Epica ciclista..Historias de un deporte

Tema en 'General' iniciado por labeaga, 19 Ene 2019.

  1. labeaga

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    El caminante solitario

    Se llamaba Francisco Alomar Florit. Allí, en su pueblo celebran cada año, haciéndolo coincidir con las fiestas, una carrera ciclista “El Memorial Francesc Alomar”. Antes de la salida, todos los participantes se dirigen al monumento y guardan un minuto de respetuoso silencio en memoria de su paisano más popular.
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    Volví a coincidir con Francesc, (asi le llaman por su tierra) bastante tiempo después, una vez que en mi, hizo mella la afición por el sufrido pedaleo. Fue a siete kmts., de Orense en la parroquia de Gustei en la carretera que lleva a Cudeiro. Allí, un monolito recuerda el punto kilométrico donde falleció el protagonista de nuestra historia un 9 de agosto de 1955 a los 26 años.

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    Francisco Alomar fue hijo de una familia de nueve hermanos, uno de ellos, Jaime, seguirìa sus pasos en el ciclismo, llegando a ganar una etapa del Giro de Italia en 1963. La afición de Alomar, le vino en la “mili”, cuando adquirió una bicicleta destartalada, para sus idas y venidas al cuartel. Es justo después del servicio militar, cuando ya aficionado al velocípedo, empieza a competir y tras algunos triunfos en la isla pasa al profesionalismo.

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    Alomar en 1952 queda segundo en la primera etapa del Gran Premio de Catalunya, en el Gran Premio de Bilbao es también segundo de la tercera etapa, y otra vez segundo en la penúltima etapa de la Vuelta a Asturias. En la península le empiezan a conocer como la revelación mallorquina.

    En un año adquiere una notable reputación como ciclista y para muchos rivales es el hombre a seguir.

    En 1953 hace tercero en el Campeonato de España. En la Volta vence en la tercera, etapa Girona-Granollers, escapado como casi siempre. En la Bicicleta Eibarresa obtiene un segundo puesto en la tercera etapa En el Campeonato de España por Regiones, Baleares, con Alomar, Bover y Company, concluye en la segunda posición por detrás de Catalunya.

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    En 1954 continúa obteniendo excelentes resultados. Se impone en la primera etapa de la Vuelta a Mallorca, gana la Vuelta a Aragón después de poner “patas arriba” la clasificación en la sexta etapa, con una escapada solitaria de 155 kilómetros en la que saca casi 7 minutos a Loroño, y otros tantos a Poblet. Por triunfos así, le llamaban el “fugas”, pero su verdadero nombre de guerra era “El caminante solitario”. En el Campeonato de España vuelve a concluir en el tercer puesto, en este caso detrás de Emilio Rodríguez y Bernardo Ruiz. También hace tercero en la Vuelta a Tarragona. Se impone en la Barcelona-Vilada. También vence en la tercera etapa de la Vuelta a Asturias, Se impone además en la Barcelona-Salomó. Alomar, ese año, se convertiría en el mejor ciclista de España por triunfos conseguidos.

    Seleccionado para el Tour, llamada entonces por la prensa española, Vuelta a Francia, tendría una actuación más que notable para un debutante, haciendo tercero en la etapa Briançon-Aix les Bains y segundo en la Mónaco-Marsella. Acaba la carrera en el puesto 31º.

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    De izquierda a derecha, Jesus Loroño – Bernardo Ruiz – Ezquerra – Aldo Botella –Bahamontes – Miguel Poblet

    En 1955 en la Vuelta a Andalucía, no hay prácticamente etapa en la que no se deje ver entre los grandes, como Bernardo Ruiz, Botella, Serra, Gelabert, Poblet etcétera, e imponiéndose a ellos en numerosas ocasiones. En la clasificación final es tercero. En la Vuelta a Asturias hace el segundo. En la Vuelta a Levante es el cuarto. Gana en el Campeonato de España de Montaña disputado en Bilbao. Gana también la primera etapa, Valencia-Castellón, de la Vuelta a Levante. Vuelve al Tour y sufre una caída espectacular junto a Huot y Fernandez, que se retiran. El seguirá luchando con las rodillas tocadas y se llevará por dos veces el premio a la combatividad, que otorga buenos réditos al equipo.

    Por todo, Alomar, es en ese momento uno de los ciclistas españoles con más futuro aunque en su equipo el Peñas Solera Cacaolat tenía al “enemigo” otro componente de su misma edad, que ese mismo año, ya le había arrebatado el triunfo en la Vuelta a Asturias y que cuatro años más tarde ganaría la ronda francesa. Un Castellano Manchego nacido en SantoDomingo Caudilla, una localidad toledana situada entre Torrijos y Maqueda. Se llamaba Federico, sus apellidos sobran e igual que Francisco, también disfrutaría de otro alias de aguerrido luchador “El aguila de Toledo”, si bien es cierto, que jocosamente, también le apodaban, “el Lechuga“, y no por su aspecto afilado y
    delgado, aunque asi lo creían muchos, tal apodo le venía de mote familiar.

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    Federico y Francisco estaban destinados a enfrentarse, estaban destinados a ser lideres de equipos distintos. Dificilmente se podría haber mantenido a dos gallos en el mismo corral.

    La genética de escalador, la raza de Bahamontes, contra el estilo y la fuerza de Alomar. Pero un destino fatal quiso evitar esa confrontación, que pudo haber llenado de líneas periodísticas la épica ciclista española de la época.

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    En agosto de ese 1955, el Equipo ciclista, viaja a la Vuelta a Galicia y en Noya, al finalizar la 3ª etapa, Bahamontes, acusa abiertamente a la organización de ayudar a los ciclistas locales Emilio y Manolo Rodriguez, y convence al equipo para que abandone a excepción de un componente

    Al día siguiente, el Equipo Peñas Solera Cacaolat, ya sin Trobat, (que no quiso abandonar) ni Bahamontes, es decir, los Masip, Corrales, Segú, Alomar y Viudarreta, deciden volver a Orense en bicicleta y de paso estirar las piernas y entrenar.

    Y aquí vino la tragedia y con ella el “lio”, que aún hoy perdura. La crónica oficial habla de que el bidón del agua, pudo ser la causa del accidente que hizo que Alomar cayera y se golpease la cabeza, con el fatal desenlace de su muerte, aunque son suposiciones porque nadie pudo verlo.

    Federico contó tiempo después que Segú le confeso, que momentos antes de la caída, Alomar y el, bromeaban echándose agua de los bidones. No fueron momentos felices para el Toledano, pues a la pérdida del compañero, se sumaron, voces en contra de su decisión de abandonar la competición y convencer al resto del equipo para seguirle. Algunos hablaban de retirarle la licencia y le acusaban absurdamente de que su decisión trajo la desgracia. Pero siendo honestos, Alomar pudo seguir los pasos de su paisano Trobat, y seguir en carrera, cosa que no hizo.

    La prensa nacional dio cuenta de la pérdida de la figura en ciernes del ciclismo español, sin más detalles que el sitio y la posible causa ya mencionada del accidente, que refrendaron sus compañeros.

    Sin embargo, mallorquines de pro, como Climent Picornell, se hacen eco de comentarios ”fuera de cámara”. Dice que poco tiempo después se empezaron a oir dimes y diretes sobre que ocurrió algo distinto, y el “bidón caído” tenia forma de coche negro oficial y personajes famosos en su interior. Unos dicen que si el Marqués de Villaverde y la Carmen Sevilla, otros que si la Lollobrigida y Serrano Suñer. El “yernisimo” o el “cuñadísimo” bien podrían haber sido las máculas de aquel militar gallego “héroe de Africa” que presumió de rectitud.

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    Se dio la circunstancia que al poco de este hecho, apareció una película luego convertida en icono del cine español, sin lugar a dudas la obra maestra de Juan Antonio Bardem. Se trato de Muerte de un Ciclista. En ella, un profesor de universidad interpretado por Alberto Closas y su amante (Lucia Bose), una mujer casada perteneciente a la burguesía, atropellan accidentalmente a un ciclista. Temerosos de que se descubra el adulterio, huyen y ocultan el tragico suceso.
     
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  2. labeaga

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    El Giro de Italia de 1914: el más duro de todos (en una aportación anterior puse una crónica de la primera etapa del Giro de 1914, hoy pongo una crónica de todo el Giro de ese año a la que he quitado la relativa a la primera etapa para no repetir.)

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    En la carrera ideal de bicicletas solo habría un finalista".
    ~ Henri Desgrange,
    Organizador del Tour de Francia, 1903.


    "Mientras un solo corredor termine la carrera, eso es suficiente para mí".
    ~ Armando Cougnet,
    Organizador del Giro de Italia, 1914.

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    Firmando por el inicio del sexto Giro.

    Originalmente el Giro de 1914 fue programado para tener nueve etapas pero una fue cancelada.
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    A los 395 kilómetros, la duración promedio de las etapas del Giro de 1914 fue brutal. Cinco de sus ocho etapas registraron entre 420 y 430 kilómetros. La etapa más corta sería más larga que la longitud promedio de la etapa en cualquiera de los cinco Giros anteriores. En ocho etapas, tendría la misma longitud que el primer Giro, pero con casi la mitad de etapas.

    Con distancias tan largas que cubrir, las etapas del Giro, al igual que las del Tour, comenzaron en la oscuridad de la noche. Cada una de las cinco etapas de más de 400 km se inicio a partir de la medianoche. Ninguna de las otras tres etapas comenzó más tarde de las cuatro de la mañana.

    La primera etapa sale de Milan y llega a Cuneo (este relato es el que esta en una aportación anterior y no lo voy a repetir).

    Para los 37 sobrevivientes de esa etapa (Milan-Cuneo), de apertura épica, el lunes fue un día de descanso, tiempo para lavar y secar su ropa, reparar neumáticos pinchados y prepararse para la etapa dos. Para los organizadores, era hora de reflexionar. Se le preguntó a Cougnet si se arrepentía, si tal vez el inicio de Giro había sido más duro de lo necesario. Su respuesta tomó un poco de la cita que tan a menudo se atribuye a Desgrange: "Mientras un corredor termine la carrera, ¡eso es suficiente para mí!" A medida que se desarrollaban las siguientes siete etapas, la carrera se acercaba más y más a tener solo un finalista.

    Habiendo descansado, los corredores se colocaron en lasalida de la etapa dos a la hora agradable de las 3.45 del martes por la mañana (la mayoría de las etapas en el Tour de ese año también comenzaron alrededor de las tres). La tormenta había disminuido, la ruta de la carrera los lleva desde Cuneo hasta Savona en la costa de Liguria y luego a lo largo del mar a través de Sestri Penente, Génova, Nervi, Chiavari, Sestri Levante, La Spezia y, finalmente, Lucca, después de 340 kilómetros de recorrido.

    Para Alfonso Calzolari (Stucchi), este fue el día en que ganó el Giro de 1914 y grabó su nombre en la leyenda. Rompio la carrera junto con otros dos corredores y fueron construyendo una pequeña ventaja. En el Passo del Bracco, tomó la decisión de dejar a sus dos compañeros y seguir adelante solo. Y solo entró en Luca después de una hazaña en solitario de 120 kilómetros, 23 minutos por delante del siguiente jinete, Giuseppe Azzini (Bianchi), con Costante Girardengo (Maino), Pierino Albini y Rinaldo Spinelli (ambos Globo) poco más de 10 minutos después. ese. Mario Marangoni volvió a llegar el último a línea de meta con un retraso de siete horas detrás del ganador de la etapa (lo que significa que llegó a Lucca poco después de la una de la madrugada del miércoles y nuevamente tuvo que ordenar su propia comida y alojamiento mientras todos los demás dormían).

    De los 37 corredores que aún quedan en la carrera al final de la primera etapa, 27 todavía estaban allí al final de la segunda etapa. Entre los no finalistas estaba el hombre que había liderado la carrera después de la primera etapa épica, Angelo Gremo (Ganna), quien se vio obligado a abandonar la carrera después de que su único compañero de equipo restante se retirara y su jefe de equipo lo abandonó, diciendo que No tenía sentido seguir adelante. Cuando se acumularon todos los tiempos, se descubrió que Calzolari estaba liderando al Giro, a una hora de su rival más cercano (Girardengo, quien le había cedido media hora en ambas etapas).

    Con una hora de ventaja ahora podría sentirse tentado a pensar que la victoria de Calzorlari era segura, algo fácil. Pero en una carrera como la del Giro de 1914, una hora no fue en absoluto suficiente, no con solo dos de las ocho etapas de la carrera realizadas. Además de un par de buenas actuaciones la temporada anterior, una victoria en el Giro dell'Emilia en otoño y el quinto lugar en Milán-Sanremo en el otro extremo de la temporada, Calzolari no era un nombre que aparecía a menudo en La Gazzetta. Y ni su récord anterior en el Giro, ni el de su equipo de Stucchi, sugirió que todavía estaría allí cuando la carrera regresara a Milán. Para Calzolari, tomar la delantera fue la parte fácil, defenderla iba a ser difícil, muy difícil.

    Calzolari rápidamente se dio cuenta de que también tendría que defenderla fuera de la carretera. En el día de descanso, los comisarios lo abofetearon con una penalización de 10 minutos por una infracción menor de las reglas relacionadas con la alimentación (solo había una zona de avituallamiento oficial en cada etapa, y Stucchi le había proporcionado comida fuera de el). Para que los comisarios hicieran eso, alguien había tenido que llamar la atención sobre la infracción: Calzolari iba a ser observado como un halcón por sus rivales y si no podían vencerlo en la bicicleta, por Dios lo pondrían bajo presión. con los comisarios, con cada pequeña infracción quejarse. En una época en que las reglas se parecían más a pautas, era una forma bastante fácil de hacer retroceder el tiempo.

    Durante el miércoles descansaron los supervivientes. Y se prepararon para la etapa más larga de la historia del Giro: 430 kilómetros, un récord que nunca se ha mejorado en el corsa rosa. Una vez más se pusieron en camino a la medianoche. Y a solo 15 kilómetros del escenario se produjo uno de los mayores actos de locura en la historia del Giro, el ataque suicida para vencer a todos los ataques suicidas. Los corredores habían sido detenidos en un paso a nivel pero, para Lauro Bordin de Bianchi, no había que detenerse. Se deslizó a través de las vías del tren en la oscuridad sin ser visto y se dirigió a Roma solo.

    Cuando el pelotón volvió a marchar, nadie notó la ausencia de Bordin, o los que lo hicieron no lo mencionaron. Solo cuando alcanzaron el control en Fucecchio, 15 kilómetros más tarde, se enteraron de la apuesta de gloria de Bordin. Con 400 kilómetros de camino por recorrer, el pelotón decidió dejarlo estar. Pasando por Florencia a las dos de la mañana, la ventaja de Bordin fue de hasta 25 minutos. Amaneció alrededor de San Quirico, a 194 kilómetros de la capital, Bordin, de 23 años, todavía anda por ahí solo. Alrededor de Narni, después de soportar 350 kilómetros y 13 horas de soledad del ciclista de larga distancia y con 65 kilómetros por recorrer, se terminó la fuga de Bordin. Cuatro corredores trabajando juntos pasaron a su lado. Se les unieron otros cuatro y el sexto Giro vio su primer sprint, ocho corredores en la línea en Roma y Costante Girardengo se llevó la gloria, su segunda victoria en la etapa en su carrera en el Giro. Bordin, llegó un cuarto de hora más tarde, el décimo hombre en casa (el piloto de Bianchi ganó el Giro di Lombardia más tarde en la temporada, lo que supongo que es un consuelo). Sorprendentemente, 26 de los 27 corredores que habían terminado la segunda etapa todavía estaban en la carrera al final de la tercera: el día más largo del Giro había sido mucho más fácil que muchos de los más cortos. Incluso para el farolillo rojo, el día había sido menos difícil de lo que su duración sugiere que debería haber sido: Mario Marangoni fue nuevamente el último hombre en casa, esta vez solo cuatro horas detrás del ganador del escenario, llegando a Roma antes de las diez de la noche.

    Después de otro día de descanso, la cuarta etapa llevó a los ciclistas de Roma a Avellino, 365 kilómetros de caminos que requieren que los ciclistas estén en la carretera a las dos y media de la mañana. Girardengo, la estrella del sprint del día anterior y el retador más cercano a la corona de Calzolari, aún a 55 minutos de la ventaja de la carrera en el inicio del escenario, se resquebrajó en la subida en Monte Bove, el campeón de Italia de 21 años de edad (todavía no es el campeón de campeones, se convertiría en 1919), perdiendo casi tres horas en el escenario y cayendo por el GC.

    Calzolari, perdió tres cuartos de hora por haber sufrido sabotaje por parte de sus rivales: una rueda sufrió un pinchazo cuando él y otros pilotos se subieron a sus bicicletas para pasar un obstáculo que bloqueaba la carretera, otra se aplastó mientras se apuntaba a El control en Avezzano. ¿Quiénes eran los saboteadores? Bueno, la sospecha tendría que caer en el escuadrón de la casa de poder Bianchi, quien por casualidad tuvo a Giuseppe Azzini en la carretera, consiguiendo la victoria. Comenzó el día a una hora y tres cuartos de la ventaja de la carrera, pero terminó un poco más de una hora detrás de Calzolari. El Giro estaba a medio camino, cuatro etapas por debajo, 1.600 kilómetros por recorrer, y se estaba convirtiendo en una carrera de nuevo.

    Aunque a mitad de camino, el Giro aún no había llegado a su punto de inflexión, eso sucedería durante la quinta etapa, en la carretera a Bari en el tobillo de la bota de Italia, la parada más al sur de la carrera. Giuseppe Azzini volvió a atacar, Bianchi aprovechó el momento y retrocedió media hora con Potenza. Cuando llegó a Bari y logró victorias consecutivas, su ventaja se había duplicado y la ventaja de Calzolari había desaparecido. Después de casi 1,900 kilómetros de carreras en cinco etapas, solo seis segundos separaron al hombre que ahora estaba liderando al Giro del hombre que había estado.

    Habiendo tomado la delantera ahora dependía de Bianchi extenderla, poner a Calzolari en la espada y devolver a Azzini a Milán como el ganador de la carrera. Y con cuatro compañeros de equipo para ayudarlo, en comparación con el que queda para Calzolari, Bianchi debería haber podido llevar a Azzini a casa. Pero en otra etapa épica en la historia del Giro lo hicieron estallar. La lluvia, la nieve y el aguanieve agitaron nuevamente a los jinetes mientras trabajaban desde Bari hasta L'Aquila. De los 21 corredores que habían sobrevivido hasta el final de la quinta etapa, solo 12 seguían en la carrera al final de la sexta, una etapa que llevó al ganador, Maino, Luigi Lucotti, más de 19 horas para completar (son dos Horas más de lo que Angelo Gremo tomó en la etapa inicial, que fue solo ocho kilómetros más corta).

    Entre los retirados estaba el hombre que habíallegado último en cada una de las primeras cinco etapas, Mario Marangoni, de 19 años. Había terminado la cuarta etapa dos horas por detrás del último corredor. En la quinta etapa, fue uno de los cuatro corredores que llegaron después de que los cronometradores habían cerrado la tienda y se habían ido a la cama. Abandonó durante la sexta etapa, cediendo el último lugar a Maggiore Albani.

    También se fue el líder de la carrera de Bianchi, Giuseppe Azzini, estrella de la cuarta y quinta etapa. En algún lugar del cierre de 20 o 30 kilómetros del escenario, Azzini simplemente desapareció. Se enviaron grupos de búsqueda por él y llegó tarde al día siguiente antes de que lo encontraran, dormido en un granero, desamparado y derrotado, que había sufrido una desfallecimiento épico. Pero antes de que lo encontraran, el Giro descendió a una farsa que vería que el resultado final de la carrera no se decidiera hasta el año siguiente.

    Al final de la quinta etapa, Azzini había liderado a Calzolari por seis segundos. Detrás de ellos, Clemente Canepari, quien había declarado a la raza como el líder del equipo Stucchi de Calzolari, pero ahora estaba montando como el hogar del hombre que lo había usurpado, estaba atrasado dos y tres cuartos de hora. Pierino Albini de Globo estuvo en el cuarto lugar, tres horas y 20 minutos por detrás de Azzini, con Carlo Durando de Maino un minuto por detrás.

    En Popoli, a unos 50 kilómetros del final de la etapa en L'Aquila, Calzolari estaba a 10 o 15 minutos de Azzini, una vez más el líder en la carretera, con Luigi Lucotti a media hora de camino y preparando la victoria de la etapa. Los corredores ya habían estado subiendo y bajando la colina todo el día, escalando a través de la lluvia que se convertía en aguanieve y nieve a medida que subían. Ahora se acercaban al Svolte di Popoli, siete kilómetros de curvas. Calzolari estuvo acompañado por Canepari y Durando cuando, en la escalada del Svolte, decidieron tomar un remolque de un automóvil que pasaba. O así lo dijeron las quejas presentadas ante los comisarios de la carrera por parte de los funcionarios del equipo Bianchi de Azzini y el escuadrón Globo de Albini. Estas quejas tenían cierto peso, un oficial de la carrera había presenciado los acontecimientos y Canepari confesando su crimen. Calzolari, lo negó. (Canepari, quien fue tercero en la clasificación general en el inicio de la etapa (y, por lo tanto, segundo al final, con Azzini desapareció), en realidad afirmó que el auto estaba siendo conducido por un amigo de Calzorlai, incluso sus propios compañeros de equipo aprovechaban sus oportunidades para destronarlo.)

    Si los comisarios hubieran sido consistentes en la manera en que impusieron justicia, los tres corredores habrían sido expulsados de la carrera. Tres corredores habían sido descalificados después de la primera etapa por una infracción similar en la subida a Sestrière. Pero, entonces y ahora, lo único coherente con las decisiones de los comisarios es su inconsistencia. En lugar de descalificar a Calzolari, Canepari y Durando, decidieron relegarlos para que duren en el escenario, dado el mismo tiempo que el último corredor en meta. Y un minuto más, solo para demostrar que los comisarios realmente se referían a los negocios. El último corredor en meta fue el Benjamín del Giro, Umberto Ripamonti, de 19 años (había ingresado en el último año de su adolescencia un mes antes de que comenzara la carrera). Fue el último aspirante que sobrevivió y casi tres horas y media en el día.

    Una penalización de tres horas seguramente debería haber terminado con las esperanzas de victorias de Calzolari. Excepto que a los hombres más cercanos a él en GC se les aplicó la misma sanción, con la excepción de Albini de Globbo, que comenzó el día tres horas antes, perdió otra hora y mucho durante la etapa y, incluso con el beneficio del tiempo de Calzolari. penalización: aún así lo terminé a casi dos horas de la ventaja de la carrera, aún en poder de Calzolari. Pero Albini ahora estaba en segundo lugar en la general, el hombre con más probabilidades de beneficiarse de cualquier cosa que sacó a Calzolari de la ecuación.

    A partir de entonces, el sexto Giro fue disputado en dos frentes: en el camino, en las dos etapas finales; y en habitaciones llenas de humo en los próximos meses. Esas dos etapas finales fueron relativamente sin incidentes, ambas terminaron en sprints, con Albini saliendo arriba en ambas. Otros cuatro pilotos abandonados en la sexta etapa, por lo que solo ocho regresaron a Milán, una décima parte del número que había dejado allí quince días antes (una especie de diezmado inverso, supongo). Algunos de los tetirados salieron a dar la bienvenida a los corredores en la meta del Velódromo Sempione, donde Calzolari fue declarado oficialmente el ganador del sexto Giro.

    Y vinieron los retos legales. La federación italiana de ciclismo dictaminó que Calzolari debería haber sido expulsado de la carrera en L'Aquila y le otorgó la victoria al Pierino Albini de Globo. Una década antes, Henri Desgrange tuvo que aceptar el juicio de la federación francesa de ciclismo cuando decidieron despojar a Maurice Garin de su victoria en el Tour de Francia de 1904. Sin embargo, Armando Cougnet no estaba dispuesto a ceder ante la autoridad de nadie más tan fácilmente como lo había hecho Desgrange, y él y sus colegas en La Gazzetta dello Sport se negaron a alterar el resultado del Giro. El asunto fue a la corte. En febrero del año siguiente ganó La Gazzetta y la victoria del Giro se quedó con Calzolari. La federación italiana apeló y en julio de ese mismo año ganó nuevamente La Gazzetta: la victoria del Giro de Calzolari finalmente se aseguró por completo, 14 meses después de que la carrera hubiera comenzado. Y la Gazzetta no solo aseguró la victoria de Calzolari: el presidente de la federación italiana fue depuesto y Cougnet y sus colegas pudieron instalar un régimen que apoyaba más a La Gazzetta y sus carreras. El Giro de 1914, no fue solo una gran victoria para Alfonso Calzolari, fue una victoria igualmente grande para sus organizadores.
     
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    Última edición: 31 Ene 2019
  3. Iabar

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    Vaya relato. IMPRESIONANTE!!!

    No me queda más que agradecerte el trabajo que realizas con las aportaciones que haces.
    Este hilo es de lo mejor que hay hoy en día en el foro.

    Un saludo
     
  4. labeaga

    labeaga Miembro Reconocido

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    Dieter Wiedemann, el ciclista perseguido por la stasi que se fugó por amor (el compañero Ritxis compartio el caso de la Stasi y Lötsch, hoy os dejo otro huido de la Alemania del Este, esta vez por amor)


    La fascinación de Dieter Wiedemann por el ciclismo nació en su casa, con un padre devoto de las bicis. Esa pasión iría convirtiéndose en resultados deportivos, un camino que en Alemania Oriental, sin embargo, suponía también enfrentarse a ciertos peajes, algunos terribles. Su historia es una de tantas de su época y su país, pero con el ciclismo a un lado del relato y un amor al otro lado del muro. El Muro de Berlín, claro.


    Pronto, ese joven ciclista que empezaba a destacar en carreras menores se convirtió en una verdadera promesa. Y al mismo tiempo, como cualquier joven, también se enamoró. Mientras pasaba unos días en su ciudad se cruzó con una chica de la Alemania Occidental, Sylvia, que había ido a visitar a sus familiares del este. La impresión de ambos fue tal que, tras ese encuentro, empezó entre ellos una correspondencia que les acercaría aún más, justo cuando la distancia entre las dos Alemanias aumentaba tras la construcción del Muro en 1961.

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    En sus cartas ninguno mencionaba nada relacionado con la política, porque ambos temían que la Stasi, el Ministerio para la Seguridad del Estado de la Alemania Oriental, pudiera leerlas. Mientras tanto, el joven ciclista pasó de promesa a realidad y logró el tercer puesto en la Carrera de la Paz de 1964. Esta carrera, que se disputaba entre Polonia, Checoslovaquia y Alemania Oriental, trataba de ser la respuesta comunista al Tour de Francia. Para Wiedemann, disputar ambas competiciones era su gran sueño. Ya había cumplido uno, pero sabía que, como alemán del este, correr la carrera francesa no estaba a su alcance.

    Con la popularidad también llegaron las presiones y poco a poco Dieter comprobaba que su negativa a formar parte del Partido (el Partido Comunista) le restaba posibilidades y su evolución como ciclista peligraba. Además, el amor por Sylvia crecía. Lograron verse de nuevo con motivo de una carrera y ambos se reafirmaron en lo que sentían. Sin tan siquiera darse un beso, porque temían que los vigilaran. Entonces, llegó el momento.

    La escapada de su vida
    Mientras formaba parte de la delegación de su país que disputaba la clasificación para las Olimpiadas de Tokio en Giessen, una ciudad de la República Federal Alemana, Wiedemann desertó. Se montó en su bicicleta y empezó a pedalear, alejándose del hotel donde se concentraba. Su decisión tuvo consecuencias para su familia, su hermano, otro joven ciclista que destacaba, fue apartado del equipo que formaba parte en la RDA. Sus padres poco a poco se distaciaron de él, con un supuesto intento de suicidio por parte de su madre, y no asistieron a su boda con Sylvia, mientras que su adaptación a su vida occidental se hacía difícil.

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    Eso sí, su dedicación y valía le sirvió para alcanzar el sueño de participar en el Tour de Francia, aquel año en el que Tom Simpson fallecería en el Mont Ventoux. A pesar de ello, su carrera de profesional no era suficiente para mantener a su incipiente familia, decidió renunciar a su pasión y retirarse del ciclismo a los 26 años.

    Dieter nunca apareció en las portadas de los diarios, pese a que le ofrecieran dinero por ello. Nunca quiso, por temor y prudencia, agrandar la brecha que había abierto entre la vida que había abandonado y la que eligió. Solo años después, muchos después de caer el Muro, cuando el periodista Herbie Sykes descubrió su historia, comprobaría que los archivos de la Stasi recogían el seguimiento y las sospechas que pesaban sobre él, y las presiones que ejercieron tras su huída.
     
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  5. Gilbo

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    Lliones en la Extrema-dura
    Gracias por el hilo labeaga muy bueno, merece la pena. Algunas anécdotas ya las conocía otras no, me esta sirviendo para hacer mas llevadera la recuperación de una caída, así que en este caso tiene efecto terapéutico jeje.
     
  6. labeaga

    labeaga Miembro Reconocido

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    Animo y a recuperarse pronto
     
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  7. labeaga

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    El día que El Tarangu ganó con una pierna

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    Todavía se recuerda como uno de los grandes días del deporte asturiano: el 6 de mayo de 1974. José Manuel Fuente Lavandera (30-9-1945, Limanes; 18-7-1996, Oviedo), más conocido por el apodo familiar de El Tarangu, no iba a correr la Vuelta a España ese año, pero pidió entrar en la alineación del KAS cuando supo que pasaba por su tierra. De hecho, todo su afán durante la primera parte de la carrera fue coger el maillot amarillo para llegar líder a Asturias, a esa 13ª etapa entre León y el Naranco, que se estrenaba como meta de la ronda

    Como en sus mejores sueños, Fuente comenzó la subida en solitario de amarillo, ante un público numeroso y eufórico, que le aupó con sus ánimos a la victoria con 50 segundos sobre Miguel María Lasa. Por detrás, la situación era bien diferente para su gran rival, Luis Ocaña, a quien los aficionados insultaban y hasta escupían. Al Tarangu no le gustó esta actitud y, al día siguiente, buscó al ciclista del Bic para darle un abrazo.

    Fuente cruzó la meta con la pierna izquierda levantada. El gesto tuvo varias interpretaciones. Se dijo que el mensaje del Tarangu iba dirigido a sus rivales: “He ganado con una sola pierna”. Pero el asturiano explicó después que era una muestra de agradecimiento al doctor Capdevila, un cirujano vascular que en noviembre le había operado de unas varices que le producían calambres. Fuente acabaría ganando su segunda Vuelta, no sin agonía: con 11 segundos sobre Agostinho
     
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  8. labeaga

    labeaga Miembro Reconocido

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    Flandes, 1977. Historia de una sombra, un vagabundo y un bohemio


    [​IMG]

    De Vlaeminck en el Tour de Flanders en 1978


    “Una carrera tan bonita… y tú tenías que arruinarla”. Roger apenas puede creer lo que sucede. Acaba de pasar la meta, aún está en éxtasis, el objetivo de tantos años al fin cumplido. Y entonces allí se planta aquel hombre, aquel tipo gigantesco que huele un poco a pescado y le habla a gritos, rojo su rostro, las venas a punto de partírsele en el cuello. “Sí”, dice, “lo sabes perfectamente, has arruinado esta carrera”. Roger, Roger de Vlaeminck, niega. Qué va a hacer. Se lo llevan al pódium. No olvidará el momento.

    El domingo 3 de abril de 1977 hace frío y llueve en la Minderbroedersstraat de Brujas. Los ciclistas tienen que recorrer 256 kilómetros retorciendo los exigentes caminos flamencos antes de llegar a Oudenaarde, donde acaba ese año De Ronde van Vlaanderen. Entre medias muros, adoquines, nieve. Caídas, enganchones y pasión, mucha pasión, la de un pueblo que es más que un pueblo, que es todo un pueblo. La carrera más importante para los flamencos. Cerveza y gritos. De Ronde.

    En 1977 Eddy Merckx es la sombra de una leyenda. Lleva diez años sometiendo a su cuerpo a tales cargas de exigencia, castigando a su organismo con una severidad tal que, al final, sus músculos han dicho basta. Son tres años sin ganar una Gran Vuelta, y sus apariciones en cabeza durante las Clásicas son cada vez menos frecuentes. Corre, de hecho, con un maillot extraño, ese azul y blanco de la Fiat que dirige Geminiani y que viste a un hombre cansado, a un rostro contraído por el esfuerzo, casi marcado por una vejez que no es tal. Pero los héroes que retan al tiempo ven cómo el tiempo acaba por tomarse su venganza antes en ellos que en el resto de los mortales. Merckx es, ese 3 de abril de 1977, una leyenda, sí. Pero una del pasado.

    Con todo, es Eddy Merckx. Nada menos que Eddy Merckx. Sobre todo Eddy Merckx. El mejor ciclista de todos los tiempos. Aquel que ha dominado aquella carrera un par de años antes con una demostración titánica. Ya no gana casi nunca, vale, pero sigue siendo él. O Él. Por eso, cuando a falta de algo más de cien kilómetros a la meta, Eddy Merckx se marcha en solitario, todos los ases se miran. No se desprecia a quien venció batallas en solitario ante ejércitos enardecidos. No se toma en broma a quien dibujó versos en el barro. El pelotón se estremece. Eddy rueda solo. Todos sienten que algo está a punto de pasar. Los grandes capos pasan a las primeras posiciones del grupo. Entre ellos, claro, Maertens.

    Freddy Maertens resulta tan icónico que, en ocasiones, parece un producto inventado. El chico rubio, alto, fuerte. El emblema de un pueblo, el flamenco de pura casta, el que corre para ese Flandria que es más que un equipo, que es más que un grupo, que es nada menos que el latir de una nación que se siente existir pero no contempla su existencia. Maertens es, además, un poquito bohemio, pero también ciclista. Uno de los mejores, si no el mejor del planeta por aquel entonces. Un devorador de victorias que viste el maillot de campeón del mundo. Y alguien que, además, odia a Eddy Merckx. Porque Merckx, flamenco de nacimiento como confiesa su apellido, cruzó con su familia la frontera lingüística siendo un niño. Y lo hizo con todas las consecuencias. Habla ambos idiomas, pero se expresa mejor en galo. Y, suprema osadía, pronunció sus votos matrimoniales en francés. A partir de entonces los flamencos, los ciclistas flamencos, han prometido odio eterno a Merckx. Desde el viejo y retirado Van Looy hasta Verbeeck o Monsere. Y, el que más de todos, Maertens. Maertens con su forma alocada de correr, con su velocidad final, con su manera de mandar en las carreras, siempre en cabeza, siempre al ataque. Estilo Merckx, le dicen los periodistas. Y él replica, airado. “Estilo Maertens, siempre estilo Maertens”. Ambas estrellas tienen un enfrentamiento personal desde el Mundial de 1973, el que debió ser para Eddy, el que casi gana Freddy, el que se llevó Gimondi en un caluroso Montjuic. Si depende de Maertens, Merckx no ganará. Por eso a nadie sorprende que el joven salte del grupo. Y que a su rueda se suelde Roger de Vlaeminck.



    Ambos recuperan rápidamente terreno sobre un Merckx que, con todo, sigue ampliando diferencias sobre los demás. La batalla es intensa, cruenta, y se reproduce en ocasiones bajo la nieve, siempre con un frío glaciar por paisaje. Los rostros de los protagonistas están contraídos, manchados por el barro, enmuecados de dolor. La pareja se va acercando a Eddy que, a su vez, avanza de forma decidida hacia el gran muro. El Koppenberg.

    La organización ha sido clara, no permitirá cambio alguno de máquina antes o durante el Koppenberg. La razón es que este berg es tan empinado, son tan irregulares sus adoquines (kinderkopje los llaman en flamenco, cabezas de niño, por su disposición totalmente anárquica) que llevar el desarrollo necesario para superarlo puede cambiar por completo la mecánica de la bicicleta. En otras palabras, si pones un piñón lo suficientemente grande para pasar con soltura el Koppenberg quizá estés sacrificando uno lo suficientemente pequeño como para rodar con velocidad en el llano. De ahí la prohibición. De ahí la transgresión de Maertens. Porque Freddy ha cambiado de montura. Ha sido una avería mecánica, dice. Pero los jueces van al coche de Driessens, el director del Flandria, y ven que no hay tal, que la bici está perfecta. Así que, en mitad de la carrera, mientras dos persiguen a uno, se acercan a Maertens. Estás descalificado, puedes continuar corriendo pero no contarás para la victoria. Freddy Maertens no puede creer su desgracia. Y su compañero de escapada, Roger de Vlaeminck, no puede creer su suerte.

    Porque Roger de Vlaeminck, el hombre con mentalidad de vagabundo, el que siempre sabe sacar partido de cualquier situación, está buscando completar los Cinco Monumentos, algo que solamente dos corredores antes que él han conseguido. Uno es el gran ídolo histórico de flamencos como de Vlaeminck: Rik van Looy. El otro, el enemigo impío: Eddy Merckx, quien va ahora por delante de ellos dos. El francófono al que persiguen dos flamencos. Y Roger habla con Maertens. “Tú ya no cuentas, he escuchado al juez, pero, si desfalleces ahora, la carrera va para ese perro de Eddy Merckx. Ayúdame, tira de mí todo el tiempo, y conseguiremos que él no gane. Además, te recompensaré generosamente”, dice sonriendo. Y Maertens acepta, no por el dinero, sino por perseguir a Merckx, por seguir realizando lo que será una constante en su vida.

    Y ambos, claro, alcanzan al viejo campeón. Y lo superan en plena subida al Koppenberg, a ese lugar sagrado que ha decidido la victoria con su influencia muchos kilómetros antes de afrontarse. Y siguen así hasta la meta, siempre el joven Maertens por delante, siempre el zorro de Vlaeminck a su rueda. En la línea de meta no hay sprint. De Vlaeminck entra vencedor, el quinto Monumento diferente, el quinto círculo de Dante, el de la Ira y la Pereza, el del Leteo. Maertens entra sin pedalear, sonándose la nariz, con una gestualidad física que deja bien a las claras que no ha podido o querido disputar esa llegada. Todos han ganado. Roger tiene su quinto monumento, Freddy un buen premio económico y la no victoria de Merckx, y Eddy ha mantenido alto su orgullo de campeón irreductible. Pero el público no está contento. Hay acusaciones de fraude, hay intentos de agresión a de Vlaeminck. Los jueces se acercan a Maertens y le dicen que está readmitido, que podía haber disputado la victoria. El flamenco monta en cólera, grita, amenaza a todos y a todo. Más tarde reculan, vuelven a descalificarle. Hoy en día el segundo clasificado de aquella carrera aparece nominado con una “X”. En el Museo de la prueba, en Oudenaarde, allí donde se exponen adoquines con todos los nombres de cada una de las ediciones de De Ronde van Vlaanderen, la edición de 1977 tiene la particularidad de protagonizar dos kinderkopje. En la primera de ellas aparece el nombre del ganador, Roger de Vlaeminck. En la segunda se puede leer: Freddy Maertens, ganador moral.

    Fue la más recordada de todas De Ronde van Vlaanderen. La más polémica, simbólica y competida. La más tenaz. La de mayor orgullo. Orgullo flamenco. De Ronde.

    Por cierto, ¿recuerdan al airado espectador del primer párrafo? Dos años después aquel hombre enorme que olía a mar (era pescadero) llamó a la casa de Roger de Vlaeminck para disculparse. Era un fan acérrimo de Maertens y no podía entender cómo había acabado aquella carrera. ¿Podría, quizá, reunirse con Roger para acabar de arreglar las cosas? De Vlaeminck se niega, recuerda a aquel tipejo gigantesco. Hable usted mejor con mi hermano Eric. Al final Eric de Vlaeminck y el comerciante se reúnen. “Quizás esto pueda hacer olvidar mi mal comportamiento”. Y 20.000 francos cambian de manos. “Así se resuelven estas cosas”, recordaban años después los de Vlaeminck, “con dinero de por medio”. Y se miraban, pícaros, hablando de más por hablar de menos. Geniales.
     
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  9. ray

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    Hoy me has tardado un poco en servirme la crónica diaria... ;)
     
  10. pepineldelosrolling

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    En mitad del medio, al Norte y cerca del lunes...
    Es sábado hombre:D
     
  11. labeaga

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    Eso eso, que es sábado
    Saludos
     
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  12. labeaga

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    He puesto la foto otra vez.
     
  13. Scooby-Doo

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    De dónde sacas las historias? de un libro o una web? Porque muchas parecen escritas por la misma persona.

    Lo pregunto porque si es un libro, me lo compro.

    Brutales.
     
  14. labeaga

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    Son artículos que voy buscando en internet
     
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  15. ray

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    Lo lamento.Ese es el riesgo que corres cuando la lectura es amena y genera adicción..
    Y los sábados,son un día más como cualquier otro...!!!
    Gracias mil veces.

    ;););)
     
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  16. labeaga

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    LOS MUNDIALES DE CICLOCROSS, POULIDOR Y LOS VAN DER POEL


    En 1965 Raymond Poulidor era ya una de las figuras del ciclismo francés, poco menos que el heredero designado del inigualable Jacques Anquetil. Había terminado a menos de un minuto de su ilustre compatriota en el Tour del año anterior, el quinto y último que ganaría ‘monsieur Crono’, apenas unos meses después de imponerse en la Vuelta Ciclista España, sucediendo precisamente a Anquetil en el palmarés de la ronda española. Así que cuando retornaba a las carreteras de la península ibérica para la edición del 65, liderando el potente equipo Mercier, el ya popular ‘Pou-Pou’ era el gran favorito a la victoria, con el belga Rick Van Looy o el alemán Rudy Altig cómo principales ‘outsiders’ en un recorrido no lo suficientemente montañoso cómo para que los escaladores españoles, cuyos principales exponentes eran Julio Jiménez y Federico Martín Bahamontes, fuesen a tener suficiente terreno para batir en el cómputo total a los potentes rodadores foráneos.

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    Poulidor en el podio del Tour de Francia del 1964, que terminó segundo, por detrás de Anquetil y delante de Bahamontes.
    El inicio de la carrera era fiel a esos pronósticos, con liderato inicial para Van Looy hasta que Poulidor se imponía en la cronoescalada al puerto de Pajares y le arrebataba el maillot amarillo. El galo tomaba ventaja y parecía tener todo controlado. Pero entonces, en la octava etapa, que discurría entre Benidorm y Sagunto, se producía una de esas escapadas ‘bidón’ que el pelotón no se decide a controlar y acaban llegando con una ventaja mayor de la prevista. Entre los ciclistas que cruzaban la meta con más de doce minutos de adelanto sobre el grupo del líder estaba un compañero suyo, el alemán Wolfshohl, que le arrebataba la prenda que distingue al primer clasificado de la general. Parecía que aquello iba a ser una anécdota en el camino al triunfo final de Poulidor, pero pronto quedaba claro en las siguientes etapas que el gregario, una vez vestido de amarillo, no se resignaba a retornar a su papel secundario. Dos días después se fugaba con Julio Jiménez camino de Montjuic, consolidaba su inesperada posición al frente de la general y ya nadie podría desbancarle en lo que restaba de Vuelta. La victoria final era para el alemán, seguido a más de seis minutos y medio por su teórico jefe de filas. Poulidor terminaba en el puesto con el que se le acabaría identificando a lo largo de una larga carrera deportiva en la que no conseguiría ganar ninguna otra gran vuelta: la casi siempre amarga posición de ‘primero del resto’ que le valdría el sobrenombre del ‘eterno segundo’.

    En todo caso, y aunque resultase toda una sorpresa su triunfo, no se trataba de la primera vez que Wolfshohl se interponía en el camino de favoritos nacidos en Francia. El alemán no era un cualquiera en el mundo del ciclismo, aunque bien es verdad que sus mayores éxitos antes de aquella inesperada victoria en la Vuelta a España del 1965 habían llegado fuera del asfalto; lo suyo había sido, sobre todo, el ciclocross.

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    Antes de arrebatarle la Vuelta a España del 1965 a Poulidor, Rolf Wolfshohl ya había sido campeón del mundo de ciclocross en tres ocasiones
    La durísima especialidad típicamente invernal, con sus competiciones campo a través sobre hierba, tierra o barro, era un invento francés de principios de siglo. Y cuando, en 1950, se organizó su primer campeonato del mundo, el ganador fue todo un ilustre del ciclismo galo, el menudo pero fortísimo Jean Robic, vencedor del Tour tres años antes. Al muy querido ‘biquet’ le sucedieron en el palmarés otros dos franceses, Roger Rondeaux, que se impuso en las tres siguientes ediciones, y André Dufraisse, poco menos que imbatible durante el lustro posterior. El espigado ciclista de la región de Limousin consiguió cinco títulos mundiales consecutivos entre 1954 y 1958, dominando especialmente cuando el terreno estaba embarrado y sus largas piernas le permitían distanciarse de sus rivales en los tramos imposibles de negociar pedaleando, dónde no quedaba más remedio que bajarse de la bici, cargarla al hombro y correr hasta alcanzar un terreno menos desfavorable para el equilibrio sobre dos ruedas.

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    Jean Robic ganó el Tour de Francia del 1947 y tres años después fue el primer campeón del mundo de ciclocross
    Tras ganar los primeros nueve títulos en juego en los años 50, el dominio absoluto de los franceses se interrumpió en el último año de década. En el mundial de 1959, celebrado en Ginebra, no sólo no ganaron los galos si no que, por primera vez, ninguno de sus ciclistas subió a un podio cuyo escalón más alto ocupó el italiano Renato Longo. Y, a su derecha, en el peldaño del segundo clasificado, se encaramó ese Rolf Wolfshohl que cinco años después relegaría a Poulidor a igual posición en la Vuelta a España. Entre el italiano y el alemán se repartieron las victorias de los seis siguientes mundiales, con tres triunfos para cada uno, siendo el último de los conseguidos por Wolfshohl el de 1963. Así que cuando llegó a aquella Vuelta cómo gregario, el germano ya era todo un tricampeón del mundo, aunque fuese en una especialidad muy diferente a las pruebas por etapas en carretera.

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    El italiano Renato Longo interrumpió en el 1959 el dominio francés en el campeonato del Mundo de ciclocross, logrando en Ginebra el primero de sus cuatro títulos mundiales.
    Una especialidad que, tras alcanzar en 1965 Longo su cuarto título mundial, con Wolfshohl de nuevo segundo, empezó a vivir un nuevo cambio, con España cómo escenario. El campeonato del mundo del 1966 se celebró en la localidad guipuzcoana de Beasaín, y su ganador fue un belga, de nombre Eric, cuyo apellido, portado por dos hermanos, ha acabado siendo sinónimo de ciclocross y de clásicas: De Vlaeminck. El mayor de la saga de los ‘gitanos flamencos’ (¡de Flandes!) empezó entonces un extraordinario dominio, apenas interrumpido brevemente al año siguiente, en el certamen del 67 celebrado en Zurich, cuando Longo y Wolfshohl fueron primero y segundo por última vez. Fue sólo el glorioso canto del cisne para los dos anteriores dominadores de las pruebas ciclistas fuera del asfalto. Desde 1968 a 1973 nadie pudo batir a Eric De Vlaeminck en un campeonato del mundo. Daba igual que el terreno estuviese más o menos embarrado, que el recorrido fuese más o menos duro, que las cuestas resultasen más o menos empinadas o que se tuviese que recorrer más o menos trecho a pie. El ciclista flamenco, de irascible carácter, extraordinario poderío físico y habilidad poco menos que circense sobre la bicicleta, ganó otros seis mundiales para elevar su cosecha a un total de siete, cifra que, más de cuarenta años después, ninguno otro ha podido siquiera igualar.

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    Con Eric De Vlaeminck y sus siete títulos de campeón comenzó la primera época de dominio belga en los mundiales de ciclocross.
    El dominio belga en los campeonatos del mundo continuó otros dos años, con victorias para Albert Van Damme en 1974 y para el hermano menor de Eric, Roger De Vlaeminck, en 1975. Un triunfo que el extraordinario clasicómano consiguió en la localidad suiza de Melchnau por delante de los dos ciclistas helvéticos que interrumpirían, durante cuatro años, la racha de triunfos de los belgas: Albert Zweifel y Peter Frischknecht. Su doble podio de la prueba de casa no era una casualidad si no el principio de un lustro lleno de éxitos para ambos. Hasta final de la década de los setenta no quedó para sus rivales más que luchar por el bronce. El oro y la plata siempre eran para el dúo de ciclistas vestidos de rojo con la cruz blanca en el pecho: primero llegaba el metódico Zweifel y, a continuación, el más instintivo Frischknecht. Sin embargo, así cómo su dominio había empezado al año siguiente de disputarse el mundial en Suiza, terminó justo cuando el campeonato retornó a su país, en 1980. El maillot arco-iris volvió entonces a Bélgica, en poder de Roland Liboton, el nuevo prodigio del ciclocross venido del país dónde más se practica y ama este deporte.

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    El suizo Albert Zweifel ganó cuatro campeonatos del mundo consecutivos en la segunda mitad de los años 70
    En los cuatro años siguientes, Liboton consiguió otros tres títulos de campeón del mundo (consecutivos además, del 82 al 84) y un subcampeonato (en el 81). Y en las cuatro ocasiones Zweifel le acompañó en el podio, pero siempre por detrás del nuevo rey en eso de pedalear y correr con la bici al hombro. El único que pudo ganarle un mundial al belga en esa mitad inicial de los años 80 fue el holandés Hennie Stamsnijder, primer campeón con la característica elástica naranja de los Países Bajos. Un color que a partir de entonces empezó a ser habitual en los podios de los campeonatos del mundo durante una década que vio, por primera, vez una notable variedad de portadores del maillot arco-iris. Desde el 85 al 95 sólo repitió título el alemán Klaus Peter Thaler (viejo conocido de los aficionados españoles a la ruta tras su doble paso por el Teka), que vivió en el ciclocross una especie de segunda juventud, proclamándose campeón del mundo en 1985, ya cerca de cumplir los 36 años, y repitiendo triunfo dos más tarde. En esa década sólo volvió a vencer uno de los campeones anteriores, el gran Zweifel, que sumó su quinto entorchado precisamente en la edición a caballo entre las dos que terminaron con victoria del germano. Después siguieron ocho ediciones con ocho ganadores diferentes que, además, lograban el título por primera vez: los suizos Richard y Runkel, los belgas De Bie y Herygers, el alemán Kluge y el holandés Baars.

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    Roland Liboton dominó la primera mitad de los ochenta, logrando cuatro títulos y un subcampeonato del mundo en cinco años
    Pero mientras el ocupante del peldaño más alto del podio era casi siempre diferente en esos diez podios mundialistas desde el 85 al 95, en la mitad de las ocasiones se repetía el segundo clasificado: Adri Van der Poel. El holandés terminaba a un paso del triunfo en 1985 y volvía a ser segundo en las ediciones del 88, el 89, el 90 y el 91, además de acabar tercero en la del 92. Palmarés que convertía a Van der Poel en todo un ‘eterno segundo’ del ciclocross… a imagen y semejanza del protagonista en el inicio de este relato, Raymond Poulidor… ¡que además era su yerno! Porque resulta que el ciclista de los Países Bajos, de brillante carrera también en las pruebas de ruta, se había casado a finales de los 80 con Corinne, la hija de ‘Pou-Pou’… y cómo si esa especie de maldición que asoció al galo con los segundos puestos pasase de padres a hijos, aunque fuesen ‘políticos’, lo mismo que su suegro nunca había conseguido el maillot amarillo del Tour, el holandés no lograba vestir el arco-iris del cicloiross por más que lo intentaba. De hecho, el bronce conseguido por Van der Poel en el 92 parecía ser ya su canto del cisne. En los tres siguientes mundiales volvía a haber un ciclista vestido de naranja en cada podio, pero ya no era Van der Poel el que conseguía una medalla para el equipo neerlandés si no sus compatriotas De Vos y Groenendaal. Y eso que, por aquel entonces, el ganador de una Lieja-Bastogne-Lieja, un Tour de Flandes y dos etapas en el Tour de Francia, entre otro buen número de triunfos en ruta, se había centrado ya poco menos que por completo en la especialidad del campo a través, en busca del ansiado título mundial.

    Imágenes de la victoria de Van der Poel en el Tour de Flandes del 1986


    Pero el holandés no estaba dispuesto a resignarse a ese destino que parecía haber heredado por matrimonio. A sus 36 años se presentaba en la localidad francesa de Montreuil, sede de los mundiales del 1996, dispuesto a intentarlo una vez más en la que tal vez fuese la mejor oportunidad para un potente rodador de sus características. El trazado era ancho y rápido, con alguna zona de asfalto y no demasiados obstáculos. Además, las bajas temperaturas convertían las zonas de hierba y tierra en superficies duras y sin apenas nada del pegajoso barro que se agarra a los tubulares, dificultando el avance y quemando las fuerzas de los ciclistas, convertidos en corredores con bici a cuestas durante más tiempo del que les gustaría a los que, cómo el holandés, tienen en el rápido pedaleo su mejor virtud.

    ¡Era ‘ahora o nunca’! Van der Poel se ponía ya en cabeza desde el mismo inicio, liderando el compacto pelotón en la rápida sección inicial de asfalto con la que empezaba y terminaba cada vuelta del recorrido, cuya velocidad apenas disminuía en buena parte de la zona de hierba y tierra, compacta y casi helada por las bajas temperaturas. Enseguida se empezaban a ver en cabeza maillots de color azul junto al vistoso naranja del holandés y de su compatriota Groenendaal. Eran los ‘azzurri’ de los italianos Luca Bramati (el gran favorito, ganador del Superprestigio y la Copa del Mundo de aquel año), y Daniele Pontoni (el ‘astro nascente’ en el país transalpino, vigente campeón nacional y campeón del mundo amateur cuatro años antes). Pero aunque italianos y holandeses marcaban un fuerte ritmo, el grupo apenas si se estiraba y, vuelta tras vuelta, las distancias eran mínimas, configurándose una carrera atípica para lo que se estilaba entonces en una especialidad acostumbrada a las luchas individuales y las grandes distancias que pronto se establecían entre los competidores más y menos fuertes.

    Algo que comprobaba Groenendaal cuando trataba de abrir hueco en el tercer giro y apenas si lograba coger unos segundos de distancia antes de volver a ser alcanzado por sus perseguidores poco después. A tres vueltas del final la carrera seguía totalmente lanzada, el promedio superaba los 28 kilómetros por hora y en cabeza continuaban juntos una buena decena de ciclistas, entre los que además de los dos dúos de italianos y holandeses que llevaban desde el principio al frente, estaban, entre otros, el suizo Runkel, vigente campeón, el belga Verbecke, representante de la nación ‘ciclocrosera’ por antonomasia, y el francés Magnien, principal esperanza del numeroso (¡y ruidoso!) público local, que asistía entusiasmado a una competición extraordinariamente igualada. El galo llegaba a tomar la iniciativa tras abortar otro ataque de un ciclista vestido de naranja, el protagonizado por Van der Poel quien, por unos instantes, había tensado aun más el grupo, cogiendo unos metros de margen en compañía del italiano Bramati antes de ser neutralizados. Nadie conseguía distanciarse y apostar por un resultado empezaba a ser poco menos que imposible.


    La última vuelta se iniciaba con el danés Djernies al frente de un grupo todavía amplio de ciclistas, que se empezaban a vigilar sin por ello dejar de emplearse a fondo, no fuera que llegase alguno otro por detrás y aun aumentase el número de aspirantes a la victoria. Una cifra que se reducía en una unidad al poco de iniciarse el giro final, cuando se iba al suelo el suizo Wabel. Quedaban delante dos holandeses (Van der Poel y Groenendaal), dos italianos (Bramati y Pontoni), un francés (Magnien), un belga (Verbecke) y un danés (Djernies).

    Entonces, los ‘azurri’ y los ‘orange’ tomaban de nuevo la iniciativa cómo habían hecho al principio, liderados esta vez por Pontoni que se lanzaba a toda velocidad por el descenso de la resbaladiza zona de hierba situada antes de uno de los sectores con obstáculos artificiales, que había que franquear con la bici al hombro. Y nada más superarlos, cuando volvía a subirse a su montura para acelerar y coger de nuevo velocidad, al italiano se le iba el pie izquierdo del pedal. Era un instante de duda, suficiente para perder un par de metros justo en el momento en que Van der Poel se levantaba sobre el sillín, imprimía el máximo de fuerza a su pedaleo y atacaba cual si se tratase de un demarraje en el muro de una de esas clásicas de carretera en las que tantos triunfos había logrado.

    El holandés se iba por delante, seguido a rueda sólo por el otro italiano, Bramati, que se mantenía a su espalda. A unos seis segundos, Pontoni recuperaba posiciones, enrabietado por su error y, superando rivales a derecha e izquierda, pronto se ponía al frente del grupo para iniciar la caza, primero tirando del resto, luego en solitario. Al llegar a la última zona de obstáculos, el joven italiano ya estaba a apenas cuatro segundos del dúo de cabeza, en el que Van der Poel continuaba por delante, decidido a que esta vez la victoria fuese suya. El holandés tiraba sin mirar atrás, sabiendo que tenía a un italiano pegado y al otro acercándose a paso de carga. Cuando entraban en el corto sector final de asfalto, los tres ya estaban juntos y al holandés se le encendían todas las alarmas. Eran dos contra uno y, además él era el más veterano de los tres y parecía haber hecho más gasto. Pero Van der Poel se sobreponía al terror de ser segundo otra vez que, por un momento, se había cruzado por su mente y no daba opción a sus más jóvenes rivales. Tomaba la curva final en cabeza y en los setenta y cinco metros en ligero descenso que llevaban a la meta se convertía en un gigantesco muro anaranjado que resultaba imposible de franquear para un agotado Bramati y un desesperado Pontoni. El más rápido de los italianos sprintaba con todas sus fuerzas pero sólo podía rebasar a su compañero ante la atenta mirada del holandés, que se permitía incluso el lujo de echar un vistazo atrás antes de cruzar la línea de llegada con los brazos en alto, saboreando el triunfo tanto tiempo buscado. El ‘eterno segundo’ del ciclocross ya no lo era… ¡por fin se había convertido en Campeón del Mundo!

    Al año siguiente, Pontoni se resarcía de su mala fortuna en Montreuil ganando el mundial celebrado doce meses después en Dinamarca. Desde entonces, sólo han vestido el maillot arco-iris de la especialidad que mezcla pedalear con correr, bici a cuestas, sobre terrenos resbaladizos (¡y la mayoría de las veces enfangados!) ciclistas procedentes de la esquina de Europa dónde más se aprecia el difícil arte de rodar sobre hierba o barro: la situada en la antigua Flandes. Tras el triunfo de Pontoni en el 1998, los belgas han vuelto a dominar, consiguiendo trece títulos más, dos de ellos por parte del nuevo astro del ciclocross mundial, el fabuloso Sven Nys. De los otros seis, tres los ha logrado Zdenek Stybar, poco menos que belga de adopción aunque nacido en la república checa. Y los tres que faltan han sido para holandeses. Uno, el del 2000, para el compañero de Van der Poel en su lucha por la victoria del 1996, Groenendaal. Otro para el explosivo, y no sólo por su apellido, Lars Boom. Y el restante para el último campeón, hasta la fecha, vestido de naranja: un nuevo Van der Poel, de nombre Mathieu, el hijo menor de Adri y Corinne, y, por tanto, nieto de Poulidor.


    Así que, después de todo, lo del ‘eterno segundo’ del entrañable ‘Pou-Pou’ no es una maldición hereditaria… aunque, eso sí, pese a que la familia ya tenga dos campeones del mundo sigue sin contar con alguien que haya ganado el Tour… ¡o siquiera vestido su maillot amarillo al menos un día!
     
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  17. labeaga

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    Los años locos de Laurent Jalabert

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    Laurent Jalabert.

    Camino a los lagos de Covadonga, Pedro González y el resto de comentaristas de TVE fantasean con la posibilidad de que un velocista como Laurent Jalabert se lleve el triunfo en la cima más mítica de la Vuelta a España, la de los Marino Lejarreta y los Lucho Herrrera. Tiene un punto de chiste, de exceso: Jalabert viene de ganar cinco etapas, las cinco al sprint, y se ha colado un poco al azar en una fuga de doce hombres que llega a los últimos quince kilómetros con más de siete minutos de ventaja.


    Aunque el francés tiene opciones, los grandes favoritos son los escaladores Roberto Torres y Carlos Galarreta, seguidos de veteranos sufridores como Johnny Weltz, Jean Claude Bagot o Fabio Roscioli. Con todo, basta la primera cuesta para sacarnos de dudas: Galarreta se va como loco hacia adelante y a su rueda solo le siguen dos corredores: Torres y Jalabert. Con sus idas y venidas, ataques fugaces que quedan en nada, los tres suben medio puerto juntos hasta que Galarreta no puede más y se deja caer.

    La ventaja con el pelotón va decreciendo pero no lo suficiente: a falta de seis kilómetros sigue superando los cuatro minutos y la niebla imposibilita todo tipo de comparación televisiva. Las cámaras se centran en la línea de meta, apenas visible entre tanta bruma, siluetas que pasan de un lado al otro mientras la retransmisión se convierte en una especie de carrusel radiofónico. A pregunta de De Andrés, Sebastián Pozo, uno de los ayudantes de Manolo Saiz al frente de la ONCE, abunda en el tópico: «Sí, Jalabert puede ser el primer sprinter en ganar en los Lagos», una manera como otra cualquiera de alimentar el equívoco.


    Apenas quince minutos después, lo improbable se hace realidad: pese a los numerosos intentos de Torres por dejar atrás al francés, el de la ONCE aguanta y aguanta y acaba demarrando a doscientos metros de meta, sacando ocho segundos a su rival y celebrando su sexta victoria en la Vuelta, que serán siete cuando gane la etapa final con llegada en Madrid. Pocos lo saben pero es el principio de algo nuevo. Jalabert, efectivamente, había sido utilizado por la ONCE como un velocista puro y duro, pero eso había sido un error de cálculo por parte de Saiz, probablemente para preservar la condición de líder absoluto de su ojito derecho, Alex Zülle.

    Ya no hay más margen para el escondite: en Covadonga, tanto Jalabert como Saiz como el propio Pedro González se dan cuenta de que hay ahí algo más que un hombre destinado a luchar por el jersey de la regularidad. Lo raro, viendo su trayectoria, es que no se hubieran dado cuenta antes.

    Los primeros años de un corredor especial

    Jalabert dio el salto a profesionales en 1989 y se consolidó en 1990, con veintidós años, en las filas del Toshiba, un limitado equipo francés. Si hubiera que compararle con un corredor del pasado se podría decir que Jalabert estaba llamado a ser el nuevo Sean Kelly, cuyo declive empezaba a apuntarse. De compararle con un corredor actual sería una especie de Peter Sagan, al menos en estos primeros años, cuando la general no era tan importante.

    Por supuesto, era un hombre rápido, aunque no exactamente un sprinter a lo Jean-Paul Van Poppel, Uwe Raab, Olaf Ludwig o Djamolidine Abdoujaparov. En su primera gran carrera, la París-Niza de 1990, consiguió acabar entre los diez primeros en cuatro etapas distintas, en la mayoría de los casos formando parte de grupos selectos entre los que se encontraban Chiappucci, Fignon, Rominger y otros grandes de la época. Su primera Vuelta a España la acabó sin etapas en el bolsillo pero con un segundo puesto en la clasificación de la regularidad. Como muestra de que era mucho más que un hombre con punta de velocidad, aquel mismo año quedó segundo en la Clásica de San Sebastián, superado solo por un Miguel Induráin en pleno camino a la gloria.





    El segundo año de Jalabert en el Toshiba fue aún mejor: disputó la general de la París-Niza con Tony Rominger hasta el último momento, demostró su capacidad en todos los terrenos consiguiendo un noveno puesto en el Tour de Flandes, un undécimo puesto en Lieja y un séptimo en la Amstel Gold Race. Incluso sobre el pavé de la París-Roubaix fue capaz de quedar entre los veinte primeros. Su explosión definitiva llegó en el Tour, donde acabó hasta diez veces entre los diez primeros, superado por otros velocistas más puros o por el sorprendente Ribeiro en una etapa que nunca debió perder. Para rematar la temporada, acabó octavo en el siempre exigente Lombardía, una competición para escaladores.


    Eso es lo que fichó la ONCE en 1992: un corredor capaz de competir en cualquier circunstancia. Dio un primer aviso en la Milán-San Remo, donde quedó noveno, y se destapó de nuevo en el Tour, con otros ocho top tens y una etapa de las de calidad, de Roubaix a Bruselas, acompañado en escapada ni más ni menos que por Brian Holm Sørensen, Greg LeMond y Claudio Chiappucci. Ganó la regularidad participando en todos los sprints y quizá ahí se forjó una reputación algo injusta. En el exigente circuito de Benidorm, Jalabert se proclamó subcampeón del mundo solo superado por Gianni Bugno y por delante de Tony Rominger, Steven Rooks y Miguel Induráin entre otros.

    Había algo de desperdicio en los objetivos fijados para Jalabert, un desperdicio que se hizo aún más evidente el año siguiente, cuando quedó cuarto en San Remo, la gran clásica de los velocistas, y apenas pudo completar su palmarés con otros tres sprints: dos en la Vuelta a España, incluido el de la última etapa en Madrid, y otro en la París-Niza, su prueba fetiche. Como para demostrar que había en él algo más que un hombre rápido, quedó noveno en la Lieja-Bastogne-Lieja. El Tour en su línea: ni una etapa ganada, pero ocho entre los diez primeros.

    Con veinticinco años para veintiséis, 1994 estaba llamado a ser el año del cambio. Puede que para muchos su victoria en Covadonga fuera una sorpresa, casi un sacrilegio, pero quizá lo raro de aquel año fuera esa facilidad para ganar hasta seis sprints en una época en la que los velocistas no huían de la Vuelta como del demonio. No, aquel hombre no era un Mario Cipollini un Nelissen ni un De Wilde, con todos los respetos. Era mucho más. Y Covadonga había sido la oportunidad idónea para demostrarlo al mundo entero.

    Poniendo a Induráin contra las cuerdas

    Y así, Jalabert dejó de ser un sprinter. Empezó 1995 ganando la París-Niza y no de cualquier manera: en la segunda etapa se fugó en solitario y acabó con un minuto de ventaja sobre el resto del pelotón, una ventaja que consolidó gracias a un segundo puesto en la contrarreloj, su primer gran resultado en esa especialidad, por delante de Alex Zülle y Abraham Olano. En total, acabó entre los siete primeros en siete de las nueve etapas. Un dominio aplastante.

    Aprovechando la ausencia de velocistas puros y duros, ganó San Remo por delante de cinco italianos (Fondriest, Zanini, Rebellin, Bartoli y Fontanelli), después se impuso en la Flecha Valona y fue cuarto en Lieja. Se convirtió en un caníbal, un ganador impenitente y elegante. Con esa facilidad suya para bailar sobre la bicicleta, Jalabert era una bala al aire, nunca sabías cuándo iba a atacar y cuándo iba a esperar, de qué manera iba a matarte.

    No había días libres: fue a la Volta de Catalunya y ganó dos etapas y la general justo antes de participar en uno de los mejores Tours de la historia moderna, el de 1995, aquel en el que la ONCE puso contra las cuerdas a Miguel Induráin y casi le priva de su quinto Tour consecutivo. Para la historia quedará la victoria de Jalabert en Mende, un muro, tras más de cien kilómetros de escapada compartida con otros compañeros de equipo. La cosa no quedó ahí: en las dos contrarrelojes, que sumaban cien kilómetros, fue sexto y séptimo. En las grandes cimas, como Alpe d´Huez o Cauterets terminó entre los diez primeros, algo que también hizo en la exigente llegada a Lieja o en los sprints de Burdeos y París.





    Terminó entre los diez primeros hasta en trece etapas, consiguiendo un meritorio cuarto puesto final en la general y el triunfo en la regularidad, como no podía ser de otra manera. Aquello fue en julio, pero su gran objetivo quedaba a dos meses vista: la Vuelta a España iba a celebrarse por primera vez en la historia en el mes de septiembre. Su obsesión era inscribir su nombre como el primer ganador del nuevo calendario. Una obsesión que quedó patente desde el primer momento.

    Nuevos tiempos para un nuevo calendario

    La Vuelta necesitaba entrar fuerte en septiembre. La decisión de abandonar el tradicional mes de abril para empezar después del verano, en plena coincidencia con el inicio de la liga de fútbol, había recibido numerosas críticas, pero contaba en cambio con una gran ventaja: la necesidad de las grandes estrellas que hubieran fracasado en el Tour de quitarse la espina de alguna manera.

    Es de suponer que otro de los motivos era atraer a Miguel Induráin. La gran estrella del deporte español llevaba desde 1991 sin participar en la gran vuelta por etapas de su país. Las relaciones entre Unipublic y Banesto eran pésimas, empeorando a cada momento, pero eso no impedía que los cortejos se renovaran cada año, siempre finalizados con un sonoro rechazo del navarro.

    Sin Induráin, preparando el Mundial de Colombia, y sin Tony Rominger, que ya había disputado y ganado el Giro de aquel año después de tres victorias consecutivas en España, Jalabert se presentaba como gran favorito para la Vuelta… por mucho que en su equipo repitieran que el jefe de filas seguía siendo Alex Zülle. Como veremos, bien podían haberlo sido Johan Bruyneel o Melcior Mauri, la exhibición fue escandalosa. Tal y como se esperaba, la participación se complementó con figuras de cierto peso buscando resarcirse o complementar su resultado en el Tour: Bjarne Riis, Marco Pantani, Richard Virenque, Piotr Ugriúmov… de todos ellos, solo el francés disputó la general con un mínimo de entusiasmo.

    Ante la ausencia del gran campeón, los medios y la afición se volcaron con Abraham Olano, el lugarteniente de Rominger en el Mapei, por fin con libertad para jugar sus propias bazas. Olano era un corredor asombrosamente parecido a Induráin: misma nariz, misma estructura física, misma —o similar— capacidad para la contrarreloj… A Olano, sin embargo, le fallaban dos cosas: siempre tenía un día malo y no acababa de dar con la tecla para llegar al gran público. De alguna manera, era lo contrario a Jalabert, nacido en Francia pero que, con esa sonrisa perenne y su curiosísimo acento español, parecía uno de los nuestros en un equipo que triunfó en los noventa apostando por estrellas de toda Europa, algo entonces casi contra natura.

    TVE también se volcó con el nuevo calendario: seguía, cómo no, Pedro González y su legendario bigote, pero aquel fue el primer año en el que le acompañó Perico Delgado, con Peio Ruiz Cabestany uniéndose a Carlos de Andrés en las motos. Teniendo en cuenta que ninguno de los participantes había ganado nunca una gran vuelta, se esperaba que al menos la carrera fuera emocionante, con un recorrido que incluía más de ochenta kilómetros contra el crono combinados con numerosas llegadas en alto y unas cuantas etapas para los sprinters. Todo quedó en nada, culpa de un equipo, la ONCE, y de un corredor, Laurent Jalabert.


    La voracidad de Serranillos, la generosidad de Sierra Nevada

    El prólogo lo ganó Abraham Olano, como era de esperar. Segundo fue Zülle y quinto Jalabert, dos de los cuatro integrantes de la ONCE que acabaron entre los diez primeros. El primer estacazo llegó en el Naranco, algo hasta cierto punto esperado: Jalabert ganó la etapa con un ataque mantenido a tres kilómetros de meta. La ventaja de diez segundos sobre Olano y Zülle se vio incrementada por las bonificaciones que se daban en meta.

    Siguiendo con el discurso oficial, Jalabert se quitó cualquier presión de encima: «Yo estoy aquí para echar una mano a Zülle… No voy a disputar todas las carreras en las que participe», dijo el francés, que llevaba compitiendo a primerísimo nivel desde marzo, sin descanso. Su voracidad indicaba lo contrario: Jalabert buscaba segundos en cada meta volante, en cada llegada en grupo. Fue tercero en la cuarta etapa y ganó la quinta, en un sprint que se ajustaba a sus características, ligeramente cuesta arriba. En la contrarreloj de Salamanca, de cuarenta y un kilómetros, consiguió aguantar el liderato con un meritorio segundo puesto, a apenas veintitrés segundos de Olano. Todo estaba a punto para la exhibición del día siguiente camino de Ávila.

    Con Zülle algo retrasado por una caída, Jalabert hizo de Hinault en Serranillos. A más de sesenta kilómetros de meta atacó como un animal y se llevó consigo al italiano Pistore, que solo aguantó hasta el siguiente puerto. Olano se quedó solo atrás, sin compañeros, tirando hasta donde podía mientras los demás favoritos silbaban tranquilos, como si la cosa no fuera con ellos. La ventaja subió rápidamente a los tres minutos y de ahí a los cuatro y casi cinco en meta. Habían pasado nueve días y la Vuelta ya estaba sentenciada: entre los seis primeros, acompañaban a Jalabert otros tres compañeros de equipo: Bruyneel (tercero), Mauri (cuarto) y Zülle (sexto).

    Los cinco minutos de ventaja no bastaron para tranquilizar al galo. En la llegada a las Destilerías DYC acabó segundo, superado solo por el escapado Skibby, en el sprint de Valencia quedó cuarto, por detrás de Wust y Minali, los grandes dominadores de la especialidad, y de un prometedor Erik Zabel. Decidió combinar la voracidad con los detalles generosos, a lo Induráin: en la decimosegunda etapa, con meta en Sierra Nevada, el alemán Bert Dietz llegó a pie de puerto con más de seis minutos de ventaja, pero gracias al empuje de Neil Stephens y Johan Bruyneel, el grupo de favoritos se plantó en los últimos dos kilómetros a solo dos minutos.

    Dietz estaba agotado, no podía más. Avanzaba a terco golpe de riñones. En ese momento, Jalabert hizo su tradicional ataque de ciencia ficción, ese sprint sostenido durante cien o doscientos metros aprovechando las rampas menos duras. Las imágenes dejan bien claro que se va a comer al escapado, que la ventaja mengua a cada pedalada… y entonces, a trescientos metros de meta, se para. Se niega a ganar. «Dietz se lo merecía más que yo», afirma, y por un momento, «Jaja» parece tener corazón.





    En plena ofensiva internacional contra las pruebas nucleares del presidente francés Jacques Chirac en Mururoa, la prensa gala publicó unas supuestas amenazas de muerte contra Jalabert. El corredor se lo tomó medio a broma. «No es para tanto», aseguró, «antes de francés soy ciclista y estoy en contra de las pruebas». Eso no quitó para que la Vuelta quedara como un páramo a su paso: en Montjuic ganó su cuarta etapa, quedó segundo en Pla de Beret y ganó de nuevo en Luz Ardidén, la etapa reina. La táctica se repetía de tarde en tarde: ataques fulgurantes, explosivos, que le daban los diez o quince segundos necesarios para levantar tranquilamente los brazos.

    La ventaja en la general llegó a ser de 6 min 28 s, aunque la exhibición de Olano en la última contrarreloj y la relajación del francés —que aun así consiguió ser quinto, un nuevo top ten, aunque a dos minutos del donostiarra— dejaron las cosas en poco menos de cuatro minutos y medio. La Marsellesa sonaba en Madrid y Manolo Saiz parecía el hombre más feliz del mundo. Jaja tuvo que subir cuatro veces al podio: como ganador de la Vuelta, como ganador de la regularidad, como ganador de la montaña y, junto a sus compañeros, como miembro del mejor equipo de la competición.

    La obra de la ONCE parecía por fin completa. Solo quedaba el Tour… y con Jalabert en ese estado de forma solo era cuestión de tiempo.

    Un final marcado por la sombra del dopaje

    No pudo ser. 1996 empezó a lo grande, con dos etapas y la general en la París-Niza, pero no tardó en complicarse: la experiencia del Tour apenas duró diez insulsas etapas y hubo que esperar de nuevo a septiembre para ver al mejor Jalabert. En «la Vuelta de Induráin», la ONCE repitió exhibición durante diecinueve etapas. Un duelo entre Zülle y Jalabert con otros dos suizos —Dufaux y Rominger— como invitados de excepción. Jaja ganó al sprint en Albacete, poniéndose de líder, y volvió a ganar en los lagos de Covadonga, pero fue víctima de una de esas extrañas enfermedades que arrasan de repente con un equipo y perdió ni más ni menos que veinticinco minutos en la etapa que llegaba a Ávila, donde se había exhibido apenas un año antes.

    El único corredor de la ONCE que no enfermó fue Alex Zülle, cuya exigua ventaja de un minuto sobre su compañero de equipo se convirtió en más de cinco sobre Laurent Dufaux, consiguiendo así su primera gran Vuelta. Con los años, la cosa no iría a mejor. Jalabert pasó a convertirse sobre todo en un especialista en vueltas pequeñas, clásicas y contrarrelojes. En 1997, ganó el prólogo, una etapa y la general de la París-Niza antes de exhibirse en las Ardenas: ganador en la Flecha-Valona, segundo en Lieja tras Michele Bartoli y séptimo en la Amstel Gold Race.

    Llegó al Tour como uno de los favoritos, teniendo en cuenta que la retirada de Induráin y la avanzada edad de Riis abrían mucho el abanico de candidatos. Solo pudo entrar una vez entre los diez primeros y quedó lejísimos en la general. En la Vuelta repitió una actuación parecida a la del año anterior. Ganó en Granada, culminando una escapada junto a Zülle, Escartín y Dufaux, pero al día siguiente tuvo una nueva pájara y cedió 8 min 21 s en Sierra Nevada, prácticamente la diferencia a la que quedaría al final de la carrera del ganador, Alex Zülle.

    Aquel año 1997 ganó en Lombardía y se adjudicó el campeonato del mundo contrarreloj por delante de especialistas como Honchar, Boardman o Rominger.

    La marcha de Zülle al Festina en 1998 le dejó como único líder del equipo de Manolo Saiz, pero también marcó algo parecido al declive. Pese a un buen inicio de temporada —segundo en la París-Niza, segundo en Lieja, ganador de tres etapas en Suiza, incluyendo dos contrarrelojes—, el Tour se le hizo larguísimo, más aún teniendo en cuenta que aquel fue el año del escándalo Festina y que los nombres de Manolo Saiz, la ONCE y el doctor Nicolás Terrados sonaban por todos lados como sospechosos. Jalabert no dio positivo nunca a lo largo de su carrera, pero el análisis posterior de sus muestras de este Tour indicaron que usaba EPO habitualmente, algo que a estas alturas tampoco debería sorprender a nadie.

    Sus últimos intentos por hacer algo en la general de una grande llegaron en la Vuelta de 1998, cuando volvió a colocarse de líder muy pronto y acabó quinto —cuarto, después de la descalificación de Lance Armstrong quince años más tarde— a apenas 2 min 37 s de Abraham Olano, y en el Giro de Italia de 1999, donde ganó tres etapas, vistió la maglia rosa hasta la etapa catorce y asistió desde una cierta distancia al bombazo del hematocrito de Pantani, quedando cuarto de nuevo, a cinco minutos de Ivan Gotti.

    2000 fue su última temporada con la ONCE, a un nivel muy inferior, aunque aún tuviera tiempo de conseguir el maillot amarillo del Tour merced a la victoria de su equipo en la contrarreloj. Lo vestiría solo dos días, lo que tardó Manolo Saiz en permitir una escapada multitudinaria que cogió diez minutos e hizo que Jalabert cayera al noveno puesto y de ahí al olvido. Años después le pasaría lo mismo a Igor González de Galdeano.

    Con treinta y tres años y sus mejores años atrás, Jalabert fichó por el CSC danés, ya en manos de Bjarne Riis, otro equipo con una larguísima vinculación con el mundo del dopaje. Allí vivió una segunda juventud: ganó dos etapas y la clasificación de la montaña en el Tour de 2001, además de repetir el año siguiente como mejor escalador de la carrera. Dejó de lado los esfuerzos contra el crono y limitó los sprints a los momentos importantes: por ejemplo, la Clásica de San Sebastián, que ganó ambos años imponiéndose a rivales como Casagrande, Rebellin, Belli o Faresin gracias a su punta de velocidad.

    Su última carrera fue el Campeonato del Mundo de Zolder, aquel diseñado casi a la medida de Mario Cipollini, que acabaría siendo el ganador. Era un circuito para sprinters y Jalabert, como si quisiera acabar del todo con el tópico, como si fuera lo último que le quedaba por hacer, acabó en el puesto 130, demostrando que no, él ya no era uno de esos kamikazes, y que quizá, en realidad, no lo había sido nunca.

    Por mucho que lo pareciera.
     
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  18. ray

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    BRUTAL ..!!!
    Gracias otra vez
     
  19. Zurukuain

    Zurukuain Miembro activo

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  20. labeaga

    labeaga Miembro Reconocido

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    El solitario pedaleo de Alvaro Pino

    En el próximo mes de julio se cumpliran 30 años de la victoria más polémica de la carrera deportiva de Alvaro Pino. ¿Victoria?

    En julio de 1.989 se disputaba una edición más de la clásica Zaragoza-Sabiñánigo. Esta clásica se disputó durante sus últimas ediciones en el mes de julio. Los profesionales españoles que no habían acudido a disputar el Tour tenían ahí una competición con la que motivarse durante ese mes. Actualmente, esta carrera ha desaparecido. Una más de las muchas que ya no se disputan y que han convertido el calendario español en algo irreconocible por su escualidez.

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    Por aquel entonces Pino era vicepresidente de la Asociación Nacional de Ciclistas Profesionales (ANCP). La carrera discurría con normalidad. En un momento dado Fede Etxabe y Alvaro Pino se pusieron a la cabeza de la prueba. Cruzaron los dos escapados el túnel de La Manzanera y cuando el pelotón lo estaba cruzando se produjo una caída que afectó a varios ciclistas. Parecía claro que la causa de la caída era la insuficiente iluminación del citado túnel.

    Tras la caída, en el pelotón se comenzó a organizar una posibilidad de plante, en reivindicación de unas mejoras en la seguridad a la hora de cruzar esos túneles. Fundamentalmente en lo relativo a la iluminación. Mientras Etxabe paraba, Pino continuaba hacia delante. La discusión en el pelotón se prolongó más de lo previsto y finalmente abandonaron la carrera todos los ciclistas… menos Alvaro Pino. Sobre los cabecillas de aquel motín hubo, como siempre, versiones contrapuestas.


    Pino continuó su pedalear en solitario sabiendo ya que nadie le seguía. En ese pedaleo solitario arrolló a un niño de tres años que sufrió una conmoción cerebral. Cruzó la línea de meta en solitario pero sin ninguna muestra de alegría. Aun así sí que subió al pódium a recoger su trofeo.

    En aquel tiempo a Pino se le calificó de esquirol, de insolidario, de falto de compañerismo. Además, siendo él vicepresidente de la asociación que debía defender los intereses del colectivo ciclista…

    No es mi intención defender aquella actitud. Pero sí contextualizarla.

    En abril de 1.989, tres meses antes, durante una etapa de la Vuelta a España, el alemán del Teka Raimund Dietzen sufrió una caída que a punto estuvo de costarle la vida. Aunque pudo volver a la competición pasados unos meses, estaba claro que ya no iba a ser quien fue. A los pocos meses de su vuelta, Dietzen abandonó su carrera como ciclista. Aquella caída sucedió cuando el pelotón cruzaba el túnel de Cotefablo. El problema era, una vez más, la falta de adecuada iluminación en el interior del túnel.

    En la década de los ochenta el tratamiento que daban los medios de comunicación a la Vuelta a España no era el de hoy en día. Mientras ahora los medios que no tienen sus derechos se dedican a ocultar su celebración, en aquellos tiempos los medios competían por dar la mejor cobertura. La repercusión mediática que tuvo el accidente de Dietzen fue muy importante. Acabada aquella etapa, con las noticias de Dietzen tomando cada vez peor cariz, se produjo una fuerte discusión entre Alvaro Pino y el entonces director de la Vuelta Enrique Franco. Esta se produjo en el mismo set de Televisión española. Pino acusó a Franco de no preocuparse de la seguridad de los ciclistas; de preocuparse sólo de sus intereses económicos. Franco derivó las responsabilidades a la empresa que habían contratado para iluminar el túnel. Pino amenazó con paralizar la etapa siguiente e intentó convencer a sus compañeros (era vicepresidente del “sindicato”) para que así lo hiciesen. Pero su propuesta no salió adelante…


    A los pocos días de lo sucedido en Sabiñánigo, Pino abandonó su cargo en la Asociación Nacional de Ciclistas Profesionales.
     
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