Epica ciclista..Historias de un deporte

Tema en 'General' iniciado por labeaga, 19 Ene 2019.

  1. labeaga

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    Cuando Sarrapio prendió fuego al Tour en Poitiers

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    Aquel día de Tour en Poitiers Sarrapio le quitó el bigote a Jaime Mir
    Mir en otro Tour, Mir en el Tour de 1986. Su labor ahora era para el Teka, el equipo de su amigo Santiago Revuelta, otra de las personas de su vida, que cuyo nombre muchos años después sigue presente en cualquier sobremesa. En aquel Tour, el famoso de LeMond e Hinault, con este manteniendo la zozobra hasta el final sobre si sería fiel a la palabra dada, corría con Teka un asturiano de Arenas de Cabrales que destacó siempre por sus largas escapadas. Tras sufrir un accidente gravísimo en la Vuelta a Asturias en el 84 se rehizo y protagonizó, al año siguiente, una cabalgada en solitario de 200 kilómetros camino de San Remo, y a las pocas semanas ganó en solitario una etapa de la Vuelta a España en Sant Quirze del Vallès.

    Era Ángel José Sarrapio y su nombre aún resuena en la Francia más chovinista como el español que engañó a un francés de la forma más sutil que se recuerda. “Hay días que se aparece la virgen”, le dijo el asturiano, el percherón, a Javier de Dalmases cuando cruzó primero la meta del entonces incipiente parque de Futuroscope, mientras era aseado por Mir. Sarrapio acababa de ganar la décima etapa del Tour, ante la incredulidad de todos.

    La historia fue la típica de una jornada de transición. En el kilómetro 60 de etapa, el asturiano se unió a la rueda del francés del Fagor Jean-Claude Bagot para hacer camino hacia el nuevo parque temático en los aledaños de Poitiers. La ventaja rápido superó los cuatro minutos y en esos guarismos se movería casi hasta el final, aunque condicionada por la caída en el pelotón de un nombre importante como Robert Millar, que calmó los ánimos de la caza, sobre todo del Panasonic holandés.

    La cosa iba bien, todo normal, hasta que el director del Teka, José Antonio González Linares, viendo que iban a llegar escapados, aconsejó a su corredor que fuera conservador en los relevos hasta prácticamente omitirlos. La jugada empezaba a ser redonda: Sarrapio racaneaba porque sabía que Bagot estaba cerca de ser líder y este, aunque se desgañitara, no sacaba más de su compañero.


    A 20 de meta Sarrapio, quien desde días antes venía arrastrando una bronquitis, empezó a hacer lo que se llama “teatro del bueno”, fingiendo fatiga extrema, sacando los pies de sus rastrales, realizando estiramientos y poniendo cara de ir extenuado. Aquello fue la gota que colmó el vaso de la confianza de los franceses, que dijeron a Bagot: a tope hasta meta.

    Fue tan buena la escenificación de Sarrapio que en el coche de Fagor, imprudentes ellos, empezó a correr el champagne a tres kilómetros de pisar la recta final. Mientras, González Linares a lo suyo: “Ángel, los dos sois un plomo al sprint, haz que vas mal y tendremos una oportunidad”. Y Sarrapio volvía a poner cara de circunstancias mientras estiraba los muslos. Bagot se giraba, lo miraba, y siempre, casualmente, Sarrapio se tocaba la rodilla o resoplaba. Bagot, mientras, echaba toda la carne en el asador, se arrimaba hacia los laterales de la carretera, que le diera el aire. Se abría hacia el otro lado, imploraba un relevo: el de Cabrales, con cara de circunstancias, que no entraba, no entraba. Luego otra vez a “meterle cuneta”.

    Cuando la cámara de meta enfocó a los dos escapados en la larguísima recta que llevaba hasta las mismas puertas de Futuroscope, todos dieron por ganador a Bagot. El francés tensó primero, pero Sarrapio respondió. A menos de un kilómetro volvió a acelerar: Sarrapio ahí, presto.

    La broma se acabó cuando Sarrapio, no contento con seguirle, le tomó la aspiración y le dio el último relevo a unos 200 metros de meta. “Coup de théâtre”, que gusta decir en Francia. El españolito se cargó las ilusiones del galo el día de la fiesta nacional. “¿Cómo infravaloró de esa manera Jean-Claude al español?, ¿cómo midió sus fuerzas teniendo en cuenta la llegada en alto?”, se preguntaban, si bien conviene aclarar que, aunque la etapa era tenida por llana e intrascendente, la meta picaba para arriba, como se suele decir.



    “¡Ángel, Ángel, has ganado, has ganado!”, chillaba Mir mientras no paraba de saltar. Sarrapio, vacío por el esfuerzo, deambulaba entre la gente en la meta expuesto a un ambiente muy poco amistoso. Mir se percató de que allí las miradas eran cuchillos y las manos podían salir a pasear con facilidad cuando se dirigió a Lévitan, el mismo que años antes le había echado efímeramente del Tour, diciéndole: “Felix, Felix, que hemos ganado, etapa para Teka, etapa para España”. “Merde d’Espagne!”, le clavó el responsable de la carrera.

    Mir, helado, calló y tiró para el podio. El ambiente era muy tenso. “¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta del peligro de Sarrapio?”. “Vámonos de aquí, que estos te matan”, le dijo, entre gritos de “gitano” y “ladrón”. Ahí estaba también, con piernas afiladas y polo tricolor, José Ramon de la Morena, con su micro de la Cadena Ser, intentando sonsacarle unas palabras al ganador.

    El asturiano había engañado con todas las letras a Bagot, quien además se quedó con las ganas del liderato, que le quedó lejísimos a final de la etapa. Curiosamente Bagot era gran amigo de Maurice De Muer, el que fuera jefe de Mir en el Bic. Preguntado por Sarrapio en L’Équipe, Mir recordaba su gesta en la Vuelta del año anterior y tiró por la vía del coraje: “Es un luchador nato”. Se habían olvidado de la casta del asturiano.

    De vuelta al hotel, salvadas las entrevistas y las ceremonias de podio, el equipo se sentó alrededor de la meta para cenar con ganas de gresca. Querían el bigote de Mir, y este no pudo negarse. Tras Viejo y Ocaña, le tocaba el turno a Sarrapio, pero este le dijo: “Tranquilo, Mir, porque no tengo intención de raparte el bigote”. Sí, el asturiano, “un trozo de pan” para muchos, le indultó.
     
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  2. labeaga

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    El Tour en Villard de Lans: ¿Alguien emulará a Laurent Fignon?
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    En Villard de Lans Fignon salió a morder el Tour tras hundirse en el Ventoux
    Etapa de recuerdos nítidos, Villard de Lans, un lugar que no es el más duro de los Alpes, ni el más conocido, pero que para los amantes del Tour es recordar ciertos tiempos y nombres.

    La escapada de Fabio y Lucho, la de Roche y Perico, el amarillo de Perico, la crono de Breukink…
    Villard de Lans fue un sitio clásico en los Tours a caballo de los ochenta y noventa, creo que desde entonces no se ha vuelto a prodigar, con esa silueta tan típica, una subida larga, un falso llano matador y el pico final.


    A aquella fiesta se unieron otros, Perico, Mottet, Roche ante la debacle de Jeff Bernard….

    En aquel Tour me sentía asfixiado. Hasta que llegó la muy famosa cronoescalada al Mont Ventoux. Cima mítica. Escenario de todas las representaciones ciclistas. Teatro majestuoso. Frontera simbólica norte-sur. Santuario en memoria de Tom Simpson. Es allí donde Jean-François Bernard llevó a cabo su conocida hazaña, cayendo entre lágrimas en brazos de su gurú, Bernard Tapie, nada más cruzar la meta. El patrón: padre y dueño, contando sus dividendos y centrando en su persona las cámaras del prestigio. El corredor: falso hijo y verdadero esclavo, firmando allí, en el altar de sus sacrificios, el apogeo de una carrera que llevaba en sus genes su propia decadencia antes de hora…

    En aquella subida invadida por una multitud histérica yo había decidido poner toda la carne en el asador, absolutamente toda. Estaba concentrado, motivado, tenía sed de victoria. Desgraciadamente no pasó absolutamente nada. Mi golpe de pedal era el de un cicloturista. El vacío, la nada. Todo se aflojó de golpe. Demasiada emoción, demasiados problemas. ¿Qué más puedo añadir, aparte de exhibirme al desnudo? Resultado: 64 de la etapa, a casi 10 minutos de Bernard. Estaba consternado por mi rendimiento.


    Mi hijo había nacido el día antes.

    Estuve a punto de irme para casa.

    Durante la subida, algunos espectadores que conocían la noticia me gritaban: “¡Venga, papá!”. Aquello era violento. No avanzaba, iba sufriendo, era el Ventoux.

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    Al entrar en el minibús de meta me hundí. “No lo conseguiré”. Lejos de las miradas, lloré durante mucho rato.

    Aquella tarde me crucé con un periodista en el hotel y me preguntó: “¿Bernard es su sucesor?”. Le contesté: “Eso quiere decir que usted ya me ha enterrado, ¿no?”. Él: “Igual sí”. Yo: “Entonces tengo un motivo más para demostrarle que se equivoca”.

    Estaba en un estado de rabia absoluta. Tenía la clara impresión de que aquello era el fin, que ya no estaba en mi sitio. Más adelante me di cuenta de que, decididamente, tenía necesidad de tocar fondo antes de levantar cabeza. Profundizar en la angustia antes de remontar.

    Tras el Ventoux y sus episodios hirientes de ninguna manera podía abandonar. Quería demostrar a todo el mundo que todavía podía asombrar. Estudiamos el perfil de la etapa siguiente y decidimos saltarnos el avituallamiento. Volvíamos a entrar en acción. Aquel día Bernard lo perdió todo. Sus compañeros de equipo quisieron llevarlo hacia delante inmediatamente, pero él, nada alterado, dijo que no, afirmando: “Hay tiempo para empalmar”. Grave error. Por delante se había formado una gran coalición…


    En un ataque de orgullo yo me había vuelto a encontrar con unas piernas más o menos decentes. Mi cólera se cebó también con aquellos malditos pulsómetros: apagué el mío para no ver más la información. La cosa me fue más o menos bien. Al día siguiente, en el Alpe d’Huez, acabé sexto. Y al otro día gané en La Plagne una etapa prestigiosa. No obstante, recuerdo que no rodé a fondo. A ver, no me merecía quedar totalmente fuera de juego en aquel Tour. A pesar de haber corrido muy mermado conseguí en París la séptima plaza de la general, con un retraso de 18 minutos: más o menos lo que perdí en las contrarrelojes. Mi regularidad en montaña había sido significativa.

    Dos o tres días después de la etapa de los Campos Elíseos, tirado en un sofá, me pregunté seriamente sobre mi capacidad para volver a ganar el Tour…
     
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  3. euronymous

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    Que gran hilo, me quedo por aquí leyendo.

    a mi lo de pogacar del domingo me parece una épica que se recordará unos añitos, no tiene la magia de lo añejo , pero vibre como un crio :D

    saludos
     
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  4. labeaga

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    Ganar el Tour y perder todo el dinero del premio a los dados
    Louis Trousselier, vencedor en 1905, vio esfumarse todas sus ganancias horas después de subir al podio

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    Louis Trousselier, durante el Tour de 1905.
    Correr el Tour a principios del siglo XX era un ejercicio feroz, inhumano. En 1904, la organización descalificó a los cuatro primeros por fraude. Al año siguiente, decidieron que no se correría de noche para evitar trampas en los controles, pero la medida no sentó bien a muchos aficionados, que en la primera etapa sembraron la carretera con 125 kilos de clavos para provocar pinchazos a los participantes. Los responsables del Tour descubrieron dónde se habían comprado, en una ferretería de la Rue de Fabourg du Temple en París, pero nunca supieron quién lo había hecho.

    Entre los favoritos a la victoria final figuraba Louis Trousselier, que meses antes había ganado la París-Roubaix. Era un tipo fornido, capaz de desenvolverse en todos los terrenos. Tenía un inconveniente: a sus 24 años estaba realizando el servicio militar en el Regimiento 101 de infantería en Saint Cloud. Solicitó permiso para disputar el Tour y sólo le concedieron uno de 24 horas. Después de ganar la primera etapa, con final en Nancy, le alargaron la licencia hasta el final de la carrera.

    Entonces se disputaba el Tour dando pedales, pero también, si hacía falta, a mordiscos, o empleando triquiñuelas varias. A Trousselier le acusaron de falta de deportividad por haber vaciado los tinteros en algún control en el que los ciclistas tenían que firmar durante las etapas. Otras veces, los ciclistas que iban delante rompían las minas de los lápices para que quienes llegaran después no pudieran rubricar su presencia.

    Eran años en los que los corredores se buscaban la vida. Algunos, mejor que otros. Los de primera clase podían cambiar de bicicleta cuando llegaban los puertos de montaña; los de segunda, debían correr todo el Tour con la misma. La organización las marcaba para evitar que hicieran trampas. A veces, estas cuestiones perjudicaban a los favoritos. En el Balón de Alsacia, el primer gran puerto en la historia del Tour, Henri Cornet tuvo que esperar 20 minutos a que llegara la bici de recambio con un desarrollo más ligero, porque el coche que la llevaba tuvo una avería. Ese día ganó Pottier, que no se bajó ni una vez de la bicicleta, pero tuvo que retirarse dos días después por una tendinitis, y Trousselier volvió a colocarse como líder.

    No abandonaría el primer puesto en toda la prueba. Ganó cuatro etapas y fue aclamado a su llegada a París, como vencedor del tercer Tour de la historia, en 1905. El hijo de un instructor de equitación, cabalgando sobre una bicicleta, entraba en la gloria. Como ganador, recibió 6.950 francos de premio, además del importe de la prima de su casa comercial y los contratos para los critériums de pista posteriores a su victoria. En total, alrededor de 25.000 francos. Un trabajador especializado en Francia ganaba alrededor de 2.000 al año ese año.

    Pero tal como llegó, después de 11 etapas, 3.021 kilómetros recorridos –a 274 de media por etapa–, por carreteras infames, el dinero desapareció. En el mismo velódromo de Buffalo donde acabó el Tour, el ganador se encerró en un vestuario con dos camaradas. Los dados rodaron sobre una mesa de masaje durante toda la noche y parte del día siguiente. Cuando Trousselier salió del vestuario tenía telarañas en los bolsillos. Lo había perdido todo.
     
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  5. labeaga

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    Las lágrimas del ‘Grand Fusil’
    Geminiani pierde en el Tour de 1958 su gran oportunidad de ganar la carrera por la guerra entre los franceses
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    Raphael Geminiani llora tras perder el 'maillot' amarillo.
    Raphaël Geminiani llora como un niño. “Me han traicionado, ¡Judas!”, le dice entre sollozos a Adolphe Deledda, su director. Se mezclan las lágrimas con las gotas de la lluvia que cae con fuerza. Al Grand Fusil –la gran nariz–, el apodo que le puso su amigo Bobet, le tapan con un chubasquero blanco. Está desconsolado. Se le había visto bajar Chamrousse sacando el pie del calapié en las peligrosas curvas mojadas. “Me abandonaron en el Luitet, ¡Judas!”, repite con su Tour del 58 hecho pedazos, vestido todavía de amarillo, después de un día de perros. Ha perdido el liderato, la túnica sagrada, por la guerra declarada entre los franceses; los del equipo oficial, con la tricolor, y el regional Centre-Midi, en el que milita. O mejor, la guerra entre dos egos desmesurados, el suyo y el de Jacques Anquetil. Charlie Gaul es el que recoge los despojos. El luxemburgués llegará de líder a París después de aplastar a los dos rivales, incapaces de llevarse bien y colaborar para evitar el desastre.

    Anquetil había ganado el Tour de 1957, más llano de lo habitual. Cuando el director del equipo de Francia, Marcel Bidot, quiso confeccionar la lista de 1958, el nuevo prodigio del ciclismo mundial bajó la barrera: “Que venga Bobet está bien, pero si traes a Geminiani, yo no corro. Esos dos son muy buenos amigos y no quiero salir desplumado como un pichón. O Bobet o Gem, pero los dos no”.

    Y Bidot elige a Bobet, deja fuera a Geminiani, que, furioso, comienza una cruzada contra el equipo francés. A él le toca correr con los regionales del Mediodía galo. En Bruselas, punto de partida, se hace una fotografía bajo el Atómium, a lomos de un burro bautizado Marcel, como el director de la escuadra francesa. Es portada en L’Équipe.

    Todo se le tuerce a Geminiani en la Chartreuse. Era feliz, estaba tomándose la venganza deseada, vestido de líder, con su compañero Graczyck como primero en la clasificación de la regularidad. Una humillación en toda regla al equipo de su país, donde el ambiente está enrarecido. Bobet sospecha de todo, dice sentirse víctima de su lealtad. Cree que Darrigade y Anquetil le han atacado a propósito.

    Nadie habla en Briançon de Charly Gaul, perdido en la clasificación a más de 17 minutos de Geminiani. En un Tour con equipos nacionales, ser luxemburgués es una desventaja. Cuando ataca en Luitel, junto a Bahamontes, el imprevisible Federico, todos creen que sólo es una boutade, pero deja atrás al toledano y coge ventaja. Llueve, hace frío. Geminiani y Anquetil se enzarzan en ataques mutuos. La ventaja de Gaul, al paso por Grenoble, es de dos minutos. En Porte, Anquetil se desfonda; a Geminiani se le rompe el pedal. Se queda solo. Ya está a 7m 50s; en Cucheron, 12m 20s. En la meta de Aix-Les-Bains, Geminiani ha perdido el amarillo. El nuevo líder es Favero, al que Gaul le arrebata el jersey en Besançon, durante una contrarreloj de 74 kilómetros. Su desventaja era de 1m 7s y vence en París con casi cuatro minutos. Geminiani, el Grand Fusil, nunca ganará el Tour
     
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  6. labeaga

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    Paquillo no tiene monumento
    La muerte del corredor vasco en 1935 fue silenciada por el periódico oficial del Tour y sigue sin un reconocimiento oficial

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    Francisco Cepeda, en el hospital de Grenoble

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    El entierro de Francisco Cepeda, muerto en el Tour de 1935.
    El primer muerto del Tour, Francisco Cepeda, no tiene monumento. Tres ciclistas fallecieron durante la carrera en su historia centenaria. Los otros dos, Tom Simpson en el Mont Ventoux y Fabio Casartelli en el Portet d’ Aspet, fueron homenajeados como héroes caídos. El español Cepeda, 84 años después de su muerte, sigue sin un reconocimiento oficial. De hecho, la organización silenció su muerte todo lo que pudo.

    La caída de Cepeda en 1935 en el descenso del Galibier, en Rioupéroux, se produjo el 11 de julio, durante la etapa entre Aix-les-Bains y Grenoble. El vasco no iba entre los primeros. Pasó a más de 15 minutos de la cabeza. Nadie sabe cómo ocurrió. En principio se dijo que se le había desprendido el tubular de la rueda trasera. Luego llegaron los rumores de que había sido atropellado. Un chico de 14 años aseguraba que cuando Cepeda se encontraba en un grupo de cinco corredores en un descenso rápido, tras una curva, perdió el control de su bici y un coche de la caravana del Tour le golpeó. Se detuvo y transportaron al corredor al coche y se lo llevaron. Un obrero italiano manifestó que una camioneta de color rojo arrolló al ciclista y siguió sin detenerse. Un misterio que no se aclaró.

    El médico de Sopuerta, que le conocía desde niño, ponía en cuestión semanas después la teoría de la caída. Según el galeno, y a falta de una autopsia que no se realizó, la fractura de cráneo, acompañada de la de la clavícula y el húmero y las magulladuras de brazos, piernas y manos, respondían a algo más complicado que una caída, por brutal que fuese.

    En la edición del 12 de julio del periódico L´Auto no se hace ni una sola referencia al accidente de Cepeda. El vasco aparece solo en la lista de abandonos. El día 13, tampoco hay ninguna mención en L´Auto, Cepeda no existe. Por fin, el día 14, el diario se hace eco del accidente de Paquillo, aunque la noticia, sin ninguna mención previa, resulta casi inexplicable: "La condición del pobre pequeño español, caído en el escenario de Aix-Grenoble, es mucho más alarmante de lo que se pensaba. Sin embargo, sin ser categórico, el médico que lo trata con gran devoción piensa que sus días no han terminado".

    Ese mismo día, Cepeda murió en Grenoble. Aun así, la información no merecía ninguna mención en la portada del periódico deportivo. Se ocultaba en la tercera página dedicada al Tour, en un cuarto de columna en la parte inferior, junto a un anuncio publicitario. El título: "Cepeda ha muerto", y un breve texto.

    El Gobierno francés reaccionó. El ministro de Salud Pública y Educación Física envió un comunicado y ordenó al prefecto del departamento del Isere que le representara en el funeral en Grenoble, al que acudió también la colonia española en la ciudad. El Tour solo lo hizo dos días después. En la salida de Niza, Henri Desgrange, impulsor de la carrera, dio un breve discurso a los corredores antes de pedirles un minuto de silencio. Pero Paquillo no tiene todavía un monumento que le recuerde.
     
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    El bidón de plomo de Jean Robic
    El francés se colocó líder del Tour tras poner un peso de 9,9 kilos para bajar el Tourmalet



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    Robic, en el Tour de 1947,
    Jean Robic ganó el Tour de 1947, el primero tras la II Guerra Mundial, sin haber vestido de amarillo en toda la carrera. Se lo llevó en la última etapa. Era tercero, atacó al líder y le prometió a Fachleitner, que iba quinto, 100.000 francos si le apoyaba en la empresa. El italiano aceptó. Al final del Tour recibió un cheque firmado por Robic, el ciclista de las Ardenas, que corría siempre con una chichonera después de la fractura de cráneo que sufrió tras caerse en las vías del tranvía de Amiens durante una París-Roubaix. El ciclista francés sólo se enfundó el maillot de líder ese día, y en la etapa Luchon-Albi de 1953, el día del bidón de plomo.

    Tenía poca estatura y mal carácter. En el pelotón temían sus salidas de tono, sus quejas, sus gruñidos. Era un buen escalador pero bajaba mal, por su escaso peso, así que en el Tour de 1953, entre él y su director deportivo, Leon Le Calvez, idearon una estratagema en el hotel de Pau, durante la jornada de descanso. Acudieron ambos a un instalador de calefacción. Le llevaban un bidón metálico, de los habituales en las bicicletas del Tour, y le pidieron que lo llenara de plomo fundido. El resultado fue un bloque de 9,9 kilos de peso, que Robic debía poner en su bicicleta durante el descenso del Tourmalet.

    Tenían que elegir la escena y el escenario. Fue a pocos metros de la cima. El ciclista simuló una avería en el manillar, para evitar ser observado por los comisarios de la carrera. Robic debía bajarse de la bicicleta y simular el ajuste del manubrio, pero se le olvidó la señal que había acordado con Le Calvez. El director, sin embargo, reaccionó rápido. Saltó del coche con el bidón metido en la chaqueta, se acercó a su corredor y lo colocó discretamente en el portabidones del manillar.

    Parecía una idea genial, pero no habían contado con que el bidón en la parte anterior de la bicicleta, la desequilibraba, se convirtió en una máquina incontrolable, que daba bandazos. Robic se cayó dos veces, la lata se fue por la ladera. El corredor estuvo rápido y la recuperó; se la lanzó a un espectador, que se tambaleó bajo el peso que no esperaba. Al final, el director la recogió, y se lo volvió a entregar en el Aspin.

    Aunque Robic fue primero en la meta de Luchon y se vistió de amarillo, nunca más volvió a utilizar la añagaza. La historia habría pasado desapercibida, pero Le Calvez la contó en Ouest France. El Tour tomó medidas: nunca más se podrían llevar bidones que no contuvieran líquido.

    Robic murió en 1968 en un accidente de coche. Su Audi 100, en el que viajaba con la mujer de un excompañero, se estrelló contra la trasera de un camión. Salía de una fiesta organizada por Zoetemelk. Quisieron retenerle, trataron de quitarle las llaves, pero se empeñó en marcharse. No había huellas de frenazo, se quedó dormido, había bebido.
     
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    El otro muerto del Tour
    El italiano Carlo Tonon, en coma varios meses tras un choque en el descenso del Joux Plaine en 1984, acabó quitándose la vida
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    Carlo Tonon, durante el Tour de Francia de 1984

    El 18 de julio de 1984, Ángel Arroyo volaba en el descenso del Joux Plaine camino de la victoria de etapa en Morzine. Le seguía Pedro Delgado. Al segoviano se le reventó el tubular delantero, cayó y tuvo la fortuna de romperse la clavícula. ¿Fortuna? Sí. Un rato más tarde, en el grupo de rezagados bajaba Carlo Tonon. No era un escalador. En Alpe d´Huez había acabado en el puesto 104; en La Plagne, el 120. La mala fortuna comenzó para él tres días antes del Tour. Tenía 29 años, pero sólo tres como profesional, corría en el Inoxpram Carrera y no estaba previsto que disputara la ronda, porque había participado en las clásicas del norte y el Giro, pero su compañero Guido Bontempi se cayó en un sprint y no pudo viajar a la salida. El director, Davide Boifava, le reclutó a última hora. Apostó con él que acabaría entre los 100 primeros. Cuando sucedió todo, iba en el puesto 98.

    Nadie sabe quién permitió pasar al insensato cicloturista suizo que ascendía hacia el Joux Plaine en dirección contraria a la carrera; nadie supo nunca por qué se le ocurrió aquella descabellada idea. Al salir de una curva, el pelotón, confiado en una carretera limpia, se encontró de frente con el cicloturista, que eligió un mal día para intentar la hazaña. Todos le esquivaron, salvo Carlo Tonon. Tras el golpe brutal, el suizo estaba consciente, Tonon no.

    Fue trasladado de urgencia en helicóptero al hospital de Annecy, una de las ciudades más bellas de Francia, pero Carlo no lo podía saber, estaba en coma profundo, con triple fractura en la base del cráneo. “Haría falta un milagro para que pase la noche”, le dijeron los médicos a Boifava. Al día siguiente llegó Carmen, su mujer. No se despertaba. Al cabo de dos semanas le trasladaron a una clínica de Verona.

    Habían pasado 20 días y Tonon abrió los ojos. “Lo primero que vi fue el armario de la habitación, no sabía qué hacía yo allí”. Luego vio a Carmen. Y entonces empezó el calvario de la recuperación. Comenzó en casa de su cuñado, ayudándole en un criadero de truchas. "Pero entonces me di cuenta de que mis compañeros me habían abandonado. Battaglin, Visentini, Bontempi o Leali nunca vinieron a verme. Lloré muchas veces porque entendí que a ellos no les importaba la amistad. Olvidaron demasiado rápido los sacrificios que hice para ayudarles: a veces, para hacer feliz a una persona, bastaba una sola palabra y me la negaron”, recordó. La Federación Italiana se atascó en la burocracia de su seguro; el patrón de su equipo prometió y no cumplió. Encontró un trabajo de conserje por su cuenta. Perdió memoria, no soportaba los esfuerzos violentos, le quedó un defecto en el habla; cada cuatro meses debía someterse a costosas revisiones médicas. Consiguió una escueta indemnización del Tour y del cicloturista suizo después de muchos años de pelea, pero al final se rindió. El 17 de junio de 1996, once años y once meses después del accidente, se ahorcó en un cobertizo a las orillas del río Piave, en la Toscana. Fue el otro muerto de Tour.
     
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    La botella de agua de Bahamontes
    Los periodistas también ejercieron de auxiliares de los corredores, y a veces con resultado fatídico para los ciclistas
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    Bahamontes, en el Tour de 1954.
    A mediados del siglo pasado, el periodismo y el ciclismo a veces se confundían entre ellos, se intercambiaban los papeles. Sucedió también en el fútbol, donde los cronistas llegaron, incluso, a ser seleccionadores. Lo fue José María Mateos, que de las páginas de La Gaceta del Norte pasó a dirigir a España en tres épocas diferentes mientras seguía escribiendo; también Eduardo Teus, nacido en Filipinas y fallecido de un infarto en la tribuna de prensa de San Mamés, mientras hacía sus anotaciones para el diario Ya. Fue seleccionador hasta que en 1942 una disposición de la Delegación Nacional de Deportes declaró incompatibles ambos trabajos.

    En el ciclismo, las líneas también estaban difusas. Manuel Serdán, que de joven corrió en bicicleta junto a Vicente Blanco, El Cojo, que en 1910 viajó desde Bilbao a París en bicicleta para inscribirse en el Tour, fue luego cronista en el periódico Excelsior, impulsor de la Vuelta al País Vasco y presidente de la Federación Española de Ciclismo. En medio, acudió de comentarista para La Gaceta junto al periodista de Francisco G. de Ubieta y un chófer a seguir las andanzas españolas en el Tour de 1954.

    En la etapa entre Puy-en-Velay y Lyon, de 194 kilómetros, los dos ejercieron también de auxiliares de Fede Bahamontes, y lo contaron sin filtros en su crónica. “Al quedarse solo Bahamontes seguido del coche de Berrendero y del nuestro, le vimos pedalear con algo de dificultad, y al adelantarnos nos dijo que quería beber agua, y ahora viene lo bueno…”, escribió Ubieta en su relato de los hechos. “Es muy severo el código del Tour. Además, hoy tuvo Bahamontes la mala suerte de encontrarse con la torpeza de un muchachito francés a quien rogamos que la botella que teníamos en la mano se la diese al número 42. La botella la pidió Manu [Serdán] en una casa, la puso en mis manos, y como el chico me miró asustado, fue a manos de un espectador francés que, amablemente, se ofreció a dársela al número 42”.

    Pese a que el reglamento lo prohibía, no dudaron en saltarse las reglas y ayudar al ciclista español: “En el momento en el que yo pasaba la botella de mis manos a la del espectador, se hallaba el coche del comisario internacional a unos cien metros de nosotros. Bahamontes, que había visto ya la maniobra, vino enfilado hacia la orilla de la carretera donde estábamos estacionados. El comisario, desde el coche, nos dijo que eso no podía hacerse. Bahamontes perdió el agua de la botella y continuó su marcha”. Al corredor le cayó una multa de 2.500 francos y una penalización de 30 segundos. A los periodistas, que viajaban en el coche número 117, con placa azul, una amonestación de los jueces. Años después, Ubieta y Serdán se convirtieron en enemigos para Bahamontes. El apoyo de ambos a Jesús Loroño, el rival del toledano en las carreteras, y el fervor popular les puso a los dos lados de la trinchera.

    Por cierto, en la etapa en la que los jueces sancionaron a Bahamontes por la botella de Serdán y Ubieta ganó Jean Forestier en Lyon, su ciudad.
     
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    Gandarias estrena La Madeleine
    El escalador vasco, que tenía miedo en las bajadas, fue el primero en coronar el coloso alpino, que debutó en el Tour en 1969
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    Andrés Gandarias, durante la etapa del Tour en la que acabó segundo en 1969.
    Andrés Gandarias era un gran escalador, pero tenía miedo en las bajadas; lo confesaba él mismo. “Como todos los españoles”, sentenciaban en Francia. Había despertado un gran entusiasmo entre los aficionados vascos al ciclismo durante sus primeros años, pero después se dedicó a escoltar a José Manuel Fuente, el Tarangu, hasta que se marchó del Kas, para buscarse la vida en un equipo estrambótico, el De Kova-Lejeune, financiado por una artista de cabaret, que no le pegaba nada a una persona tan formal, tan seria.

    Gandarias, que fue un ciclista de maduración lenta –no llegó a profesional hasta los 24 años–, ilusionó, sobre todo, después de su actuación en el Tour de 1969, el año en que Eddy Merckx comenzó a desatar su furia. Estaba cerca del ciclista belga cuando este atacó en el Tourmalet y rodó durante 140 kilómetros en solitario para vencer en Mourenx con casi ocho minutos de ventaja sobre Dancelli, que fue segundo. Gandarias llegó a 14m 47s, con Gimondi, con Janssen, con Van Impe.

    Su mejor jornada llegó en el segundo sector de la octava etapa, entre Divonne Les Bains y Thonon, 136 kilómetros, después de haber disputado una contrarreloj por la mañana que ganó El Caníbal. Gandarias se fugó junto con el italiano Michelle Dancelli, del equipo Molteni, el que había sido segundo en Mourenx, y ambos llegaron juntos a la meta. Por el camino se cayó el vasco, y su rival le esperó. Venció el italiano, pero Gandarias se colocó en una buena posición clasificatoria. Por la mañana había sido decimosexto en la crono. Ese mismo día se retiró Luis Ocaña. Al día siguiente, en la meta de Chamonix, solo Pingeon, Merckx y Van Impe entraron delante de él. Se colocó décimo en la general. Acabaría quinto.

    La revista Miroir du Cyclisme le dedicó un reportaje: “Por supuesto, escuchamos hablar de él en las etapas alpinas, pero apenas nos dimos cuenta de que había estado cerca de la cabeza desde el comienzo. Se despistó una vez, en la etapa de Mulhouse, ganada por el portugués Agostinho, y concedió tiempo a los favoritos. Pero desde entonces, los colapsos entre los primeros han sido tan numerosos que ha resurgido en los primeros lugares de la carrera ayudado por su gran facilidad en las montañas”.

    En la escabechina de la etapa que llevó a los ciclistas a Briançon, atacó en el Col de la Madeleine. Fue el primer ciclista que inscribió su nombre en la cima del coloso alpino, pero según su director, se equivocó. “No debería haber atacado en el primer puerto. Se encontró sin fuerza en el Galibier y ahí es donde debería haber llevado su esfuerzo”. Gandarias lo reconoció: “Es la montaña más dura que he escalado desde hace dos años que soy profesional”. Aún así acabó octavo la etapa, en el grupo de los favoritos, junto a Merckx, Gimondi o Poulidor, y quinto en la general al llegar a París.
     
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    La promesa de Luis Otaño
    El corredor guipuzcoano ganó escapado la etapa entre Privas y Bourg d’Oisans en el Tour de 1966
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    Luis Otaño, durante una carrera, con los colores del Fagor.
    Casi todos los veranos, Luis Otaño se junta con un grupo de exciclistas vascos de todas las edades en una comida, que suele ser una excusa para recordar los viejos tiempos, hacer chistes y contar anécdotas. Otaño tiene muchas. El excorredor guipuzcoano, que sigue siendo propietario de la ferretería que montó con las ganancias del ciclismo, es el vínculo entre las dos primeras generaciones que consiguieron el Tour para España. Corrió con Bahamontes la edición de 1959, formando parte de la selección española que acudió a Francia a las órdenes de Dalmacio Langarica; en 1968, que fue su última temporada, compartió equipo, el Fagor, con Luis Ocaña. Ambos corrieron juntos la Vuelta a España en la que el conquense se retiró y el guipuzcoano acabó duodécimo. Pero su momento de gloria llegó en el Tour, durante la 15ª etapa de la edición de 1966, que salió de Privas y acabó en Bourg d’Oisans, a los pies de Alpe d’Huez. Era un 6 de julio. Y todo partió de una promesa y un consejo.

    Otaño recuerda todavía a los soldados, en la Guerra Civil, pasando por delante de su casa, y que no pasó hambre, porque se arreglaban con las patatas, las alubias y la fruta de sus huertas; con el cerdo que criaban en el caserío; vendían cerezas y manzanas en el mercado. Segaban y recogían la hierba de los campos y les pagaban mil pesetas por la faena. Sólo usaba la bicicleta para ir a trabajar a los muelles del puerto de Pasaia, pero sus amigos le vieron algo, le animaron y comenzó a disputar carreras. Se hizo muy amigo de Leopoldo Michelena, un industrial de Beasain, ligado al hipódromo de Lasarte y que se convirtió en su mecenas; le buscaba carreras, equipos, le empujaba a seguir con la bicicleta. Hizo que le cambiara la mentalidad. Cuando subía un monte duro y le venían ganas de retirarse, pensaba: “Y mañana, ¿al muelle de Pasaia a trabajar diez horas? Ni hablar, tira hacia arriba”.

    Así que en aquel Tour de 1966, antes de salir hacia Francia, le prometió que ganaría una etapa. Michelena no lo olvidó. El día anterior a la que acababa en Bourg d’Oisans se corría una contrarreloj larga. El empresario le llamó por teléfono: “Resérvate, no gastes fuerzas, consérvalas para mañana, que los demás irán fundidos”. Así que cuando salió de Privas, tras haber hecho caso a su mentor, estaba fresco como una lechuga. En cuanto empezaron las cuestas, Van Looy les gritaba a los españoles que fueran despacio. Otaño pensó que ya había ido despacio el día anterior. Aguantaron en cabeza, con él, Joaquín Galera y Julio Jiménez. El vasco les soltó en una curva del descenso. En la siguiente, se salió. Se agarró a un poste de la luz, dio una vuelta de campana, se volvió a montar en la bicicleta y siguió. Volvió a alcanzar a sus paisanos y les volvió a dejar atrás.

    Ganó destacado, acaparó los titulares de los periódicos. Fue su mayor éxito, aunque en la Vuelta de 1964 había sido líder cinco días y acabó segundo, a 33s de Poulidor. Aquel año ganó una etapa que acabó en un velódromo de madera que instalaron en el viejo campo de Atotxa.
     
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    Chozas se lanza en el descenso
    Ganó la etapa del Tour de 1985 por el Macizo Central con nueve minutos de ventaja sobre el segundo
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    Eduardo Chozas celebra su victoria en una etapa en el Tour de 1990.CLEMENT / PRESSE SPORTS / Cordon Press

    El Tour de 1985 lo controló Bernard Hinault con mano de hierro. Fue líder en 16 de los 22 días de carrera. Empezó en la etapa prólogo, aflojó los días siguientes para dejar paso a los llegadores, y en Estrasburgo, después de una contrarreloj que ya no se estila, de 75 kilómetros, volvió a vestirse de amarillo hasta París. Del 6 al 21 de julio.

    Pero también pasaron otras cosas. Seguro que se acuerda Eduardo Chozas, que se recupera en casa de una enfermedad grave, pero no deja de ver cualquier carrera que transmita la televisión. Recuerda, por ejemplo, aquel recorrido por el país de los volcanes, la Auvernia francesa, en el Macizo Central, cociéndose en su propio sudor, a 40 grados de temperatura, con el asfalto reblandecido, y su ascensión al Puy Mary, en la etapa que tenía su punto final en Aurillac. Había estado a un paso un par de días antes, y tenía esa espina clavada, de las que pinchan a la hora de dormir, en la cama de un hotel infame, y hacen dar vueltas y más vueltas a los ciclistas hasta que encuentran el sueño.

    Allí estaba Chozas, la noche anterior, dándole repasos al recorrido que había mirado en el libro de ruta, a un perfil siempre sinuoso por esa zona; planeando su carrera, pedaleando en sueños con el parte meteorológico presente en la cabeza, olfateando por dónde podrían ayudar los vientos, o dónde dificultar. Posiblemente, Chozas le hizo un guiño a José Miguel Echavarri, su director, o un gesto imperceptible a la hora del desayuno, porque hay directores que las cazan al vuelo, y el navarro es uno de ellos. De hecho, ya lo habían hablado en la cena, ese filete muy hecho, casi incomible, y la pasta cocida mucho antes, ya como chicle, pero que hay que tragar, porque más cornadas da el andamio, que decía Tasio Greciano, y todos prefieren la dieta Levitan del Tour a poner ladrillos en una obra. “Es una etapa para ti, Iñaki [Gastón] o para ti, Eduardo [Chozas]”, les había comentado el jefe. “Tiene un puerto a pocos kilómetros de la llegada, con una bajada estrecha, en la que se puede mantener la ventaja que lleve el escapado en la cima del col. Si uno de vosotros dos consigue sacar dos minutos, la etapa es nuestra”.

    Y Chozas, obediente, ofuscado al principio porque los equipos de Hinault y Lucho Herrera bloqueaban la cabeza, lo intentó una y otra vez, hasta que encontró su momento, en el descenso del col de Brousse, de cuarta categoría pero con curvas diabólicas. Nadie le siguió. Su aventura se extendió durante más de 100 kilómetros. En el Puy Mary alcanzó 11 minutos de ventaja, prefirió no arriesgar en el descenso, quedaban 30 kilómetros para la meta, pero la diferencia no se arrugó. Ni un pinchazo por el llano le estropeó los planes. Cuando llegó a Aurillac, la diferencia era de 9m 51s sobre el segundo, Ludo Peeters, muchos más de los dos que pedía Echavarri, que había ideado un plan, aunque su pupilo tenía otro, que salió mejor. Ascendió desde el 25º puesto al séptimo en la general.
     
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    La llamada de Félix Lévitan que salvó a Perico
    El exdirector del Tour se puso en contacto con José Miguel Echavarri para que no cediera en el caso Delgado
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    Félix Lévitan, a la derecha, frente a Eddy Merckx durante un traslado en tren.

    A principios de los años sesenta del siglo pasado, cuando las cuentas del Tour languidecían, Emilien Amaury, el propietario del periódico L´Equipe y de los derechos de la carrera, contrató a Félix Lévitan (París, 1911), periodista de Le Parisien Libéré, otra de las cabeceras de su grupo, para que dirigiera la carrera junto al veterano Jacques Goddet, el hombre del salacot y el traje safari que viajaba en un Land Rover descapotable. Más pragmático que Goddet, Lévitan relanzó las finanzas. Acabó con los equipos nacionales, amplió la caravana publicitaria y aumentó las tarifas a las ciudades que querían acoger la carrera. Multiplicó los ingresos, convirtió la carrera en un gigante y el Tour dejó de ser un instrumento para vender más periódicos en julio para convertirse en una máquina de hacer dinero. Lévitan también instauró el maillot de puntos rojos de la montaña, convirtió los Campos Elíseos en el escenario de la última etapa… Y salvó el jersey amarillo de Pedro Delgado en 1988.

    Apenas unos meses antes, los herederos de Emilien Amaury convocaron a Lévitan al gran salón donde el creador del Tour, Henri Desgrange, solía tomar las decisiones importantes. Le apuntaron que el Tour de las Américas, una carrera que había promovido, tenía pérdidas, y esa fue la excusa para su despido. Cuando quiso entrar a su despacho, como todos los días, encontró que le habían cambiado la cerradura. Su enfado fue monumental y seguía en guerra contra los dueños del Tour cuando la carrera anunció que Pedro Delgado había dado positivo por Probenecid, una sustancia prohibida por el Comité Olímpico Internacional, pero no por la Unión Ciclista Internacional. Sin embargo, Jean-Pierre Courcol, presidente del Tour, filtró la noticia a través de Antenne 2 y se armó la tremolina. Desbordado, José Miguel Echavarri, director del equipo Reynolds, trató de capear el temporal en el hotel Mercure de Burdeos, donde se alojaban. Recibió presiones de todas partes, la organización del Tour le convocó a una reunión. Entonces, recibió una llamada que empezaría a cambiar la historia. Le dijeron que la atendiera, que era muy importante. Tuvo que bajar a la recepción para responder. Al otro lado de la línea le habló una voz conocida: “¿Señor Echavarri? Soy Félix Lévitan”.

    El director escuchó: “Le llamo para que no permitan que le quiten el Tour. Es inadmisible. Tengo mi despacho de abogados a su disposición. Vaya usted a París y le atenderán, ya están avisados”. Era el Bufete Bertrand, que entre otras cosas había negociado el traspaso de Raymond Kopa al Real Madrid. Reforzado por la opinión de Lévitan, Echavarri se reunió con los responsables del Tour y no dio el brazo a torcer. Le defendió Gisbert, el director del PDM de Rooks, segundo clasificado: “Para mí, el líder es Perico”, les dijo a los organizadores. Al día siguiente, Echavarri viajó a París y se reunió con los abogados. A Delgado no le quitaron el Tour. Hasta la muerte de Lévitan, Echavarri acudió cada año a visitarlo a su refugio de Cannes. Siempre le agradeció su apoyo.
     
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    El Tour del Porvenir de Gómez del Moral
    El español gana en 1962 la segunda edición de esta prueba que iba en paralelo a la carrera principal, aunque recortada



    [​IMG] Antonio Gómez del Moral (c), en el Giro de Italia de 1967.
    El Tour del Porvenir nació en 1961 y en su primera edición fue segundo Patxi Gabica. La siguiente la ganó Antonio Gómez del Moral, hermano de José Gómez del Moral, que le sacaba ocho años. Naturales ambos de Cabra (Córdoba), como José Solís Ruiz, la Sonrisa del Régimen, ministro del Movimiento, cartera que incluía el área de Deportes. El que pedía “menos latín y más deporte”.

    La carrera se disputaba en paralelo con el Tour grande, pero venía a ser dos tercios de este.
    Empezaba cuando el otro ya llevaba una semana, tenía 14 etapas en lugar de 21. Solían salir y llegar en las mismas ciudades, pero por un recorrido más corto. Corrían ciclistas con licencia independiente, un salto entre la categoría juvenil y la profesional.

    Aquel 1962 el Tour mayor pasó a equipos comerciales, mientras que el del Porvenir se corría por países. Por tanto, en el grande ya no había equipo de España. Bahamontes, Campillo y Otaño corrían por el Margnat Paloma; Antonio Suárez y Angelino Soler por el Gichi; y Jaime Alomar por el Peugeot. En el del Porvenir sí había equipo España: Momeñe, Gómez del Moral, Eusebio Vélez, Martín Colmenarejo, López Cano, Mayoral, Ginés García y Quesada.

    Lo de los equipos de marcas sentó mal. Eso de no poder seguir a los corredores en un conjunto nacional (y de paso criticar sus discordias, tan frecuentes), desconcertaba. Para no dar publicidad gratuita, la prensa ofrecía la clasificación por equipos por el nombre de los directores. Por ejemplo, el Margnat Paloma de Bahamontes era el “Raoul Rémy” y el Saint Raphael de Anquetil era el “Raphael Geminiani”.

    Por supuesto, del Tour mayor todo se nos reducía a Bahamontes, que llegó muy retrasado a los Pirineos, remontó espectacularmente allí, pero luego perdió 15 minutos camino de Carcasonne, lo que le descartó para la general. En los Alpes volvió a brillar. Ganó la Montaña por cuarta vez.
    Así que la mirada se iba al Tour del Porvenir, donde el equipo español respondió como tal, lo que en sí era una feliz novedad, frente al gallinero que siempre había sido la selección profesional.
    Fue un duelo entre España y Holanda, tal como había supuesto antes de la salida el seleccionador, Gabriel Saura, que lamentaba que se había limado montaña respecto a la edición anterior.

    El primer líder fue Jan Janssen. Le quitó el amarillo Momeñe en la tercera etapa, lo que provocó la visita de Elola Olaso, delegado Nacional de Deportes, que se acercó desde San Sebastián, donde veraneaba, a Bayona. En los Pirineos tomó el maillot Gómez del Moral, que tras una contrarreloj se lo cederá a Hugens, también holandés. En la octava etapa, llana, todo el equipo español cayó en una trampa de abanicos y Gómez del Moral perdió ocho minutos: “Nosotros entonces no sabíamos lo que era eso. Cuando había viento de costado, los holandeses, los belgas, los franceses y hasta los italianos se organizaban, nos dejaban fuera y nos caían los minutos como ladrillos”. Y así era. En aquellos años jamás salía la palabra abanicos en las crónicas ciclistas.

    De la mili a París
    El resto fue una remontada soberbia en los Alpes, al compás de los nuevos arreones de Bahamontes. En Briançon, Gómez del Moral recuperó el maillot, un día que Hugens y Nijdam, otro holandés que llevó el amarillo, llegaron derrumbados, llorando. De ahí al final, bien protegido por el equipo, el de Cabra mantuvo el liderato. Ganó en el Parque de los Príncipes, donde dio la vuelta de honor, como había hecho Anquetil, y entregó el ramo a Eusebio Vélez en agradecimiento por el apoyo de todo el equipo. Los ocho españoles acabaron la carrera.

    El regreso a Madrid fue apoteósico. En la estación de Príncipe Pío le abrazó su paisano Solís Ruiz en medio de un ambiente de euforia general. “¡Somos o no somos españoles!”, gritaban los corredores. Y el ganador dedicó el triunfo a la Patrona de Cabra y al Capitán General de Canarias. Estaba en periodo militar y corrió gracias a un permiso especial.

    El tercero de la prueba, el holandés Jan Janssen, ganaría el Tour grande en 1968. Gómez del Moral no llegó a tanto, aunque tuvo una larga y feliz carrera. Ganó etapas en el Giro y en la Vuelta, en la que se clasificó varias veces entre los diez primeros. Ahora vive feliz en Sevilla, donde se vuelca en la organización de la Vuelta a Sevilla, carrera de promoción.

    Y aquella selección, de tan buena conducta como equipo, fue germen de lo que luego sería el Kas, continuo ganador de las clasificaciones por equipos en el Tour y en la Vuelta.
     
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    El Diablo Chiappucci fue un infierno para Miguel Indurain
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    De repente, todo cambió. El español perdió ritmo, desencajó el rostro, cedió terreno… Y el italiano aprovechó la vida extra para rematar su gesta.

    “Tuve grandes rivales, pero el más peligroso fue Claudio Chiappucci, porque era el más imprevisible y el más difícil de controlar”. Cuando Miguel Indurain dice esta frase, seguramente tiene en el recuerdo aquella crisis que sufrió en el último kilómetro de Sestriere cuando perseguía al Diablo en la etapa reina de los Alpes del Tour de 1992.

    Aquella tremenda etapa reunió cinco puertos en 254 kilómetros. Chiappucci coronó todos en cabeza. Su ataque se produjo en el Cormet de Roselend, que también se sube hoy. Quedaban 184 km. Una locura. Indurain mantuvo la calma. Tras coronar el Mont Cenis, penúltimo puerto, trabajó con Bugno, Vona y Hampsten para recortar tiempo. Y, ya en las faldas de Sestriere, comenzó la cacería final.

    El tiempo iba cayendo sin piedad. Chiappucci ya estaba a la vista: a poco más de dos kilómetros rodaba a medio minuto. Claudio iba dando chepazos, se hizo sus necesidades encima… Su madre, Renata, era un manojo de nervios en la meta. Ni siquiera el griterío del público italiano, que alentaba a su compatriota e intimidaba al español, podía frenar el desenlace... Y, de repente, todo cambió. Indurain perdió ritmo, desencajó el rostro, cedió terreno… Fue incluso adelantado por Vona. Y Chiappucci aprovechó la vida extra para rematar su heroica aventura.

    Indurain aludió luego a una pájara: “Nunca me sentí tan fatigado”. Su director, José Miguel Echávarri, desvió el foco “al agobio del público”. El escritor Javier García Sánchez, que seguía el Tour como periodista, se apunta a esa teoría en su libro ‘Indurain, la pasión templada’: “Algo en aquella marabunta humana de tifosi entusiastas impresionó, o asustó, a Miguel para hacerle levantar el pie”.

    Indurain llegó tercero, a 1:45, y se puso líder con 2:22 sobre Chiappucci. No hubo más crisis y se coronó en París, con el Diablo a su lado en el podio.
     
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    Joane Somarriba, el histórico rosa de una emigrante
    La primera y única ciclista española que ganó el Giro de Italia, hace 20 años este jueves, recuerda las dificultades y lo imprevisible de su éxito



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    Joane Somarriba, con el trofeo y la 'maglia' del Giro de 1999, en su casa de Gatika (Bizkaia). fernando domingo-aldama
    Joane Somarriba (Gernika, 1972) es una sonrisa. No la pierde nunca. Le brillan los ojos. Hace años que dejó el ciclismo, pero sigue rodeada, en su casa de Gatika (Bizkaia), de los trofeos, los maillots y las bicicletas que le recuerdan que fue la mejor ciclista española de todos los tiempos; e incluso, durante algunos años, del mundo. Pero no tiene nostalgia, dice. Este jueves se cumplen 20 años de su primer gran éxito, el Giro de Italia de 1999. Luego ganó otro (2000), tres ediciones del Tour (2000, 2001 y 2003) y un campeonato del mundo de contrarreloj (2003).


    “Ni siquiera había caído en la cuenta de que había pasado tanto tiempo, pero sí, son 20 años”.

    Cuando Joane ganó el Giro, era una emigrante. En España no se podía vivir del ciclismo. “Me fui a Italia porque aquí no había equipo, a ganar un sueldo pequeño. Llegué como gregaria para Luperini, Capellotto y las grandes ciclistas que había allí, pero después de hacer buenos resultados me llamó un director y me dijo que iba a salir un equipo, el Alfa Lum, que me quería como una de las líderes. A mí me sorprendió muchísimo que me hablara así. Yo conocía el nombre del equipo porque había sido el de Marino Lejarreta, pero nada más. Me mandaron un billete de avión para ir a hablar”.

    Le convencieron del proyecto, recuerda. “Me comentaron su idea, los fichajes que iban a hacer, y que querían que fuera un equipo potente. A mí me parecía muy fantasioso que me dijeran que yo podía ganar algo, pero ellos creían más en mí que yo misma. Había corrido ya cuatro veces el Giro. En 1996 había sido cuarta”.

    Joane se fue a vivir a Italia. “Empezamos a concentrarnos muy pronto. Compartíamos casa, y en nuestro caso unió mucho a las corredoras. Llegamos bien al Giro porque allí entrenarse era una maravilla, a veces lo hacíamos con el grupo de Pantani, con Fontanelli y los corredores del Mercatone Uno”.

    La carrera comenzó el 30 de junio. “La sorpresa fue que, en la quinta etapa, que acababa en Monte Serra, llegamos juntas Daniela Veronesi, que ganó ese día, Bouvnenkova, que fue tercera, y yo, que acabé segunda. Las favoritas, Luperini y Punciskaite, entraron a casi tres minutos. Ese día se puso de líder Daniela”.

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    Somarriba, tras ganar el Giro de 1999. EFE / ANDREA FERRERO

    Al día siguiente, Veronesi perdió tiempo en la etapa y Joane se vistió de rosa, un puesto que ratificó en la contrarreloj de la séptima etapa, de 13 kilómetros, en Portomaggiore. Fue tercera, a 45 segundos de Zabirova, la ganadora. “Entonces me entraron los nervios, me di cuenta de que podía perder el primer puesto por cualquier detalle, por un despiste o por una caída. No estaba acostumbrada”. Pero no sucedió nada fuera de lo normal. Ya no abandonaría el maillot de líder hasta el final. Lo ratificó con su victoria en solitario entre Chiuppano y Ponte di Campiello, donde aventajó en 55 segundos a Veronesi. Ya era la ganadora virtual de la carrera.

    El 11 de julio subió al podio a recoger el trofeo. Joane Somarriba le sacó 3m 23s a Boubnenkova, tres segundos más a Veronesi, y más de seis minutos a Edita Punciskaite. “Hicimos una gran fiesta, pero fue más bonito el día a día. Subía al podio vestida de rosa y disfrutaba, me venía la gente a saludar. Yo no me lo podía creer. Para mí era un regalo, estaba muy orgullosa. Tengo un recuerdo muy bonito. Además, vino mi madre con mis hermanas y estaban esperándome en la meta, fue muy emocionante”.

    Somarriba acaparó titulares, pero después llegó el vacío. Cuando se retiró, porque quería ser madre, el ciclismo femenino en España desapareció de los medios de comunicación. “Después de que lo dejara nuestra generación, la de Dori Ruano, la mía, hubo un bajón porque no había muchas mujeres que se dedicaran al ciclismo”. Pero hay esperanza. “Ahora cada vez está mejor, hay más ayudas, más patrocinadores. Afortunadamente, las cosas han mejorado mucho y las buenas carreras de hombres se están organizando también para mujeres. Eso hace que el nivel suba y que los equipos profesionales apuesten por el ciclismo femenino. Se ve también en el fútbol y otros deportes. La igualdad será difícil, pero se empieza a tener más en cuenta nuestra dedicación”.

    Resulta impensable que suceda lo que ocurrió en Hamilton (Canadá), donde ganó el Mundial y donde, por jerarquía, se atrevió a levantar la voz. “La selección llevaba cocinero, pero hacía comidas especiales solo para los hombres”. Plantó cara: “Les dije que no había derecho a esa discriminación”.

    "No somos de batallitas"
    Pese a todo, “es una época que disfruté. Volvería a ser ciclista porque fue un aprendizaje tremendo para la vida, pero no tengo nostalgia, aunque fui muy feliz. Ahora disfruto de mi vida como madre”. A sus tres hijos no les tira, de momento, el ciclismo, pese a que también su marido, Ramón González Arrieta, fue ciclista profesional. “No somos de batallitas con ellos. A ninguno de los tres les ha dado por la bicicleta. Una vez vino la niña pequeña y me dijo que la profesora de gimnasia le había dicho que yo había sido una campeona y que le había preguntado a ver si ella iba a ser ciclista, pero nada…”

    Joane tiene otra batalla contra la que luchar. “Tengo la enfermedad de Crohn. La tiene mi padre y es hereditario. Me lo diagnosticaron en el embarazo de la pequeña. Es una dolencia inflamatoria que afecta a todo el intestino. Lo malo son los brotes. Se activa la enfermedad y pierdes calidad de vida, porque tienes fiebre, diarrea y te deja hecha polvo. Cuando tuve a la niña estuve mucho tiempo ingresada, bastante mal”. Pero sonríe, como siempre, y le brillan los ojos. “Son zancadillas que te pone la vida y que hay que superar. Lo peor es que tengo que ir a tratamiento al hospital cada seis semanas. Es lo que peor llevo, es lo más duro, pero no por esa servidumbre, sino porque estoy rodeada de gente que está recibiendo tratamiento oncológico, mucho más duro que el mío. Por empatía, por el dolor que veo alrededor. Pienso que no tengo de qué quejarme cuando veo a otros que están sufriendo”.

    “Me ponen inmunosupresores para bajarme las defensas del cuerpo y que la enfermedad siga dormida. Veo gente con lo mismo que yo que tiene miedo a tomar el sol, o a coger una infección y que le derive en una neumonía por no tener defensas, pero yo me olvido de lo que tengo. Lo único que me lo recuerda es tener que ir al hospital”. Prefiere ver la vida de color de rosa, como la maglia que vistió hace 20 años. “Ramón sigue metido en el ciclismo, y en casa lo seguimos mucho. Nos encanta a los dos”.

    Palmarés de Joane Somarriba
    -Dos Giro de Italia (1999 y 2000), su segundo puesto (2005) y un tercero (2003).

    -Tres Tour de Francia (2000, 2001 y 2003) y un tercer puesto (2002).

    -Un Mundial contrarreloj (2003) y un segundo puesto (2005).

    -Un tercer puesto del Mundial en ruta (2002).
     
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  17. ray

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    Una gran luchadora.
     
  18. labeaga

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    El año que ganó un ‘cadáver’
    El Tour suprimió los equipos comerciales después de que en 1929 ganara De Waele, enfermo. Ese año llegó la primera victoria española en una etapa





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    De Waele, durante el Tour de 1929.

    El día que acabó el Tour de 1929, Henri Desgrange, su patrón, era un hombre abatido. “Hemos dejado que gane un cadáver”, aseguraba. Se refería a la victoria del belga Maurice De Waele, y a los intereses comerciales de su marca de bicicletas, Alcyon-Dunlop, que había hecho todo lo posible para que llegara a París con el maillot amarillo. “Deportivamente, el Tour no ha tenido ningún interés; éticamente ha sido abyecto”. Se remitía el patrón a la etapa del 20 de julio, entre Grenoble y Evian, con el Galibier por medio, y en el que los corredores que corrían para la marca francesa bloquearon la carrera para evitar que De Waele perdiera el liderato. Estaba enfermo, había sufrido un desmayo antes de la salida. Alcyon consiguió que el banderazo se retrasara una hora para que el belga pudiera subirse a la bicicleta, a la que le llevaron casi a rastras. “No podía tenerse en pie”, aseguraba el periodista de Le Petit Parisien. Durante las cuatro primeras horas, los ciclistas de su equipo se colocaron en cabeza a todo el ancho de la calzada para que nadie pudiera intentar una aventura. Sí alguno lo hacía, salían a por él. De Waele llegó a 15 minutos del ganador, pero conservó el amarillo.

    Dos días más tarde seguía enfermo. Cuando atacó Benoit Faure y el líder perdió 200 metros, Rebry permaneció a su lado, apoyándole, mientras Marcel Bidot arrancaba a por Faure para reprocharle: “¿Qué estás intentando demostrar?”

    De Waele ganó un Tour extraño, con menos expectación que en años anteriores, y que vivió momentos insólitos como el de la primera victoria de un corredor español, el valenciano Salvador Cardona, vencedor de la etapa Bayona-Luchon, que había emigrado a Francia con 17 años y que no podía correr en España porque había sido declarado prófugo al no presentarse a cumplir el servicio militar. Sin embargo, el capítulo más curioso llegó en la octava etapa, entre Burdeos y Bayona, en la que en el pelotón viajaron tres ciclistas –Nicolas Frantz, André Leducq y Victor Fontan– vestidos con el maillot amarillo, empatados a tiempo, y sin que el reglamento estableciera ninguna forma de desempate.

    Pero Desgrange no quería otro Tour así. En septiembre publicó las novedades para 1930. La principal consistió en suprimir los equipos de marcas. Tal como anunciaron los organizadores, correrían ocho campeones italianos con los colores de su país, ocho belgas, ocho españoles, ocho alemanes, ocho franceses, otros 40 ciclistas independientes que ya hubieran corrido en 1929 y 20 novatos.

    Y todavía más: los ciclistas llevarían una bicicleta cedida por la organización para evitar la guerra de constructores y casas comerciales. “Los gastos de los ciclistas, sus emolumentos, sus cuidados, los hoteles, su comida, sus masajes, su material, todo esto será pagado por la organización y se regirá por los contratos que firmaremos con los ciclistas para el Tour exclusivamente”. La carrera no quería morir de éxito, devorada por las marcas comerciales. Sería una batalla entre países.
     
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  19. labeaga

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    El primer héroe trágico
    René Pottier, primer ganador en el Balón de Alsacia, se suicidó meses después por un desengaño amoroso



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    René Pottier (i), montado en una bici
    El 15 de julio de 1905 el Tour asciende al Balón de Alsacia. Henri Desgrange, uno de los impulsores de la carrera, decide ampliar los horizontes de la carrera. "Ya no iremos directamente de París a Lyon, sino que haremos un gran rodeo por Nancy y Besançon", afirma. La etapa sale de madrugada, los ciclistas ven amanecer desde la bicicleta. Chocan con el coloso de los Vosgos. "Los pedales ya giran más lentamente, casi parecen querer detenerse en punto muerto. Entonces es como un estertor de muerte, el abandono completo de uno mismo, el pecho late a grandes golpes, el cuerpo se endereza, el esfuerzo ha terminado, el hombre se inclina hacia un lado, como una columna que cae, luego se baja de la bicicleta. Se acabó, está derrotado irreparablemente", cuenta Victor Breyer en su crónica de L’Auto.

    "Van seis. Petit Breton pierde cien metros por culpa de un auxiliar ineficaz y no podrá ya recuperarlos", continúa el periodista. "Comienza una lucha que calificaría de epopeya". El relato preciso, minuto a minuto. "Los cinco primeros kilómetros se pasan sin incidentes. Después es Cornet el que demarra furiosamente, intentando distanciar a sus rivales pero, ante nuestra sorpresa, es Trousselier el que cede primero. ¡Solo quedan cuatro! Es demasiado duro para Cornet. Se le curva la espalda con el esfuerzo y los otros responden. Pero a Georget se le acaban las fuerzas. ¡Solo quedan tres! Un poco más lejos, Cornet ve a su gran rival, Aucouturier, descolgado. No podemos creerlo, pero la gran sorpresa está por llegar. Vemos que, de repente, Pottier adelanta a Cornet. Los dos se enzarzan en un duelo feroz, resoplando y con chorros de sudor por el rostro. De su pecho brotan profundos suspiros, como los de los obreros metalúrgicos delante de un horno al rojo vivo. Cornet pierde dos largos, los recupera y vuelve a descolgarse, otra vez, y otra. La victoria es para René Pottier, que no se yergue más que en la cima".

    Tres años más tarde, el 15 de julio de 1908. Un ciclista llora allí mismo. Es André Pottier. Hace tiempo que han pasado los mejores. Se ha parado en el monolito que Desgrange le ha dedicado a su hermano René. En lo más alto, junto al monumento de Juana de Arco y la estatua de la Virgen. En enero de 1907, meses después de ganar el Tour, René se suicidó, a los 28 años, al parecer por el engaño de su mujer, colgándose en el gancho donde aparcaba su bicicleta Peugeot en un pabellón junto a su domicilio. Había sido el primer rey de la montaña después de ascender el Balón de Alsacia, "un animal sobre la bicicleta", según Lucien Petit-Breton, su gran rival. Pottier, "delgado como un palillo, negro como el carbón", con un elegante bigote acabado en punta, consiguió subir al Balón sin bajarse de la bicicleta. Tres años después ya era historia del Tour. "Tal vez fue la primera vez en toda la vida de este hombre valiente en la que tengamos que apelar a eso que los moralistas llaman falta de coraje", escribe Desgrange.
     
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  20. Harek

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    Por aquí, por allí...
    Aquí tienes, un monumento que recuerda a Francisco Cepeda Nistal...

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    Hasta luego.
     
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