hacía peor. Se marcaban mutuamente, y si uno se detenía para mear, el otro lo esperaba. Tesnière ya había sido farolillo rojo, sin competidor, en 1978. En el Tour siguiente los dos mantuvieron una competición apasionante.

    El momento clave de su peculiar batalla llegó en la última contrarreloj, que era fundamental para sus intereses. En Dijon, sobre 48,8km, se impuso Bernard Hinault mientras Schönbacher perdía una burrada, casi trece minutos. Pero Tesnière todavía mejoró la marca: 14m39s peor que el bretón. Lástima que se pasó de la raya y en el cálculo de los jueces para determinar el fuera de control quedó eliminado. Schönbacher era el nuevo rey y para celebrarlo, en la llegada a París, se descolgó ligeramente para entrar el último entre las ovaciones de los espectadores. A unos cien metros del final bajó de la bicicleta, entró andando e incluso se arrodilló para besar la línea blanca. ¡Qué exhibición publicitaria más impresionante!




    Un año más tarde, en el Tour de Francia quien más quien menos esperaba como agua de mayo la repetición del combate: Tesnière-Schönbacher, segunda parte. Y tanta fue la popularidad de la lucha que el siempre riguroso Tour de Francia decidió que ya basta de tomaduras de pelo ¡Esto se tiene que acabar!, bramaban en los despachos. Y modificaron el reglamento para incluir una nueva norma: a partir de la decimocuarta etapa, el último de la general quedaba expulsado de la carrera. Cada día uno a la calle. Ahora sí que el reto era mayúsculo. Y se impuso Schönbacher, farolillo rojo también del Tour de 1980, zafándose con elegancia de las eliminaciones y colocándose en la última plaza en el momento clave para llegar en París como vencedor de su carrera particular.

    Schönbacher sólo disputó un Tour más, pero en un equipo diferente donde le exigieron que dedicara sus esfuerzos a acciones más deportivas. Tesnière murió de cáncer a los 32 años, pocos días después de Jacques Anquetil. Su rival austriaco se dedicó a organizar carreras de bicicleta de montaña, como la Crocodile Trophy en Australia, e incluso entró en el libro Guiness de los Récords al mantenerse encima de un coche con unos esquís y a 220 kilómetros por hora.



     
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  11. ray

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    Me la traigo del otro lado,no por ser un relato sino una imagen con frase muy del estilo del este hilo

    Gracias Cubetero,de Blanes. ;)



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  12. labeaga

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    Una bici a cambio de la familia
    Oyarzun (MoviStar), primer chileno que tomar parte en un Giro, antepuso su deporte favorito a las exigencias paternales


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    Todo por la bicicleta. Tal vez, pocos ciclistas puedan erigirse en símbolos tan claros de los sacrificios que implica su deporte como el chileno Carlos Oyarzun (Las Condes, Santiago de Chile; 1981). Su dedicación a las dos ruedas no solo le ha costado años de duro trabajo, de arduas jornadas de entrenamiento aderezadas con diversas "chapucerías" para que no le faltara el sustento. Por el camino, también ha perdido a una familia que nunca aceptó su vocación. Ahora, siete años después de jugársela emigrando a España con lo puesto, empieza a recoger los frutos de su esfuerzo, escribiendo como corredor del Movistar, por el que firmó hace medio año, una pequeña página de la historia del ciclismo sobre las carreteras, montañas y sterratos italianos. Nunca, en las 93 ediciones anteriores del Giro, lo había corrido un chileno.

    Sus escarceos iniciales con el ciclismo no les hicieron ninguna gracia a sus padres, un físico nuclear y una oficial del Ejército para los que los estudios no eran lo primero, sino lo único. "No seguí el plan de vida que pensaron, para ellos la bicicleta es una tontería", explica Oyarzun, vía telefónica desde Termoli, donde disfruta de la jornada de descanso del Giro. La relación se rompió por completo. Él afirma, sin embargo, que Dios le quitó una familia para darle otra. "Mi suegra es mi madre y mi padre es mi suegro", dice sobre los padres de Victoria, su mujer, a la que unió su vida hace una década y junto a la que ahora espera una hija. La misma mujer que un día, viendo el Giro por la tele, le preguntó si se veía corriéndolo. Bastó un sí decidido para que convenciera a sus padres de que le ayudaran: "Me dijeron que no tenían mucho dinero, pero que iban a hacer un esfuerzo para comprar una buena bici y mandarme a España".

    En 2005, de la mano de Victoria, se plantó en Oviedo y, a los 23 años, se sumergió por completo en el ciclismo. "Aquí lo he aprendido todo, yo soy un ciclista español", afirma. Compitió en las filas de varios equipos amateurs y también pasó un año en México, de donde salió corriendo después de que un conductor al que se enfrentó se bajara de su camioneta con un revólver en la mano. Descubrió entonces que sus compañeros entrenaban con un arma guardada en el maillot. Su jefe le dio otra a él. "Me dijo; 'Primero disparas y después preguntas'. Yo dije que no le iba a disparar a nadie y decidí marcharme", desvela.

    Así que volvió a España, donde le aguardaba Victoria y donde, en 2010, vivió un año insuperable. Tras ganar el primer oro para Chile en unos Juegos Panamericanos en casi 30 años, llegó, por fin, su fichaje por un equipo de primer nivel mundial. Pero lo mejor estaba todavía por llegar. A principios de mayo, tras correr la penúltima etapa de la Vuelta a Asturias, recibió una llamada de José Luis Jaimerena, su director deportivo: al día siguiente no iba a tomar la salida. Tenía que descansar. Una semana después, debía estar, bien reposado, en Venaria Reale. Iba a hacer lo que ningún chileno había hecho antes. Iba a correr el Giro.

    El de Oyarzun no es un logro menor. "En Chile no debe haber más de 20 ciclistas que vivan de ello", explica Francisco Sagredo, editor de Deportes de la Televisión Nacional chilena. Según él, el país debería ser una fuente de grandes escaladores, pero el escaso desarrollo de sus infraestructuras deportivas le resta pujanza. "Su logro es más que meritorio, es sorpresivo, extraordinario", asegura; "quizás está consiguiendo la presencia internacional más importante de un ciclista chileno".

    Oyarzun está viviendo una experiencia "impresionante" en Italia, donde marcha 88º en la general. Las dimensiones del Giro, en todos los aspectos, son incomparables a las de cualquiera de las pruebas que ha corrido antes. "Es una carrera que puede dar mil vueltas, cada día es distinta", dice fascinado. Ha pasado de líder a gregario, pero lo asume con humildad. "Mi objetivo primordial es estar para lo que se me pida. Ganar una etapa sería un sueño, pero por el momento no es mi lugar". Ahora se codea con la élite y, sin perder la paciencia, se resiste a ver su techo cerca. Este año le esperan los mundiales y el que viene, Londres 2012. "En Italia me he dado cuenta de que cada día que pasa, progreso", advierte; "creo de este Giro va a salir otro Oyarzun".
     
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  13. ribe1948

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    1. Tour d'Italie 1955, Fausto Coppi et son soigneur aveugle Biagio Cavanna. IMG-20190219-WA0020.jpg El masagista ciego que vio las cualidades de Fausto Coppi
     
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  14. labeaga

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    El Zipa Forero:El ciclista que también fue torero
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    Efraín Forero es recordado por ser el campeón de la Primera Vuelta a Colombia en el año 1951, pero al margen del deporte, un momento intenso de su vida fue cuando toreó en la Plaza de Santamaría en el año 1955. Y para completar le concedieron una oreja.

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    Efraín Forero en su casa al occidente de Bogotá.

    Luego de su contundente victoria en la primera Vuelta a Colombia, el indomable Zipa fue torero. En la arena de la plaza de toros la Santamaría, adornado con el traje de luces y vitoreado por una multitud enardecida, el pionero de los grandes ciclistas colombianos comprendió que su mayor habilidad taurina era montar en bicicleta.

    Así de variopinta es la historia de Efraín Forero (89), el campeón de la primavera Vuelta a Colombia, un certamen deportivo en el que había luchado contra lo imposible, a lo largo de 1254 kilómetros por carreteras que se perdían en matorrales, piedras y ríos. Fue el ‘indomable zipa’ como se le conoció en su momento, la primera súper estrella del ciclismo nacional, capaz de llenar la plaza de toros más importante del país.

    Es necesario aclarar que la fama nacional del Zipa se había construido en los escasos 15 días de competencia y las diez etapas de aquella primera Vuelta. Un par de años después, el afamado ciclista aceptó la indecente propuesta de torear un novillo por física necesidad, pues casi todas las promesas de apoyo que había escuchado el día que entró en hombros a su pueblo, eran ilusiones del pasado.

    Un empresario de nombre Emilio Cebrián le propuso durante el segundo semestre de 1955 que toreara en una corrida, a lo que Efraín Forero se opuso en principio, pero su espíritu aventurero y el ofrecimiento de una suma de dinero más o menos atractiva, le hizo finalmente cambiar de opinión.

    Todavía estaba vivo el recuerdo de los trágicos acontecimientos del 5 de febrero de ese año durante una corrida en La Plaza de Toros, cuando un enfrentamiento entre opositores del general Gustavo Rojas Pinilla y fuerzas leales al gobierno, cobró la vida de un número indeterminado de ciudadanos.

    La oposición aseguró en su momento que estos incidentes dejaron por lo menos 100 muertos y otras versiones hablan de 37, mientras que para el régimen solo se presentó el deceso de un aficionado, que al parecer se encontraba en estado de embriaguez.


    El incidente había tenido un grave antecedente el 29 de enero cuando hubo una gran represión contra a los asistentes a un espectáculo taurino, luego de que se presentara una reflicha generalizada contra María Eugenia Rojas, la hija del general Rojas Pinilla.

    La dictadura estaba en su ocaso y cuando una semana después los aficionados protestaban por la presencia de “La nena”, oficiales del servicio de inteligencia fueron enviados a la Santamaría para reprimir violentamente las manifestaciones.

    Campeón

    “El indomable Zipa”, como lo bautizó el famoso locutor deportivo Carlos Arturo Rueda, recuerda que uno de los momentos más felices de su vida fue el 17 de enero de 1951 cuando fue recibido por más de 200 mil personas en el sector de Muzú, al sur de Bogotá, como el primer campeón de la Vuelta Colombia.

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    Un momento de la entrevista con el campeón de la primera Vuelta a Colombia, Efraín Forero Triviño.

    El diario El Tiempo publicaba al día siguiente que el final de la competencia ciclística había sido “francamente indescriptible” y que las actividades se paralizaron en la ciudad, para rendir tributo a los 31 pedalistas que sobrevivieron a la dura prueba disputada por carreteras que más parecían caminos de herradura.

    Forero recuerda que llegar a Bogotá fue uno de los momentos más felices de su vida por ganar la competencia, que estuvo matizada de caídas, pinchazos e incidentes.

    Cuando le ofrecieron ser torero por un día, Forero Triviño recordó los innumerables incidentes que tuvo mientras transitaba por los caminos de Colombia, las veces que se cayó en las zanjas atravesadas en el camino, los momentos que sintió que el mundo se le vino encima cuando se salía de la carretera y se rompió la cabeza, las costillas y casi que el alma.

    Pero la caída que más le duele todavía es la que se registró en 1952 durante la segunda vuelta a Colombia, cuando se partió el tenedor (horquilla), de la bicicleta bajando de La Pintada y lamentablemente tuvo que retirarse de la carrera mientras era líder con más de nueve minutos de ventaja sobre el ciclista José Beyaert, quien finalmente se coronó campeón de la prueba.

    El ofrecimiento

    Resultaba por lo menos curioso que un empresario le propusiera que fuera la atracción principal de una corrida de toros, que se realizaba con el propósito de que la gente volviera a la plaza después de los sucesos conocidos como “el crimen de la Santamaría”.

    La presencia multitudinaria de aficionados que fueron para verlo en acción en el ruedo y no en la carretera, se encargaría de demostrar que el organizador hizo entonces la mejor apuesta.

    Forero recuerda que estaba en Zipaquirá debajo del carro haciendo unos arreglos, cuando llegó un muchacho al que le decían “el chimo” y sin más le fue diciendo que quería proponerle un negocio ni el verraco, según sus palabras.

    -¿Cuál es?

    -Le damos $1.000 para que se entrene y el domingo vaya a torear en la Plaza de Toros La Santamaría.

    -Yo que voy a torear, si le tengo miedo a esos animales y la única manera que me gustan es en el plato- le contestó el Zipa.

    El muchacho seguía insistiendo y para convencerlo le decía que no iba a torear un animal grande, sino el becerro que escogiera.

    “Le dije que lo hacía si me pagaban $1.500 y acepté pensando en las múltiples caídas que sufría en el ciclismo sin que nadie me reconociera económicamente nada y me dije interiormente, que por esa plata me dejaba aporrear de un becerro”, señala el exciclista nacional.

    Recuerda que al final aceptó el negocio y el siguiente paso fue empezar un rápido entrenamiento en los alrededores de la plaza, en dónde usaba una carretilla para simular la embestida del toro.

    Sin embargo, pronto entendería lo que era este oficio, cuando durante la tienta previa realizada en Sesquilé, una novilla de cachos torcidos le pegó un varetazo que le dejó muy adolorido.

    Estaba haciendo los pases como le habían indicado, pero el animal no obedeció al capote y le golpeó tan fuertemente las costillas que casi sella su retiro del toreo, aún sin haber empezado.

    Después del revolcón, decidió que ese día no torearía más y se subió a la tribuna en medio de los reclamos de los organizadores de la tienta, que le insistían que escogiera un becerro con el que se sintiera cómodo para entrenar.

    Debut

    Era curioso que los aficionados de los toros estuvieran esa tarde pendientes del campeón de la primera Vuelta a Colombia y que los carteles anunciaran por toda Bogotá su presencia en la corrida, coincidiendo con el debut de varios novilleros.

    Ese domingo la respuesta de los aficionados no se hizo esperar, porque la Santamaría estaba completamente llena.

    Forero asegura que antes de empezar la faena sintió una sensación extraña al ver tanta agitación y alegría desbordada en los tendidos y mucha gente siguiendo el acontecimiento con curiosidad desde las ventanas y azoteas de los edificios cercanos.

    “Viendo que la plaza estaba hasta las banderas pensé que debí pedir por lo menos $5.000, aunque al final me sentí feliz cuando me dieron $300 más de lo acordado”, recuerda el ciclista convertido en torero por un día.

    Dice que todavía hay infinitas nostalgias del momento que abandonó su uniforme de ciclista y se vistió con el tradicional traje corto español, compuesto de una chaquetilla abierta, pantalón alto y botas de cuero.

    Y recuerda el instante en que estuvo en el ruedo intentando con el capote lo mejor de una faena que nunca había ejecutado, en medio de la expectativa y hasta escepticismo de las señoras de la alta sociedad que lucían elegantes sombreros, de los aficionados vestidos de paño y de los militares que meses antes habían protagonizado allí mismo, una verdadera tragedia.

    Todo iba bien en el ruedo hasta que cambió la muleta y de pronto el toro, que se quedaba parado casi siempre, arrancó sorpresivamente y lo mandó al piso luego de golpearle una pierna.

    Mientras la gente en la plaza gritaba sorprendida y afanada, Forero se levantó con furia y le hizo varios pases con la muleta, que arrancaron aplausos de los aficionados.

    Sabía que las pocas sesiones de entrenamiento no eran suficientes para ser un torero en todo el sentido de la palabra, pero se sentía confiado en que por lo menos no sería revolcado.

    Insiste en que el momento más difícil fue cuando cuadró el toro e intentó entrar a matar, pero escogió el lado equivocado del lomo y pinchó.

    El impacto fue tan duro que el Zipa soltó el estoque y en ese instante los organizadores decidieron que ingresaran los toreros para proceder a descabellar al animal.

    El trofeo

    Han pasado 62 años desde su presencia como torero en la Plaza de Santamaría y aún está vivo el recuerdo de cómo la gente se enloqueció después de su actuación, pedía a grito herido que le concedieran una oreja y terminó saliendo en hombros por la puerta grande.

    Los periódicos al día siguiente registraban con grandes titulares su actuación con una fotografía tomada por el mismísimo Manuel H, quien con anterioridad había tomado en este mismo escenario la foto de un pensativo “Manolete” y había registrado la presencia en los tendidos del entonces presidente Laureano Gómez, del general Gustavo Rojas Pinilla y del Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.

    Forero recuerda que tiempo después le ofrecieron torear de nuevo, tras lo cual decidió retar a su gran rival Ramón Hoyos Vallejo, quien no aceptó y con ello cerró la posibilidad de volver a los ruedos.

    “Lo busqué y le conté que me estaban proponiendo que hiciéramos una corrida, pero me dijo tajantemente que no lo hacía ni a palos. Al final los empresarios se quedaron con las ganas de que estuviéramos juntos en el ruedo y quedó la sensación de que como torero era un excelente ciclista”, expresa entre risas.

    Después de ese día de gloria en la plaza de toros, el momento más triste y cómico ocurrió en su casa de Zipaquirá.

    “Colgué la oreja en una columna para que se secara y sin que nadie se diera cuenta, un gato subió y se la comió”, relata entre Forero, mientras se ríe sin parar y sigue recordando el triste final del único trofeo que se ganó como torero.
     
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  15. labeaga

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    La vida en El Escudo
    Él espera. Tiene todo el tiempo del mundo. Espera. ¿Sonríe? Si lo hace las nubes no dejan verlo… Viento inmisericorde, espejismos de mares interiores. Allí. El Escudo

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    Pierre Brambilla, ciclista italiano (más tarde nacionalizado francés) que venció en la etapa de El Escudo de la Vuelta a España en 1942

    9 de Septiembre de 2015
    Un cachito de roca que se empeña en escaparse del verde. Quizá, y solo quizá, el punto donde se empenacha la niebla, insistente, que mira y no deja mirar, dijo el otro. Allí, inmóvil. O no, tan solo lo parece. Porque él, él espera. Tiene todo el tiempo del mundo. Espera. ¿Sonríe? Si lo hace las nubes no dejan verlo… A su alrededor buitres leonados planean mientras las alas, negras como el abismo, se cubren de gotitas brillantes, pequeñas perlas redondas que calan sin mojar. Allí, en ese bloque de piedra que es su cima. Viento inmisericorde, espejismos de mares interiores. Allí. El Escudo.

    Cuando el 5 de septiembre la Vuelta a España afrontó la subida al Puerto de El Escudo, de camino al escénico final en la Fuente del Chivo, el buen aficionado al ciclismo pudo reconocer un aroma a carrera antigua, a dificultades clásicas, a horas y horas pegado al transistor para saber quiénes llegan primeros a la cima de uno de los altos que con más fuerza laten en el corazón de este deporte. La leyenda de un enemigo áspero, cruel, que ha sido transitado en no demasiadas ocasiones por la ronda española, pero que se supo forjar, en sus primeros años, fama de juez inmisericorde…

    20 de julio de 1947. El ciclista italiano Pierre Brambilla va primero en la general de este primer Tour de Francia de la posguerra. Es la última etapa y parece que tiene todo de cara para convertirse en el tercer transalpino, tras Bottecchia y Bartali, coronado en París. No cuenta con el genio de Jean Robic, bretón pequeño y tenaz, de fortaleza implacable, modales toscos y hablar atropellado. Un hombre que lleva siempre en carrera un anillo con una inscripción en brezhoneg, esa lengua de lluvia y de verde que hablan en Bretaña: “kenbeo kenmaro”. A vida o muerte. Así, en esa última etapa el sagaz Robic se escapa y da un golpe de mano genial (y polémico, comprando a varios ciclistas para que le ayudasen) que le viste con el amarillo definitivo y deja a Brambilla sin su mayor éxito. Y, de rebote, a El Escudo sin una bonita muesca en su palmarés.

    Y es que fue precisamente Pierre Brambilla el primero en hollar su cima durante la Vuelta a España. Sucede el 11 de julio de 1942, un sábado caluroso en el que los ciclistas tienen que afrontar el Alto del Portillón antes de la definitiva escalada a El Escudo, paso previo a la meta en Reinosa. Brambilla es primero en el puerto (con Bejerano muy cerquita) y repite puesto en Reinosa. El Puerto queda presentado en sociedad de la mano de un italiano que más tarde se nacionalizará francés y que forma parte de una de las dinastías más fructíferas del ciclismo, con un sobrino-nieto profesional en la actualidad (fue descalificado hace un par de años de la Vuelta, precisamente, por liarse a puñetazos en plena carrera con Rovny…cosas veredes, Sancho). Eran, los de Pierre, otros tiempos. Tiempos en los que la salida de la prueba la daba el general Uzquiano (que fue el mismo del desembarco de Alhucemas, antes de convertirse en uno de los más importantes capitostes del bando franquista durante la Guerra Civil y aún después, cuando los militares copaban la vida administrativa), no sin antes recomendar a los ciclistas la máxima deportividad y el debido respeto a los valores que el Régimen ostentaba con orgullo…

    El Puerto había causado impacto. No especialmente largo, sin llegar a los diez kilómetros de subida real, sus largos tramos sostenidos por encima del diez por ciento y sus puntas del 18 habían impresionado a los ciclistas, y lo colocaban de forma automática como uno de los puntos más temidos de aquellas vueltas primitivas, junto con Pajares o Urkiola. Otros tiempos, otros nombres. Años después el enorme campeón belga Rik Van Looy, el primer hombre de la historia en ganar los cinco monumentos del ciclismo, ponía pie a tierra sobre las ásperas rampas de El Escudo. “He venido aquí a subir puerto, no paredes”, dijo. Leyenda, pues.

    Hace años el Puerto de El Escudo era uno de los más conocidos de la cornisa cantábrica. Protegía, como si fuera un cachito de muralla, el litoral y se contaba siempre entre los primeros en amanecer cerrado por la nieve cuando llegaba el invierno, cortando así la nacional que comunicaba Santander con Burgos y de allí con la capital. Y así, de esa forma, el verde quedaba encogidito sobre sí mismo, y las vacas moteaban aquí y allá las praderas cubiertas de blanco, pindias y resbaladizas. Allí donde vive la niebla, donde las nubes, a veces grises con barriga de burra justo antes de descargar trapos, esconden una tierra en la que viven los mitos, en la que se refugian, cuevas y vericuetos, ojáncanos grandes como casas, anjanas de cabellos rubios, trastolillos saltarines por camberas y prados de rejos. Y el tiempo pasaba, moroso como solo puede serlo cuando el mundo se cubre con la algodonosa sensación de la irrealidad y apenas hay otros sonidos que el de la lluvia chocando contra las lascas de pizarra.

    De un tiempo a esta parte seguramente la realidad es diferente. Las bicicletas son más ligeras, las carreteras están mejor asfaltadas, los rampas son menos duras (en El Escudo se han eliminado algunas de las que más hacían agonizar a los corredores) y yo hace años que no veo a ningún ojáncano caminando por entre bardas y cajigas (el último fue cerca del Monte Dobra, en una tarde de otoño, pero esa es otra historia, creo…). Incluso puedes subir El Escudo sin pasarte un buen rato oliendo a embrague, que era una de las señas de identidad del puerto. La cercanía de una moderna autovía que hace mucho más cómodo el viaje a Madrid ha hecho casi desaparecer el tráfico aquí. Bueno, eso, y que ahora los coches no son iguales, y suben sin problemas estas rampas, no como antes, que debían de coger todo el impulso posible en el pequeño descanso que hay dos kilómetros antes de la cima, junto a uno de esos bares de montaña donde los habitantes de la zona van a cruzar sus ojos con otros similares mientras juegan la partida junto a la chimenea, y fuera el agua cae. Antes se hacía eso, digo, el acelerar en llano para enfriar el motor, pero ahora no hace falta, porque las mecánicas son más potentes, los pollos no saben a nada y las barbas están de moda. O tempora, o mores.

    Con todo, sigue siendo uno de los puntos más temidos por camioneros y conductores, que tienen miedo a los frenos recalentados que se enfadan y dejan de frenar. Casi al final de la bajada hay un tramo de desaceleración, uno de esos que consiste en una pared donde ir rayando la carrocería y grijilla para que puedan detenerse las ruedas. Y está usado, vaya si lo está…el muro multicolor lo atestigua. Como las cuadras de los alrededores, algunas de ellas tachonadas con tejados también de mil colores. Hace años, muchos años, un autobús en el que viajaba una banda de música se despeñó bajando este puerto. El vehículo cayó tan abajo, dio tantas vueltas de campana hasta acabar en el fondo del valle, junto al río, que nadie se ha molestado en sacarlo de allí. Y parte de su chapa la han utilizado los ganaderos de la zona para rematar sus cuadras. Dicen que allí las vacas producen la leche con sabor a Nocturno de Chopin.

    Con todo, no se fíen si se animan con este puerto sobre la bici, porque aún es suficientemente contundente como para hacerles pasar un mal rato. Allí triunfaron ciclistas como Loroño, Criquelion, Galdeano o Emilio Rodríguez. Allí, en su cima, esa que se abre al espejismo de ver, en el Pantano del Ebro, un mar interior, los buitres enseñorean el viento y una pirámide ciclópea recuerda a los italianos que fallecieron durante la Guerra Civil en este mismo punto. El lugar es, claro, un punto etéreo, irreal. Cielo y montaña. Y niebla, mucha niebla.

    Siempre, casi siempre, niebla y verde.
     
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  16. labeaga

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    Awet Andemeskel, de refugiado a ciclista profesional


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    Awet Andemeskel, de refugiado a ciclista profesional


    El claxon suena de nuevo. Nervios. La carrera ya va partida en pequeños grupos. Joey Rosskopf, el corredor del BMC, se aparta deportivamente según se acerca el coche de su compañero de grupetta. “¿Awet, con este de agua tiras ´palante`, el de sales se lo subes a Edwin,ok?”, le grita Magro a su pupilo en un español que se amontona en abreviaturas apresuradas. Tras casi impactarle con un bidón en la mano, Rodríguez Magro, su director deportivo, vuelve a dictarle unas órdenes que apenas puede comprender. “Tiro al grupo de Rebellin. Agárrate con ´los piños` a ese ´mostrenco´... ¡Cuello tieso hasta meta!”, le vocifera desde la ventanilla mientras se aleja. En el mundo del ciclismo profesional las carreras son vertiginosas. Coches y ciclistas conviven al milímetro. Y cada kilómetro es duro. Sufrido. Sobre todo ese repecho. Agrieta el aliento.


    Awet, en cambio, sonríe. En Eritrea, pasar miseria viene de serie. La vida es un castigo y él aprendió a sufrirla desde niño. La pobreza robó su infancia muy pronto. Sin apenas darse cuenta, tenía ocho hermanos a su cargo. Su ayuda en casa era obligatoria. Tan necesario como si fuese cabeza de familia, en la granja. Para tener que comer. Sus manos se agrietaron rápido. De arar. Ni siquiera en su adolescencia, pudo escapar a las arrugas que da la hambruna. En África todo llega rápido. Por la fatiga. Por la ignorancia de Occidente. Creció entre arena y polvo. Al olvido de la civilización. En Kakebda. Entre ganado y una tierra arrugada que, aunque vecina al mar, al cuerno de África, no siempre daba agua, secando los estómagos en hambre punzante. Eso era dolor.

    Pero, un ratito al día, era feliz. Camino de la escuela. Quince kilómetros de estepa afilada que devoraba en dos tandas con una vieja bicicleta. Al ir y volver a casa. Subía las laderas como un antílope. Sentía que era uno más de los que oía en la radio de su padre. Los que subían montañas de verdad. Su talento no se hizo esperar. En juveniles ganaba muchas carreras. La selección de Eritrea lo convocó rápido. Acelerando su progresión, su crecimiento prematuro. Ya estaba acostumbrado a ser mayor siendo niño. Con 18 años le llevaron a correr con la selección amateur de Eritrea. Sus ojos, oscuros y brillantes, empezaron a soñar por él. Pero eso no era suficiente. Quería que todo fuese de verdad. Ser un ciclista profesional. Correr en Europa.

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    En 2013, le convocaron para correr un Mundial, el de Florencia. Su familia se enorgullecía. Tenían un héroe en casa. En cambio, Awet, cuando se despidió de sus hermanos, de sus padres, les devolvió una mirada nublada, abanderada de un mensaje mudo, hastiada de un país que castiga la pluralidad con el odio. Con represión. Al amparo del arma más letal que ha desempañado jamás el hombre civilizado. La indiferencia. No volvería a casa.

    Tras el Mundial, habló con el mecánico de la Selección. Juntos abandonarían la concentración para irse a Suecia. Allí pedirían asilo como refugiados. Había una importante comunidad de eritreos. Saldrían adelante. Su mecánico y él se desearon suerte. Luego se perdieron la pista. Awet se dio de bruces con Europa. Se le denegó el asilo. Era un “sin papeles”. Tuvo que aprender a vivir a escondidas. Mantenido por otros compatriotas que le ofrecieron un colchón en el suelo de su casa. Conoció el frío. Las noches largas en habitaciones súper pobladas. Pero, con suerte, un hombro amigo donde lamentar un futuro ciclista que quizás jamás tendría.

    Awet trabajó de lo que pudo. Con lo justo para recibir una ayuda gubernamental y poder enviar dinero a sus padres, yendo a la escuela y aprendiendo una lengua tan extraña como necesaria para obtener los papeles en regla. Su salvoconducto para existir como ser humano. Para obtener su dignidad.

    A finales de 2015, tras dos años en Suecia, consiguió los papeles. Y, como si fuera un pequeño guiño de un destino que siempre había sido esquivo, consiguió dar con el Marco Polo Cycling Team, un equipo con sede en Holanda que estaba formado con ciclistas como él: De refugiados. Allí conoció otros Eritreos. Un grupo de chicos flacos, desgarbados. Aún con la mirada apagada. Minada en sueños rotos. En tiempo perdido.

    Awet, al igual que el resto, sintió que ahora sería distinto, que la vida cobraba sentido. Quiso mostrar su potencial. Sólo necesitaba una bici. Pedalear fuerte por los dos años que le habían robado. Enseguida destacaría en las diferentes carreras en las que participa. Ante su proyección, el equipo holandés contacta con un colectivo gemelo: El Proyecto Ciclista Solidario Ner Group, con sede en Guipuzcoa, para que se hagan cargo de los eritreos durante la temporada 2016, al menos durante una parte del año.

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    Los hermanos Gurrutxaga (Asier y Mikel), como principales promotores del proyecto, aceptan de buen grado y, tras hablar con el Ayuntamiento de Idiazabal, consiguen ofrecer un alojamiento a los Eritreos. Awet, ante el asombro de todos, no tardará en volver a retomar las sensaciones que había sentido en Holanda, el mismo que cuando abandonó Italia, tras correr aquel Mundial. Se sintió como un pez que, tras ser capturado, regresa al mar.

    Adrian López, preparador y colaborador del Proyecto Ciclista no salía de su asombro. Los hermanos Gurrutxaga sólo podían asentir. Nunca olvidarán aquel test en la subida a Urkizu, en Tolosa. Punto donde numerosos ciclistas amateurs y profesionales prueban sus números antes de las competiciones más importantes. Awet subía con tremenda facilidad. Como si nunca hubiese dejado de montar en bicicleta.

    Las competiciones en las que participaron posteriormente no dejaron lugar a dudas. Su quinto puesto en la general final de la Vuelta a Cantabria amateur les dio la razón. Tras terminar la temporada hablaron con Mauricio Sánchez, el Manager del Cartucho. es, para que corriera con el equipo amateur la temporada siguiente, en 2017. Aratz, compañero de Asier y Mikel, se ofreció a albergar a Awet en la casa que compartía con Aitziber, su pareja, en Idiazabal. Ya no tendría que volver a Suecia.

    Sin embargo, tras los entrenamientos que el equipo madrileño compartió a principios de año con el primer equipo, de reciente creación y de categoría profesional, el Kuwait- Cartucho. es, Awet volvió a reflejar lo que ya detectaron Asier, Mikel y Adrián. Tenía algo especial.

    Mauricio, que también dirigía la estructura profesional, habló con su equipo técnico. De una decisión de cinco minutos consiguieron dar sentido al sueño de toda una vida. Tras la presentación con el equipo filial, Mauricio llamó a Awet: “Ven chico, queremos hablar contigo, creemos que no debes de llevar más ese maillot”, le dijeron. Awet, aún vestido con la equipación del equipo filial, no entendía a que se referían. Llegó a pensar que se habían arrepentido y que ya no querían contar con él, pero cuando Magro le dijo que se pusiera el Maillot del primer equipo, entonces se dio cuenta. Le ofrecían ser profesional. Dar sentido a su vida. Sin apenas capacidad de reacción sus ojos se empañaron, lloró palabras de agradecimiento. Les abrazó.

    Enseguida buscó su telefóno. Llamó a Aratz y Aitziber, para contárselo. Como un niño pequeño. Y a Mikel, Asier, Adrián, Ander Altuna, su entrenador, y a Sergio, de la Fundación Ros Aguilar. Tiene tantos amigos en ese proyecto. Todos han cuidado de él. De sus sueños. Personas que confiaron, como Javier Casanellas y Arkaitz Ruiz: no ha defraudado a nadie.

    “¿No te cansas nunca?”, jadea Rosskopf, que ahora viaja a su rueda. Awet vuelve a comandar el grupo. Apenas cinco kilómetros para meta. Vuelve a sonreír. Si él supiera. Hoy acabarán en Marsella. Camino de la llegada ya se vislumbra el olor a mar, aunque sea distinto al suyo, al Mar Rojo. Revitaliza. Ya se hartó de vivir cansado. Oprimido. Arrodillado en un país que le condenó a huir. A alejarse de sus padres, de sus ocho hermanos, de su granja. Obligado a malvivir escondido. Rogando un subsidio. Como si hubiese hecho algo malo. Europa a punto estuvo de obligarle a tirar todo por la borda. Suecia le acabó dando una nacionalidad. Marco Polo y el proyecto Ciclista Solidario le dieron una oportunidad. ¿Quién está cansado ahora?
     
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  17. javi2011

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    de las mejores de la serie, muchas gracias por abrirnos los ojos
     
  18. labeaga

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    El Stelvio del vitoriano Paco Galdos
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    Paco Galdos, en la subida al Stelvio. Esta foto preside su restaurante Dolomiti en Vitoria.
    El ciclista alavés vivió en ese escenario en el año 1975 uno de los momentos cumbres de su carrera, con una victoria de etapa que desafortunamente no sirvió para convertirle en vencedor del Giro

    El Stelvio el paso de montaña pavimentado de mayor elevación de los Alpes orientales, y el segundo más alto de la cordillera, únicamente por detrás del Col de l'Iseran (2.770 m). El Stelvio debe su fama fuera de sus fronteras, como es lógico, a la carrera por etapas italiana. Su longitud es de 24 km, con un desnivel medio del 7,6%, y debe su nombre a la localidad próxima de Stelvio. En Vitoria y en el mundo ciclista español, su nombre está ligado ya por siempre al del alavés Paco Galdos, ganador en lo alto en 1975, su gran año en las rondas italiana y francesa.

    Aquel Giro de 1975, en el que Galdos forjó parte de su leyenda, contaba con la ausencia de Eddie Merckx, que había decidido apostarlo todo al Tour. Pero Galdos, a pesar de sentirse pletórico de fuerzas, no contaba con el poder de los italianos, de Giovanni Battaglin, Vladimiro Panizza... pero sobre todo del desconocido Fausto Bertoglio.

    Galdos se vistió de rosa ese Giro en la llegada a Campobasso, una etapa con tres puertos de montaña más que apta para sus piernas. El vitoriano mantuvo la maglia sin problemas. "En la octava etapa", cuentan las crónicas, "entre Potenza y Sorrento, nuevamente con tres puertos de montaña, poco importa la escapada victoriosa de Marcello Osler. Lo importante es que el vitoriano se pega a la rueda de Battaglin, Conti y Bertoglio. Gimondi llega a más de minuto y medio del cuarteto y se aleja de la victoria final".

    "En la decimotercera, con Galdos llevando diez días ya la preciada maglia rosa, se disputa la primera crono larga. No es la especialidad del vitoriano y por eso debe ceder la prenda nuevamente a Giovanni Battaglin, el vencedor, y no sólo eso, pues Bertoglio consigue adelantarle también". Al día siguiente hubo otra prueba contra el cronómetro, esta vez una cronoescalada al Ciocco de 13 kms. Bertoglio vence y desbanca a Battaglin del liderato. Paco Galdos queda cuarto, pero a 102 del nuevo líder y aunque se sitúa segundo de la general, está ya a 2 minutos justos de él.

    Igualdad absoluta en las siguientes etapas

    La igualdad es absoluta en las siguientes etapas. En el segundo sector de la decimoséptima, con subida a La Maddalena, Bertoglio, que está haciendo la carrera de su vida, añade cuatro segundos más a su renta sobre Galdos. Al día siguiente, Roger de Vlaeminck consigue su sexta victoria de etapa, mientras Gimondi, Bertoglio, Galdos, Lasa y Panizza llegan juntos. Para entonces, Battaglin ya se ha descartado para la victoria final. La decimonovena etapa ve cómo el colombiano Martín Rodríguez logra la segunda victoria para su país en una gran vuelta, después de la que él mismo consiguió en 1973. "Quedan dos etapas para el final y todo parece decidido. Bertoglio es líder con una cómoda ventaja de 204 sobre Paco Galdos", agregan los cronistas.

    Sin embargo, las dos últimas etapas son las más terroríficas. Galdos, nada acostumbrado a atacar, sabe que se está jugando la gran oportunidad de su vida. La vigésima etapa, entre Pordenone y Allenghe, con la Staulanza, Santa Lucía, la Marmolada y el Pordoi, es el marco ideal para tratar de obtener la gloria y salir del cuasi anonimato al que otros grandísimos corredores españolas como Fuente, Ocaña, Lasa y Perurena le habían sometido en los últimos años.

    Dicho y hecho. Galdos esperó al último puerto, el mítico Pordoi, para lanzar su asalto al liderato. Se deshizo de Bertoglio y de Gimondi y su ventaja fue en aumento. Cuando Galdos asomó en cabeza por la cima, la ventaja es de casi un minuto. En la meta se impone el insaciable De Vlaeminck, pero Galdos logra sacarle 120 a Gimondi y 123 a Bertoglio. Los demás llegarán como mínimo un minuto más tarde.

    Por fin, el Stelvio

    La etapa final se antojaba apasionante. La ventaja de Bertoglio se había visto reducida a 41 segundos y el Giro finalizaba en otra cima mítica: el Stelvio. España pudo asistir por TV en directo al desenlace, con el país paralizado en busca de la gesta final de Galdos. Antes del Stelvio había dos puertos (San Pellegrino y Costalunga) que no decidieron nada. Paco Galdos se lo iba a jugar todo en el Stelvio, a casi 3.000 metros de altitud. Confíaba en que el oxígeno se le acabara a su gran rival. "Ambos se sabían en el mejor momento de sus carreras deportivas. Era ahora o quizá nunca".

    "Por eso, Paco Galdos lanzó su previsto ataque en el ascenso. Nadie le pudo seguir. Solo uno. El líder, la maglia rosa, consiguió pegársele como una lapa", agregan quienes recuerdan su gesta en las páginas especializadas. Pero Paco no consiguió zafarse del marcaje de Bertoglio. No era hombre de "hachazos" y su fuerte ritmo lo aguantó el italiano hasta la meta. Ganó Galdos, pero la victoria de etapa, su primera gran victoria en una grande, le produce una profunda tristeza y decepción. Bertoglio ganó el Giro y ni siquiera su victoria final en el Gran Premio de la Montaña, ex-aequo con Andrés Oliva, le podría consolar.

    Así se contó: "Tres años después (1975) sucedió algo similar. Tampoco disfrutó allí de su victoria el vitoriano Paco Galdos. Aún era un ciclismo antiguo, pobre y maravilloso. Todavía quedaba aventura. Las rampas del Stelvio amanecieron con una pintadas insólitas: 'Aúpa Galdos'. Las había escrito un aficionado bilbaíno, Fernando Ateca, que en pleno viaje de novios se había desviado hasta el Giro. Tras esquivar a la policía suiza, que no quería dejarle pasar, y aparcar su coche matriculado en Bilbao junto a un muro de hielo, tintó cuantas curvas pudo. Quería asistir a un día histórico: ver ganar a Galdos el Giro. No pudo. Antes de salida, Bertoglio, el líder, tenía 41 segundos de ventaja sobre el alavés. Igual que en la meta.

    Lasa y Perurena pusieron vértigo en la subida. Luego fue Pozo. El Kas en pleno quiso dinamitar la subida. A falta de 17 curvas, Galdos echó a por el Giro. Cayeron bajo su rueda Perletto, Panizza, Gimondi, De Vlaeminck, Baronchelli..., pero no Bertoglio. A dúo en el Stelvio. Era el último puerto del Giro. La última etapa. El final. Y los dos llegaron juntos. Ahí se filmó otra imagen histórica: Galdos, engorrado, entraba ganador de la etapa con los brazos apretando el manillar. A un metro, Bertoglio lanzaba los suyos al cielo del Stelvio".

    Después del Giro, Galdos acude de nuevo al Tour.La presión y el cansancio del Giro le impiden hacer una buena carrera y a dos días del final pone pie a tierra por segundo año consecutivo. Antes de acabar la temporada, Galdos ganará la Subida a Arrate. 1975 fue un gran año para él.
     
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  19. labeaga

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    Fiorenzo Magni: el tercer hombre

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    El ciclista Fiorenzo Magni.

    Cuando en 1949 Orson Welles se asoma a las pantallas de todo el mundo como Harry Lime, la prensa italiana encuentra la definición perfecta para Fiorenzo Magni: el tercer hombre. El que siempre permanecerá a la sombra de los inmortales Coppi y Bartali. El de la vida vergonzante, el pasado turbio. El de los éxitos extraños, el estilo tosco, la imagen sin glamour. Fiorenzo Magni, el tercer hombre. Y, sin embargo, este desconcertante ciclista también podría ser otra de las obras de Welles: F for Fake (1973), una historia de espejos y engaños donde nunca nada es lo que parece…

    Y ¿quién fue realmente Fiorenzo Magni? El 24 de febrero de 1947 era nada menos que un hombre declarado no culpable por un tribunal de Florencia, acusado de delitos de sangre. Delitos que parecen muy lejanos a un deportista de élite. Pero a Magni le gustaba el negro, y eso lo definía casi tanto como la bicicleta. Camisas negras, símbolos del Estado fascista, de las fuerzas paramilitares de Mussolini. "El que vota por la Democracia Cristiana vota por Bartali, el que vota por el MSI (el partido neofascista italiano) vota por Magni", reza una pintada en la Roma de 1951. Fiorenzo era la imagen de todo aquello que Italia quería olvidar pero nunca pudo en los agitados años de la posguerra.

    Cuatro años antes de aquel juicio, en octubre de 1943, Italia está partida en dos. Tras la intervención aliada en Sicilia y la deposición de Mussolini parecía que la caída del régimen fascista sería sólo cuestión de tiempo. Pero Hitler tenía otros planes, y, con una operación alucinante ejecutada por Otto Skorzeny en pleno Gran Sasso, libera a Mussolini y proclama, poco después, la República Social Italiana o República de Saló, un régimen títere de los nazis que gobernaba el norte de la península. Era el comienzo de la sangrienta guerra civil que asolaría Italia durante los dos años siguientes y cuyas heridas aún sangran en el corazón de la bota.

    Era, también, el punto de partida de multitud de enfrentamientos armados entre tropas paramilitares fascistas y grupos de partisanos. Uno de esos choques, uno de los más dramáticos, se conoce como la "Masacre de Valibona".

    "Fue él", decía la viuda del partisano Laciotto Ballerini, "fue Magni, el de Prato, el ciclista, quien mató a mi esposo, el que días después fanfarroneaba orgulloso de haberlo asesinado". Su marido había caído víctima de una emboscada en Valibona, una pequeña colina aislada en las inmediaciones de Calenzano, donde un grupo de partisanos dirigidos por el propio Ballerini y el inglés Stuart Hood fueron sorprendidos por una cincuentena de fascistas armados el 3 de enero de 1944. Tres partisanos cayeron en Valibona, y otros cinco fueron capturados y torturados horriblemente. Y allí, vestido de negro, participando activamente, estaba Fiorenzo Magni, el corredor. O, al menos, eso decía la viuda de Ballerini.

    En contra del ciclista hablaban sus ideas y su pasado. Magni no solamente era declarado fascista, sino que había tenido conexiones con la llamada Banda Caritá, un grupo armado que actuaba con violencia inusitada, de la mano de los nazis, en la Toscana. Algunos dicen que la Banda Caritá llegó a interceptar a Bartali en uno de sus viajes hasta Asís, esos en los que llevaba documentos que salvaron la vida a más de 800 judíos. Que sospechaban del piadoso Gino, y que al final lo dejaron marchar. Quizá, de ser cierta esta historia, fuera el propio Magni quien salvó la vida de Bartali. O quizá sea todo leyenda.

    Con estos datos no es de extrañar que Magni fuera uno de los 24 antiguos fascistas que fueron formalmente acusados por la Masacre de Valibona. Entre los testimonios del juicio destaca el de Alfredo Martini, también ciclista, luego legendario seleccionador de Italia durante décadas y hombre muy respetado por su integridad moral, que había sido combatiente partisano durante la guerra. Su relato en el juicio fue escueto, con palabras muy medidas, con silencios extraños que parecían esconder una verdad no revelada. Al final el tribunal declara a Magni no culpable por falta de pruebas. No irá a la cárcel, pero cargará con la condena popular toda la vida. A ojos de la sociedad había sido uno de los pistoleros de la Masacre de Valibona.

    Al menos hasta 2010. Ese año se desclasifican documentos oficiales presentados durante el juicio que dan una imagen completamente diferente del proceso y del propio Magni. En ellos se lee que Fiorenzo había participado activamente en la lucha antifascista, prestando un notable servicio a la causa de la Liberación. Que había llevado en su bicicleta, igual que Bartali, documentación valiosa para los partisanos. Que había resultado una ayuda preciosa para dicha labor en la zona de Toscana y Monza. Y que la historia del ciclista del fascio, del pistolero sobre ruedas, del asesino desalmado era incierta. Al menos matizable. Al menos digna de reescribirse. F de Fake.

    Pero Magni también era el tercer hombre. Porque Magni fue ciclista, pero fue ciclista al mismo tiempo que Bartali y Coppi, Coppi y Bartali. Fue ciclista cuando solamente podían existir dos ciclistas, en una Italia bipolar donde los amores se repartían solo entre dos corazones. Él siempre tuvo que conformarse con ser el tercero...

    Y eso que Magni fue un pionero, un innovador que llevó al mundo de las dos ruedas mecenas ajenos a bicicletas o neumáticos. En 1952 la marca de cosméticos Nivea desembarca como copatrocinadora primero y espónsor principal después de la escuadra ciclista donde corre Fiorenzo. Sus compañeros se burlan, el hombre calvo y desgarbado, de modales ariscos, era tomado como imagen de una empresa para el cuidado de la piel. Magni escucha y calla, sabe que los tiempos están cambiando, que Alcyon, Dunlop o Peugeot ya no serán los únicos nombres en las carreras. El futuro le dará la razón, y hoy son cientos los sectores empresariales que han vuelto sus ojos al ciclismo como vehículo de promoción.

    Y Magni fue, más que cualquier otra cosa, un atleta del sufrimiento. Cuando todo parecía perdido, cuando las condiciones eran más adversas, sacaba fuerzas de flaqueza y continuaba adelante. Como los flandriens: cuanto peor, mejor. Quizás por ello ganó tres veces seguidas el Tour de Flandes, por tener esa misma mentalidad guerrera, ese pedalear a riñones, con fuerza bruta más que técnica, ese mismo orgullo de león herido. El León de Flandes, aquel también fue Magni.

    Una imagen reflejará perfectamente su personalidad, una en la que se aparece pedaleando sentado sobre su bicicleta, con cara de esfuerzo agónico y un trozo de cuerda atado al manillar y sujeto fuertemente con los dientes. Es el Giro de 1956, el de Gaul y el Bondone, y Magni se ha roto la clavícula en una caída. Renuente a abandonar, llevará el manillar cogido literalmente con la boca para poder guiarlo, para poder aguantar mejor el dolor, para no ascender los puertos dolomíticos gritando en mitad del gentío de aficionados. En Milán será segundo de la general y ganará, al fin, la admiración de todos.

    La admiración, esa que no había conquistado antes con victorias más esbeltas, como sus tres generales del Giro de Italia (claro que en 1948, decían sus detractores, ganó gracias a los empujones que sus seguidores, formando una cadena humana perfectamente organizada, le dieron en el Pordoi), sus tres campeonatos italianos (claro que sus gregarios le remolcaban durante kilómetros y kilómetros al principio de las etapas) o los diecisiete parciales en grandes vueltas (claro que muchas de ellas fueron al beneficiarse de su habilidad descendiendo). Quizá esa admiración se había quedado por el camino porque siempre, siempre, la sombra de la política aparecía de por medio. Como en 1951, cuando durante el Mundial celebrado en Verona el mejor gregario italiano, Bevilacqua, no quiso ayudarle porque "no era italiano, era fascista". Magni quedaría segundo aquel día, y Bevilacqua tercero. O como cuando aún en 2009 surgieron agrias protestas por la utilización de una fotografía suya para ilustrar el centenario del Giro de Italia. Seguía siendo el ciclista del negro.

    Incluso la fortuna aguijoneó poco a poco un palmarés fabuloso que pudo ser mayor con la guinda del Tour de 1950, cuando la selección italiana abandona después de que unos energúmenos la tomaran a golpes con los transalpinos en el Col d´Aspin. Aquel día los italianos fueron recibidos con botellazos y pedradas por algunos espectadores que acusaban a Bartali de haber provocado la caída de Jean Robic, pequeño, bretón, ídolo de toda Francia. Protesta italiana y retirada en bloque de todos sus ciclistas que nadie llora más que Fiorenzo Magni, maillot amarillo en aquel momento y serio candidato a la victoria en París. Sus súplicas no fueron atendidas ni por Bartali ni por Binda, el seleccionador. "Continuaré solo", decía el líder, pero al final tuvo que marcharse con el resto del equipo a Italia. Rabia infinita por no saber dónde podría haber llegado. Jamás pudo tener oportunidad igual en el Tour.

    Ese era Fiorenzo Magni, un ciclista anómalo, un enigma humano. Alguien que tuvo que ver cómo se estrenaba un documental sobre su persona cuando aún estaba en activo, en el año 1951. ¿El título? Por supuesto: Fiorenzo, il terzo uomo.
     
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  20. labeaga

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    La leyenda de Jan Ullrich


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    Jan Ullrich atacó al pie de uno de los puertos que llevaban a Andorra —no recuerdo el nombre— y dejó a todos sin resuello, cabizbajos. En la radio, Ángel González Ucelay se volvía loco: “Ahí va el alemán rumbo a la leyenda, rumbo a Paris, sí, pero… ¿de qué año?” Aún sin cumplir los 23, Ullrich ya había sido segundo de un Tour que hubiera ganado de no dedicarse a prepararle los sprints a Zabel y las subidas a Bjarne Riis y, un año después, su dominio era sencillamente arrollador, incontestable. No solo ganó aquel Tour del 97 sino que su ventaja con respecto al segundo rozó los 10 minutos.

    Aquello iba para largo, para muy largo. La gente empezó a hablar de 6,7, 8 Tours de Francia… Ullrich arrasaba contra el reloj y a pesar de su corpulencia subía con una potencia inaudita. Parecía una versión incluso mejorada de Induráin y se plantó en la salida del Tour 98 como único favorito, sin opción para nadie más, muy por delante de los Olano, Hamilton, Virenque, Jalabert y compañía…
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    En la séptima etapa dio el primer hachazo: etapa y liderato en una contrarreloj exigente, con casi un minuto y medio de ventaja sobre el segundo y más de cuatro minutos sobre Marco Pantani, reciente ganador del Giro de Italia y escalador de los que marcan época. La ventaja conseguida en un solo día era tal que a Ullrich no le importó que el italiano le recortara 23” en Luchon o casi dos minutos en Plateau de Beille. A él le bastaba con controlar a Hamilton y Jalabert, los que le podían hacer daño contrarreloj: a Pantani se le acabaría pronto el gas y el entusiasmo post-Giro.

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    Así siguieron las cosas, inamovibles, hasta la decimocuarta etapa, el primer contacto serio con los Alpes: subida del Galibier y meta en Les Deux Alpes. Los Kelme se mostraron muy activos: Escartín atacó en el penúltimo puerto, Pantani se pegó a su rueda y Serrano les dejó al pie de la última ascensión. Detrás, los Telekom impusieron su ritmo de caza: la ventaja en la cima del puerto era de tres minutos pero tras el descenso se había quedado en poco más de minuto y medio. Todo esto para esto. Era un día espantoso, con muchísimo frío y muchísima lluvia. Justo cuando están a punto de afrontar las primeras rampas de Les Deux Alpes, Jan Ullrich pincha.

    El Telekom tiene que pararse en seco y ayudar a su líder a remontar posiciones poco a poco en un pelotón ya partido en mil pedazos. La paliza que se pega Ullrich para alcanzar la rueda de los mejores es descomunal y para cuando cree que ha llegado, Pantani ya se ha ido de Escartín y de todos, balanceándose sobre la bicicleta, pañuelo al viento e imperial, rumbo al doblete que nadie conseguía desde el gran Induráin.

    A Ullrich se le hincha la cara: ese gesto será su maldición durante años y años. Cuando Ullrich está mal, se infla como un globo y en vez de subir, baja. Al segundo kilómetro del puerto, le empiezan a pasar todos los que él había adelantado anteriormente. Algo va mal. Algo va muy mal. Riis y Bolts se quedan con él, en la vana esperanza de que se recupere y al menos aguante el amarillo. La distancia con Pantani, recordemos, sigue en los tres minutos en la general y solo queda coronar y bajar a meta.

    Pero Ullrich no puede, lleva una pájara de escándalo. La diferencia vuelve a los tres minutos, luego sube a cuatro, luego a seis. Pantani vuela y Ullrich se hunde. A la llegada a meta, “El Pirata” levanta los brazos con rabia y orgullo mientras espera al alemán, que no llegaría hasta nueve minutos después, completamente descompuesto.

    Ahí se acabó la leyenda de Jan Ullrich, en una tarde de perros cerca de un cantón suizo. Tenía solo 23 años, pero no se recuperó jamás de aquel palo inesperado: a base de combatividad y talento consiguió acabar aquel Tour en segundo lugar y ganar la Vuelta a España de 1999.

    Después, su historia fue la de un perdedor. Probablemente, el perdedor con más clase que haya visto nunca. Todos sus duelos con Armstrong, que marcarían los siguientes seis años, seguían un mismo patrón: el americano mostraba debilidades, Ullrich se ponía a tirar como loco, dejándose la piel para machacarlo definitivamente y en ese momento, el de Texas sacaba fuerzas de flaqueza, decía “nos vemos arriba” y pegaba un demarraje seco, a molinillo, que acababa con los pómulos de Ullrich a punto de estallar.

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    Incapaz de superar a Armstrong contrarreloj y muy inferior en la montaña, abusando siempre de desarrollo, Ullrich acumuló a lo largo de su carrera hasta cinco segundos puestos y un tercero, desde 1997 a 2005. Justo el año que su archienemigo decidió retirarse, a él lo retiró la Operación Puerto, una trama anti-dopaje que se llevó por delante a medio pelotón.Triste final para un campeón del mundo, campeón olímpico y ganador de Tour y Vuelta. El hombre llamado a ganar siete veces el Tour de Francia y que se cansó de ver a Armstrong ocupar su puesto.

    Aburrido y sancionado, decidió volverse a Alemania, manifestar su inocencia con cierta desgana, engordar sin límite alguno y recordar su leyenda. Se dice que aún compite, de vez en cuando, en pruebas amateur con un nombre secreto mientras prepara una autobiografía, con la esperanza de que al menos ahí encuentre un final feliz.
     
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