Epica ciclista..Historias de un deporte

Tema en 'General' iniciado por labeaga, 19 Ene 2019.

  1. labeaga

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    Mario Cipollini, el ciclista revolucionario


    Tras la última curva aparece una masa de ciclistas a toda velocidad; en un instante esa muchedumbre se expande y se vuelve a contraer, uno de ellos levanta las manos al cruzar la línea de meta. Luego, aplausos, trofeo, flores, besos, cava, otra vez aplausos, recogida del cheque y hasta siempre. Al día siguiente, todo vuelve a empezar.

    La vida laboral de los ‘esprinters’ también suele ser corta. Hay que ganar el suficiente número de carreras -y evidentemente de dinero- antes de que las caídas y los años te hagan coger miedo y perder potencia. Mario Cipollini podía haber sido uno más, otro en la inagotable lista de especialistas en ganar etapas llanas y llenar el bolsillo a pequeños puñados. Pero nunca lo fue. Él era el más rápido y ganaba mucho, pero su mayor victoria fue acabar con la fugacidad del ganador. Fue un pionero que entendió el mundo actual, la expansión del ciclismo por todos los continentes, la importancia de la imagen, de los comentarios, de la publicidad. Mario no cambiaba al bajar del podio, él era ciclista-actor las 24 horas del día. En la jornada posterior a una victoria suya sí se hablaba de él. Y hoy seguimos hablando de él.

    Un enorme palmarés
    Su trayectoria es espectacular; en 17 temporadas obtuvo 189 victorias. Sus mejores números los registra en su país, Italia. Posee el récord de victorias de etapa del Giro de Italia, donde ostenta la inabordable cifra de 42 triunfos. Además, Cipollini fue tres veces ganador del maillot ciclamino de la clasificación por puntos en los años 1992, 1997 y 2002. En el Tour de Francia conquistó el triunfo de etapa en 12 ocasiones, el mejor registro italiano de todos los tiempos junto al de Gino Bartali. Asimismo, el ciclista transalpino es el vencedor en la etapa más rápida en la historia del Tour, a más de 50 km/h en 194,5 kilómetros. Con 35 años se proclamó Campeón del Mundo de ruta en una jornada muy accidentada en Zolder (Bélgica), donde Freire y otros muchos sufrieron accidentes en un recorrido nada exigente. Cipollini había obtenido el éxito en la Milán-San Remo en ese mismo año (2002). Fue tres veces ganador de Gante -Wevelgem (1992, 1993 y 2002) y campeón italiano de ruta en 1996. En la Vuelta a España venció en tres etapas, durante el año 2002. Los números son claros: El Rey León fue el gran dominador entre los velocistas durante toda una década.

    Il bello era algo mejor que otros ciclistas en las llegadas masivas, pero era mucho mejor que ellos después de la meta. El ciclismo es un negocio publicitario y Mario quiso ser un buen “cartel”. Al principio explotó su sexualidad -no es habitual que un ciclista mida 1.90 metros, esté musculado y lleve melena (mucho tuvo que ver su afición por el temo, antes de dedicarse al ciclismo)-. Entre el año 1989 y 1992 fue progresando en Italia, consiguiendo cada año más y más éxitos hasta convertirse en el ciclista de moda en el país de la bota, deslumbrando tanto dentro como fuera de carrera. En 1993 ganó su primera etapa en el Tour, pero aún era uno más entre muchos: Van Poppel, Jalabert, Abdoujaparov, etc. En el año 1994 llegó al equipo Saeco, con el cual se consagró como una estrella mundial del deporte, convirtiéndose en el mejor llegador de todos los tiempos.

    Su actuación no acababa en meta, de hecho no acababa nunca. Siempre sonriente y engominado, contestaba a todas las preguntas, aunque fuesen sobre sexo. Los periodistas le buscaban y él les daba todo el juego que le pedían. No se cortaba absolutamente nada en las entrevistas ni en sus apariciones en televisión. Según sus propias palabras, sus mejores victorias se habían producido “corriendo detrás de las mujeres”. Escribía artículos en periódicos de todo tipo, posaba en revistas –normalmente junto a muchas chicas con poca ropa-, y, sobre todo, creaba su imagen. Su actitud parecía la de un actor más que la de un ciclista, pero luego siempre cumplía con su sus objetivos, y siempre ganaba carreras.

    Lo siguiente que se le pasaba por la cabeza es modificar su vestimenta oficial para que fuese diferente a la del resto del equipo, algo absolutamente prohibido. Comienzaba a crear culottes personalizados, unas veces con la bandera italiana y otras con alguno de los colores de la misma, o con algún dibujo especial. Cuando era líder de alguna clasificación, igualaba el color de su culotte y de los calcetines con el del maillot de líder para que, según él mismo, ir “haciendo juego y no desentonar”. Evidentemente siempre era multado, pero no le importaba en absoluto, y sus patrocinadores estaban encantados de pagar las multas por él. Todas las mañanas el autobús de su equipo era el más esperado por periodistas y aficionados, deseosos de conocer que “modelito” luciría el ídolo italiano. La sorpresa llegó con el Tour. Consiguió el liderato y por tanto el derecho a vestir el maillot amarillo, pero parece ser que el maillot era poco. La mañana en cuestión apareció vestido completamente de amarillo, desde el pelo hasta las botas, incluida la bicicleta y todos sus componentes.

    A partir de ahí fue un no parar: maillots de cebra, de emperador romano, de hombre al que se le ven los músculos- este es para verlo-, de tigre, etc. Alguna vez incluso se presentó en la salida vestido de jeque árabe. Cipollini promocionó el ciclismo y viceversa, creándose una relación de mutualismo perfecta.

    La táctica insuperable de ‘Il Treno’
    La popularidad de Mario Cipollini era tan grande que se convirtió en líder de las escuadras en las que corrió, algo impensable para un corredor que no acababa nunca las grandes vueltas por etapas. Era parte importante en la toma de decisiones de los equipos, tanto en designaciones de carrera como en fichajes. En su extraordinario año con la escuadra Acqua & Sapone (2002), crea il treno perfecto. Mario Scirea conducía el pelotón al entrar en el último kilómetro a 60 km/h, Bennati continuaba a tope hasta que cedía su sitio a Lombardi, que aceleraba la marcha al máximo, hasta que a falta de 150 metros, Supermario se ponía en cabeza y ganaba. Un día tras otro, una victoria tras otra. Sin ser molestados, sin nadie con potencial para plantarles cara, Cipollini parecía ganar las carreras sin despeinarse. Sólo el paso de los años y la aparición de un joven rival como Alessandro Petacchi pudieron alejarle de la senda de la victoria.

    Sin duda, Cipollini ha sido una parte muy importante para la configuración del ciclismo moderno. Demostró que un corredor que no acaba grandes vueltas también puede destacar. Su comportamiento, siempre deportivo en las llegadas, fue clave para la disminución de caídas y sirvió de buen ejemplo para endurecer la normativa contra los conflictivos y aplicar la obligatoriedad del casco en la vestimenta. Tras una caída contra las vallas en Salamanca, provocada por un codazo de su compañero Adriano Baffi, se comenzó a sustituir el vallado de patas por el vallado de seguridad, evitando futuros enganchones y caídas. Hoy en día no hay ciclista que no personalice su bicicleta, su casco o su vestimenta si es líder de alguna carrera o campeón de alguna nación. De hecho, las marcas comerciales pagan para que los ciclistas lo hagan, e incluso la normativa ya no es rigurosa en ese aspecto. Ahora no hay ciclista destacado que no tenga un contrato con alguna firma empresarial relacionada con el ciclismo o el mundo de la bicicleta. Desde su merecida retirada, Cipollini actualmente se dedica a promocionar su propia línea de ropa y su marca de bicicletas. Eso sí, como no podía ser de otra manera, ambas de manufactura totalmente italianas y con su sello personal, la mezcla de genialidad y trabajo.
     
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  2. labeaga

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    Julián Berrendero, el héroe ciclista que ganó la Vuelta a España tras ser represaliado y pasar 18 meses preso
    El escritor británico Tim Moore recorre los escenarios de la Vuelta de 1941 en un viaje por la memoria de la Guerra Civil, siguiendo la huella del brillante deportista que estuvo año y medio preso en los campos de trabajo y prisiones franquistas antes de proclamarse campeón.

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    El ciclista Julián Berrendero, apodado 'El negro de los ojos azules'.

    Septiembre de 1939. Terminada la guerra, Julián Berrendero regresó a España. Fue detenido nada más cruzar la frontera en Irún. El rey de la montaña del Tour de 1936, el ganador de una etapa en el Tour del 37, sufrió 18 meses en diferentes campos de concentración. Sobrevivió al hambre, las enfermedades, los trabajos forzados. Pocos meses después de haber cumplido su castigo compitió en la Vuelta a España de 1941, que ganó.

    Un día de aburrimiento y pandemia de la primavera de 2020, el escritor y periodista británico Tim Moore leyó la historia de uno de los mejores ciclistas españoles de los años treinta, y sus peripecias, su horror absurdo, le conmovieron tanto que inmediatamente se embarcó en una aventura a la que no le cabe sino el adjetivo inevitable de quijotesca. Con sus indagaciones, Moore descubrió que Berrendero había montado una tienda taller en el Chamberí madrileño y que aún existían en buen estado bicicletas con la marca Berrendero, tubería de acero Reynolds, grupo Campagnolo, construidas en los años setenta. Por amor a Berrendero, el verano canicular y africano de 2020, sobre una de ellas, salida del taller en 1975, y la bautizó La Berrendero, con las piernas ansiosas, y el corazón estremecido cargado de intriga, Moore y su alma orwelliana y antifascista, emprendieron una aventura loca, la de recorrer los caminos de la Vuelta a España de 1941, de Madrid a Madrid en 21 etapas y más de 4.000 kilómetros.











    Artistas españoles frente a Franco: el largo viaje desde el falangismo hasta la oposición
    “Por primera vez, pero no la última tuve la impresión de que aunque la intención de la carrera [que partió el 12 de junio de 1941 del arco de la Victoria junto a las ruinas, trincheras y búnkeres de la Ciudad Universitaria] para unir España, el recorrido se había planeado de tal manera, tan detalladamente tocando las narices de los perdedores, que recordara a todos quién había ganado la guerra”, escribe Tim Moore en una de las primeras páginas de Vuelta Skelter (algo así como Vuelta Revuelta), el libro en el que recoge sus penurias y desventuras en bicicleta por los mismos lugares 79 años más tarde, su sufrimiento bajo el sol inclemente del julio más caluroso del siglo, sus desesperanzas nocturnas cuando introduce en Google el nombre de la ciudad en la que pernocta junto a las palabras “guerra civil” y coteja la información con la lectura del Holocausto español, de Paul Preston.

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    La inauguración de la tienda de bicicletas 'Berrendero y Real'. Julián Berrendero, el quinto de izquierda a derecha, agarra el sillín. /PÁGINA DEññ
    Su voz, su palabra, se hace entonces la voz de los que nunca la tuvieron. La voz de los desaparecidos, la voz de Berrendero, que nunca pudo, en toda su vida de rabia, tener palabra para decir la suya. El diario costumbrista, amable e irónico a la inglesa se convierte entonces en un libro de viajes en la memoria. Ante sus ojos horrorizados y hambrientos, solo iluminados en Bujaraloz cuando recuerda el paso de la columna Durruti por el pueblo, se despliega un catálogo tan amplio del mal intrínseco de las fuerzas franquistas, su deseo de exterminio, tanta muerte, tantos muertos en fosas comunes, en cunetas, en tapias de cementerios, que, más tarde, cuando intenta cenar en las plazas de pueblos y ciudades rodeados de gentes alegres, casi felices, de fiesta, no puede sino intentar repetida y vanamente conciliar la gente tan “encantadora” que le rodea festiva con sus ancestros “cegados por el odio”.


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    No lo consigue y el misterio de esa España le intriga y perturba tanto como la pervivencia aún en catedrales y plazas de placas en honor de José Antonio y otros héroes fascistas, como le extraña el olvido, el silencio que le devuelven las gentes cuando intenta recordar la guerra o el campo de concentración en la playa de Rota, en el que penó unos meses Berrendero el invierno de 1940, convertido ahora, ironía extrema, en una reserva natural de camaleones.

    Un pionero
    Y le extraña, y entristece más, que nadie de aquellos con los que se cruza haya oído nunca hablar de su héroe personal, del Julián Berrendero —”vamos Hoooolián”— a quien homenajea sometiéndose voluntariamente a una tortura similar a la que debió sufrir el gran ciclista para ganar la terrible Vuelta de 1941. No entiende la desmemoria española hacia uno de los grandes pioneros de su ciclismo, el Fausto Coppi que gana el Giro al regreso de su cautividad en el África de la II Guerra Mundial en versión española, el campeón maltratado siempre, Berrendero, capaz de ganar dos vueltas tras tanta penalidad y hasta de correr, a los 37 años, el Tour del 49.

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    La portada del diario Marca anuncia la victoria de Julián Berrendero en la Vuelta a España de 1942.
    “Aún hoy no sé a qué fue debida la suspensión de mi licencia”, escribe en 1949 Berrendero en su autobiografía, Mis glorias y mis memorias, usando el eufemismo “suspensión de licencia” para referirse a sus dos meses en el campo de concentración de Torrelavega, un antiguo almacén de madera, desde septiembre del 39, a los dos siguientes meses en el de Espinosa de los Monteros, en la fría montaña burgalesa, y a su año en La Almadraba de Rota y su condena a pavimentar con piedra las calles de la ciudad gaditana. “Yo siempre lo he achacado a trámites de depuración, pero lo que siempre me ha extrañado es que corredores que, ausentes también de la Patria, actuaron casi siempre junto a mí fuera de ella, y como yo estrictamente deportistas, no corrieron a su regreso mi tan mala suerte”.

    Berrendero, de tez tan morena y ojos tan claros que era conocido como el Negro de los ojos azules, nacido en una caseta de peón caminero en San Agustín de Guadalix, Madrid, en 1912, se refiere a Ezquerra, a Cañardo, a otros componentes de los equipos españoles a los que el 18 de julio del 36 les pilló corriendo el Tour y decidieron no volver a la España en guerra. Se quedaron en Francia. Corrieron el Tour del 37 con la bandera republicana —un maillot morado con una franja roja y otra amarilla—, juraron fidelidad al poder legal en España, la República, y se comprometieron públicamente a donar la mitad de sus ganancias para los huérfanos de la guerra. Solo Berrendero fue castigado a su regreso. La duda, la rabia ante la injusticia le acompañaron toda su vida, hasta su muerte en 1995.

    Quizás la respuesta a su pregunta la halló un loco inglés, Tim Moore, consultando su tarjeta en el archivo de sospechosos que un agente de la Gestapo compiló durante la guerra en Salamanca. En él, entre la de dos millones de sospechosos, está la ficha de Berrendero con una sola anotación: “Deja la mitad de sus honorarios en la vuelta ciclista a Francia para ayudar a los huérfanos de la guerra. “MUNDO OBRERO”. No 485. Pág. 3 día 7 de julio de 1937″. No es desatinado concluir, pues, que la sola mención de su nombre en el órgano de prensa del PCE fue lo que condenó al ciclista, una víctima más de una guerra que no se puede olvidar.
     
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  3. labeaga

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    Hola,
    He estado revisando un poco el hilo (lo suelo hacer para evitar repetirme), y he visto que me falta una de las historias más importantes del ciclismo del siglo XX.

    Como es larga la voy a poner por partes para no hacer las aportaciones muy largas.
    Un saludo

    Gino Bartali y Fausto Coppi: La leyenda del ciclismo italiano



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    “Cuando hoy, durante la ascensión por las terribles pendientes del Izoard, hemos visto a Bartali lanzarse solo en persecución, a grandes golpes de pedal, manchado por el lodo, hundidas las comisuras de los labios en un rictus que expresaba el sufrimiento de su cuerpo y su alma –Coppi ya había pasado por ahí hacía un buen rato y afrontaba las últimas rampas del puerto-, ha resurgido en nosotros, 30 años después, un sentimiento que nunca hemos olvidado. Hace 30 años, quiero decir, aprendimos que Héctor fue asesinado por Aquiles (…) Por supuesto, Coppi no posee la fría crueldad de Aquiles; más bien al contrario. Ambos campeones son, sin duda alguna, los más cordiales, los más amistosos. Pero Bartali, más distante, más brusco –de forma inconsciente, en cualquier caso- vive el mismo drama que Héctor: el drama de un hombre vencido por los dioses. Contra la misma Atenea debió luchar el héroe troyano: su muerte resultó fatal. Fue contra una fuerza sobrehumana contra la que luchó Bartali, y no podía sino perder; es el poder maléfico de los años. Su corazón, sin embargo, sigue siendo formidable; su musculatura se mantiene en perfecto estado y su espíritu guarda la firmeza de los años en que la suerte le sonreía. Pero el tiempo hace estragos sin que él se percate de ello (…) Y hoy, por segunda ocasión, ha perdido”.

    Dino Buzzati, periodista y escritor para El Corriere della Sera. Crónica de la etapa Cuneo-Pinerolo del Giro de 1949

    Se agitaba la Italia de entreguerras. El país enardecido por Mussolini se mesaba las armas y las enseñas, primero fascio, luego dictadura y finalmente Imperio, para luego arrepentirse de casi todo. El país no gozó de grandes figuras deportivas. La máxima emoción la dispensaban una Roma y una Lazio fuertemente politizadas, la una con la izquierda roja y la otra con los fascistas. En medio, la bicicleta surcaba las calzadas y colinas del país mediterráneo. Gustaba mucho el ciclismo en Italia y el Giro era, con permiso del Calcio, el mayor evento deportivo del año. El país del Imperio Romano, del Renacimiento, los Papas y de Verdi, se echaba a las carreteras y cunetas para contemplar el espectáculo de los hombrecillos de palo escalando las lomas y cuestas escarpadas. El sufrimiento de esos hombres no parecía de este mundo. Los tifosi de la bicicleta eran legión pero no hubo nadie con verdadero tirón después del pentacampeón Alfredo Binda —apodado La Gioconda por su elegante y constante sonrisa— hasta que vino Gino Bartali, un toscano gentil y humorado que hizo las delicias del Duce, muy admirador, y que mejoró todo lo pasado y presente. Era 1936 y los ánimos en Europa estaban cada vez más crispados. A los héroes populares se les pagaba a precio de oro para que añadieran literatura a la causa. Mussolini lo sabía y Bartali se dejó querer. Y si él era bueno, y Valetti, y Camusso, irrumpió a la zaga el piamontés Fausto Coppi y los superó a todos. Y sólo Gino Bartali se negó a dejarse pasar por el carismático Fausto, cuyo esfuerzo no parecía tener rendición, o sólo a Gino le dieron las piernas para plantarle cara. Desde 1940 Coppi y Bartali serían la religión enfrentada del ciclismo italiano, un mito de rivalidad que hizo florecer —con permiso— la emoción del deporte de Homero. El ciclismo en Italia fueron ellos dos como en Occidente al principio fueron Dante, Cervantes o Shakespeare.

    La postal era como sigue. Uno guapo y otro feo. Uno católico y otro ateo. Uno conservador y el otro casi comunista. Bartali era un diésel fiable y de intenciones claras; tradicional, elegante, italiano de viejas esencias. Coppi era impredecible y melancólico, corredor a golpe de inspiración; huidizo, tímido, enjuto, revolucionario a su manera. Bartali era hosco pero enamoraba; Coppi caía bien, pero nadie acababa de entenderle. La realidad era que ambos ciclistas ofrecían un abanico teórico de diferencias que colmaba la libido de los periodistas y aficionados. De salida era inevitable que fueran corredores de éxito y no se les confrontara a ambos lados del póster. La venida de Bartali y la posterior irrupción de Coppi fue una magnífica noticia para Italia y para La Gazzetta dello Sport, periódico impulsor del Giro. Ninguna competición sobrevive sin conflicto. Eran como Belmonte y Joselito, juntos pero no revueltos y con una rivalidad más en el papel y en las bocas que entre dos hombres que, en honor a la verdad, fueron más amigos que enemigos aunque nunca quedaran para almorzar. No importaba, no obstante, que ninguno hubiera matado realmente a Liberty Valance. Lo importante era que figurara como tal, y así fue para la Italia de los mitos.

    “Clásico, metafísico también, de la palabra…”

    Gino Bartali hizo acto de presencia en el Giro de 1936, con 22 años. Corría con el invencible equipo Legnano y sorprendió a todos imponiéndose en la clasificación general final al veterano Giovanni Valetti. Fue un comienzo precoz, realmente precoz. Cerca estuvo, sin embargo, de dejar la bicicleta tras la traumática muerte de su hermano Giulio Bartali un mes después de la victoria en la ronda italiana, pero fue convencido de continuar con su carrera. Se recuperará y al año siguiente Bartali se consagra. Con 23 se enfunda de nuevo el rosa en Milán, esta vez con amplio margen y llevando todo el peso de la carrera, erigiéndose sin discusión como la figura ciclista del país. Tras su paso seguro y elegante van los pasos de una Italia muy compleja a caballo entre lo conservador y lo nacionalista, hija de la alianza de poder entre la media y alta burguesía y el nuevo corazón fascista. En 1938 Bartali redobla el reto y renuncia al Giro para correr el Tour de Francia, la enigmática ronda gala. Sólo un italiano la había ganado hasta entonces, Ottavio Bottecchia. Correr en casa era algo familiar, un ejercicio de gran dureza doméstica al sol de la propia patria. Correr fuera era algo más cercano al excursionismo y la aventura, una misión más hostil en la que tantos uomini habían fracaso anteriormente. Pero Gino Bartali fue y volvió vestido de amarillo. Se impuso con creces sacándole más de quince minutos al segundo y al tercero, completando un Tour fantástico que ganó, sobre todo, tras una gran cabalgada en solitario en la decimocuarta etapa entre Digne y Briançon. Todo el país se había enamorado de su ciclismo inmaculado, fiable, de una forma de correr armónica y graciosa. A finales de la temporada de 1938 la estrella de Gino Bartali brillaba sin igual. Hitler, sin embargo, tenía otros planes.

    La Segunda Guerra Mundial se cobró sus mejores años de carrera deportiva. El corredor de ciclismo siempre florece entre los 26 y los 31, casi exactamente los años que Gino Bartali tuvo que permanecer, como todos, a la sombra de la competición. Gino, sin embargo, no se mantuvo inactivo. La que sigue es una de las historias más fantásticas del ciclismo y sus episodios. Lejos de su reputación de simpatizante del Eje —algo más o menos demostrado— el ciclista florentino llevó a cabo una misión que contravino los planes del Tercer Reich y, por añadidura, de la Italia fascista. Bartali corría y corría por las carreteras de la Toscana y de Umbría, tanto de día como de noche. Las patrullas lo paraban y él aducía estar entrenando. Lo reconocían y lo dejaban marchar de buen grado, ufanos de haberse cruzado con el mito ciclista Gino Bartali, sin sospechar que los tubulares de esa bicicleta no iban vacíos. Él y su montura serían mensajeros de una red de falsificación de documentos que puso a salvo a cientos de judíos perseguidos por el Reich. Haciendo bueno su sobrenombre de El Monje, iba y venía de las iglesias donde entregaba como correo los diferentes envíos. La red creada por Giorgio Nissim con el apoyo de varios arzobispos elaboró pasaportes que pusieron a salvo hasta un total de 800 judíos italianos y de otras nacionalidades gracias a las pedaladas de Gino Bartali, que entrenaba, y entrenaba y entrenaba. Hasta el año 2003 nada se supo de esto. Bartali, por su parte, murió silenciosamente en el 2000.

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    Última edición: 23 Dic 2021
  4. labeaga

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    Gino Bartali y Fausto Coppi: La leyenda del ciclismo italiano II


    Fausto Coppi, la horma del zapato


    Después de la guerra Bartali continuó su carrera con gran éxito, pero ya sabía que no estaba solo. Y lo sabía desde antes del conflicto. Fue en el Giro de 1940 cuando se encontraron por primera vez, el uno gigante, el otro minúsculo, ambos en el mismo equipo. La squadra Legnano era la dominadora del ciclismo italiano y Gino Bartali la figura del momento. Sin embargo, el toscano empezó el Giro con muy mal pie. Una caída al poco de empezar le dejó bastante diezmado y muy retrasado en la clasificación general. Con sus opciones de victoria seriamente comprometidas de inicio y en medio de un contexto bastante accidentado, el espigado Fausto Coppi pidió permiso para atacar en la quinta etapa. Apenas era un gregario de 20 años absolutamente desconocido. Se sentía bien e iba en cabeza con los mejores, pedaleando ufano en su primera participación en el Giro. Le concedieron permiso y Coppi se marchó, pero tuvo mala suerte y un problema mecánico le privó de la victoria. Poco importó porque la ruptura ya había sucedido. Gino Bartali estaba demasiado lejos de la cabeza y Fausto fue liberado de sus limitaciones de subordinado. Ungido tácitamente como la primera baza del Legnano, primero con indiferencia y luego por el peso de la propia prueba, el tal Fausto Coppi pudo hacer carrera más o menos por su cuenta. En la decimoprimera etapa hace que lo tomen en serio marchándose subiendo el Abetone. El bisoño Fausto corona sin sombra que le siga, desciende a tumba abierta pese a la lluvia y al granizo y llega en solitario a la meta, infligiendo un retraso de casi 4 minutos a sus competidores. Más aun, Coppi se enfunda el rosa ese día por primera vez en su carrera y coloca su candidatura para Milán junto a la de los mejores. Mientras todo el mundo se frotaba los ojos, Bartali, su jefe de filas, se quejaba amargamente a su equipo. Las bazas del Legnano ya estaban con el joven Coppi pero Gino dice sentirse traicionado, ninguneado. Hablaba la voz de una frustración muy concreta, la de la incredulidad más absoluta ante lo que estaba pasando. No sólo se le había torcido la carrera sino que además tenía que soportar como un cachorro de su propia manada se ganaba todos los elogios. La realidad es que todos, con razón, habían subestimado al gregario de poca monta, al espigado y enjuto Fausto Coppi. Como aquella irrupción de Damiano Cunego en 2004, surgido del equipo de Gilberto Simoni, o aquella aparición de Ullrich en el Telekom de Bjarne Riis, la revolución se produjo en el corazón de la mejor casa. Desafortunadamente para Gino Bartali, Coppi no sería flor de un día ni de dos. Ganaría ese Giro, el de 1940, con una insultante juventud, y seguiría ganando trofeos a lo largo de su larga carrera. En adelante sería la horma de su zapato y su hermoso motivo de rivalidad.

    En 1946 se reanudarán la mayoría de competiciones deportivas. La deprimida Italia, salida de una guerra especialmente ruinosa para ella y con una posguerra de gran desánimo, buscaba consuelos allí donde podía. Estaban Rossellini, Visconti y Vittorio de Sica, por un lado, y el fútbol y el ciclismo por el otro. Eran el placebo favorito de una nación anciana pero jovencísima, hecha trizas, un país que no sabía ser país y que nunca aprendió a serlo. En el árido blanco y negro de las películas de Cinecittà había una tristeza que prendía eufórica cuando se devoraba deporte, como dos caras del mismo ánimo. Acabada la guerra, en efecto, las bicicletas volvieron a echarse a las carreteras y los tifosi inundaron de nuevo las cunetas, sin nadie, ningún aficionado, que pudiera permanecer neutral ante el duelo que estaba por venir. En el Giro de 1946 todo el mundo esperaba el choque entre las dos estrellas italianas, Gino Bartali y Fausto Coppi, cuya incipiente rivalidad había quedada aparcada por la guerra. Un nuevo ingrediente se unía al enfrentamiento de entonces: ya no compartirían equipo, puesto que el primero era ahora el jefe de filas del conjunto Bianchi y el segundo permanecía en el Legnano. Fue divorcio y separación de bienes y significaba que ya no habría conflicto de intereses. Primeras espadas cada uno de una nave distinta, el mano a mano durante los 22 días y 3039 kilómetros de ese Giro no decepcionó a nadie. Batallaron subiendo y bajando, en llano y contra el reloj, buscándose las cosquillas en cada palmo de tierra y asfalto. Se retaron hasta la ultimísima etapa. A la postre Bartali hizo valer su mayor regularidad y se impuso a Coppi por tan sólo 47 segundos, una desventaja tan diminuta que colmó de desesperación al pobre Fausto. La mística relación entre ambos ciclistas, tensa, arrebatada, se dotó de otra capa más de espesura y desafío. Contra pronóstico la juventud de Coppi aún no pudo doblegar a la veteranía de un Bartali que por entonces ya contaba con 32 años. El delfín aún tendría que esperar al año siguiente para hacer valer su ley, el empuje del irresistible Aquiles contra el finito Héctor.

    En el Giro de 1947 las apuestas estaban más divididas que nunca. El morbo por saber cuánto resistiría Bartali a la inspiración de Coppi excitó los ánimos de todos los tifosi. Pese a que el veterano portó la túnica de líder durante las primeras 17 etapas, amenazando con volver a campeonar, Coppi hizo buena su audacia con una gran escapada de 150 kilómetros en la jornada decimoséptima entre Pieve di Cadore y Trento. Lo hizo en solitario, a su más puro estilo. En la línea de meta Bartali llegó con más de 4 minutos de retraso y perdió el jersey de líder sin remedio. Al final esta desventaja sería definitiva en la clasificación general y el pronto bautizado como La garza reale, que sólo ganaría, con todo, por minuto y pico, llegaría coronado a Milán 7 años después. Todo el mundo observó su victoria como providencial, como asignada naturalmente al normal signo del tiempo y del deporte. ¿Pero Bartali estaba acabado? En absoluto: aún realizaría la hazaña más memorable de su carrera. Diez años después de su fantástica victoria en la ronda gala, Il Vecchio volvería a correr el Tour de Francia. El Tour de 1948 sería una edición con grandes repercusiones en todo el continente y, por diversas razones, fue vivida con emoción especial en Italia. De entrada, Bartali comenzó muy mal y perdió mucho tiempo. En una carrera de tres semanas la suerte y los detalles son realmente importantes y en los primeros siete días se puede estropear todo sin posibilidad de enmienda. En ese trance estaba, sufriendo la losa de una desventaja de unos 20 minutos con los mejores. A cientos de kilómetros de Francia, el 14 de Julio de 1948, el dirigente comunista Palmiro Togliatti sufrió un grave atentado en Roma por parte de grupos paramilitares fascistas. Tras el ataque se desencadenó en Italia una grave crisis social y los sindicatos del país convocaron una huelga masiva. El clima era claramente pre-bélico. Esa misma noche, un Gino Bartali muy desmoralizado por su marcha en el Tour recibe la llamada del Primer Ministro italiano, Alcide de Gasperi, que le informa de la situación. Le conmina a no retirarse de la carrera y a ganarla para calmar una situación que tilda de estar al borde del estallido revolucionario. Exagerado o no, Bartali llevará a cabo una gran remontada —quien sabe si por patriotismo, por gloria deportiva o por algo de ambas— y llegará a la meta como el mejor corredor de todos los participantes. La imagen de Gino Bartali con 34 añazos vestido de amarillo en París, finalmente, llenará de euforia a los italianos, mientras Togliatti se recuperará de sus heridas y el clima volverá a su cauce como por efecto de analgésico. Poco o nada se solucionaría en Italia, cabe decir, pero el ciclismo había dado algo de cuartelillo al maltrecho país transalpino. Opio del Mediterráneo.

    Vuelto de Francia con la vitola de campeón eterno e incombustible, los retos continuaban. ¿Era aventurado darlo como favorito de cara al próximo Giro ante un Fausto Coppi más joven y ya maduro al que todo el mundo tenía por sucesor de presente y no de futuro? El enigma prendió por toda la Italia ciclista como un folletín por entregas de resultado impredecible. Los partidarios de Coppi dieron por muerto a Bartali, mientras que los seguidores de Gino apelaron a la clase y a la experiencia de su corredor, aún en excelente forma. Desafortunadamente para él, 1949 sería el año glorioso de Fausto Coppi y el comienzo del fin de la hegemonía del maestro frente al aprendiz.

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    Gino Bartali y Fausto Coppi: La leyenda del ciclismo italiano III


    1949: la Garza vuela alto


    El Giro de 1949 fue sin duda el Giro de la gesta Cuneo-Pinerolo. Era la decimoséptima etapa y aquella jornada la carrera exigía enfrentarse con La Madeleine, el col de Vars, Izoard, Montgenevre y Sestrière. Era, en efecto, la etapa reina de la ronda. Dino Buzzati lo contaba así para Il Corriere Della Sera:

    “Esta etapa, que devora a los hombres –”jamás habíamos visto una prueba ciclista tan terrible”, decían esta tarde los técnicos más expertos- comenzó en un valle triste, bajo la lluvia, bajo grandes nubes, entre la niebla flotando a ras de suelo, entre un clima de malestar, una atmósfera depresiva. Arropados por sus impermeables, los corredores, como para protegerse de este tiempo hostil, se apretaban unos contra otros, y juntos se arrastraban en la ascensión del valle de Stura como orondos y letárgicos caracoles (…) Nos encontrábamos ya en altitud, y el valle se extendía. Nos destacamos delante y, en las pendientes del ‘col’ de la Madeleine, miramos desde arriba esta carretera deslizante cuyo zig-zag se pierde en el fondo del valle. ¡El sol!El azar favorable nos permitió asistir a la escena decisiva…”

    Ni corto ni perezoso, Fausto Coppi se lanzó al ataque poco después de comenzar el día. Coronó todos los puertos en solitario, los cinco, marchando obstinado hacia la meta de Pinerolo. Fue una escapada de 192 kilómetros, sin compañía. “Un hombre solo al mando, su maillot es blanco y celeste. Su nombre, Fausto Coppi”, enunciaba Mario Ferreti en su famosa narración para la RAI. Por detrás Gino Bartali y Adolfo Leoni lo dejaban marchar. Para cuando la temeridad se había convertido en genialidad ya era demasiado tarde para darle caza o para tan siquiera acercarse. Aquello no fue épico sólo para Ferreti o Dino Buzzati y su elegiaca crónica de la jornada —preñada de Homero y los clásicos— sino además para todos los que vieron o narraron aquella gesta. Coppi ganó dos minutos al paso por la Madeleine, cuatro cuando copó Vars. ¿Dónde estaba Bartali, el otro aspirante?

    “Salpicado por el lodo, la cara gris pero su gesto inmóvil a pesar del esfuerzo… Pedaleaba, pedaleaba, como si se sintiera perseguido por una bestia terrible. […] Era sólo el tiempo, el tiempo irreparable que corría deprisa. Qué gran espectáculo ver a este hombre solo, en esta garganta salvaje luchando contra la edad”.

    Coppi ganó un minuto más arriba del Izoard, y dos más tras coronar Montgenevre, y dos más tras Sestrière. Lo que ocurrió entre Cuneo y Pinerolo, primero bajo nubes, luego al calor del sol, a través de la hierba, las montañas alpinas y sus potros de tortura sin asfaltar, la sangre, la miel y la fatiga, fue la mejor gesta que el ciclismo había dado hasta entonces. Nadie pudo recordar nada parecido. Todos los que no fueron Fausto Coppi llegaron ese día con más de 11 minutos de retraso y con más de 20 en la general final. El ciclista lombardo, que como se sentía mejor era marchando consigo mismo, llegó a la meta y aún pudo ducharse y dar alguna entrevista antes de subir al podio. Aquel día les robó el Giro a todos por varios cuerpos de ventaja. En puridad fue otra de sus grandes cabalgadas, nada que no hubiera insinuado anteriormente, pero esa manera de marchar, ese modo de remontar melancólico los colosos a grandes zancadas, con el clima en contra, desde tempranísimo aquel día, ahondando un abismo delante y otro detrás… Buzzati añadiría: “Su paso por esas malditas rampas tenía una potencia irresistible”. Y el cronista italiano acabaría por ajusticiar a Bartali con extremada piedad:

    Por primera vez, Bartali ha comprendido que llegó la hora del crepúsculo. Y por primera vez, sonrió. Nuestros propios ojos pudieron constatar el fenómeno. Alguien le saludo al borde del camino. Y él, girando ligeramente la cabeza, sonrió: el hombre arisco, distante, antipático; el oso intratable, el de las incesantes muecas de descontento, ha sonreído. ¿Por qué hiciste eso, Bartali? ¿No sabes que, mostrándote así has destruido esa especie de brusco encantamiento que te protegía? ¿Los aplausos de la gente que no conoces comienzan a resultarte afectuosos? ¿Tan terrible resulta el paso de los años? Finalmente, te has rendido.”

    Ya nadie bajó a Coppi de las estrellas. Conquistada Italia por tercera vez en su carrera, el reto del Tour de Francia de 1949 se asomaba, un mes después, en el horizonte. Sería su primera participación en la mejor carrera ciclista del mundo. A priori su principal rival en la ronda francesa no sería otro que su amigo y enemigo Gino Bartali, a la sazón vigente campeón. Y para anudar aún más las cosas, ambos campeones compartirían otra vez equipo —en el Tour, por aquel entonces, se corría por países—. Era otra vez el duelo fratricida de los italianos Pero las cosas se complicaron extraordinariamente para ellos desde el inicio. En la quinta etapa entre Ruan y Saint Malo Coppi sufre una caída y daña su bicicleta. La montura de repuesto tarda más de lo debido y además no funciona correctamente, por lo que el contratiempo se convierte en una grave hemorragia de tiempo. Naturalmente, el ciclismo de entonces no era tan eficaz solucionando percances como el de ahora. El tiempo seguía pasando y en un momento dado Coppi se desespera, arroja su bicicleta inútil y está a punto de abandonar allí mismo, pero entre Binda y Gino Bartali (que lo persuadió, literalmente, “a bofetones”) lo convencen para que Fausto siguiera la marcha. El contratiempo es trágico, una jugada cruel de los dioses. En la línea de meta su retraso con el líder en la clasificación general, Jacques Marinelli, es una brecha monstruosa: 36 minutos y 55 segundos. De milagro no vuelve a intentar tirar la toalla allí mismo. Bartali, por su parte, ha salvado mejor el contratiempo que ha retrasado a todo el equipo, pero su distancia también es durísima: 23 minutos. Pese a todo, los infatigables italianos de Binda siguieron adelante. Y curiosamente, la adversidad unió a los grandes rivales por deseo o por necesidad.

    A la jornada siguiente Coppi se resarce imponiéndose en una crono de 92 kilómetros. No arregla nada, por supuesto, pero escala posiciones y sobre todo vuelve a meterse en carrera. Su compinche de circunstancias también recorta tiempo. Cuando llegan los Alpes se rubricará una escena que ya venía insinuándose días antes, tan magnífica como grosera para el aficionado devoto: Coppi y Bartali, otra vez compañeros de equipo, colaboran mano con mano en las etapas alpinas. Se escapan formando tándem con una misión clara, seguir recuperando tiempo, como ya habían hecho en los Pirineos algunos días antes. Realizan una suerte de crono-escalda conjunta sin nadie que les siga. La jornada une Cannes con Briançon con varias dificultades de enjundia de por medio y ellos marchan en armonía, se relevan, pincha uno, lo espera el otro… Por una vez parecen un matrimonio bien avenido. De repente son Verdi y Garibaldi en la misma partitura, Rómulo y Remo de la misma loba. En la meta gana Bartali en son de paz y el toscano se enfunda el jersey amarillo, 35 años en las piernas y en el corazón, con Coppi pisándole los talones en la general y Marinelli y Magni también muy cerca. El vuelco es impresionante, entre las cronos y las etapas de montaña han conseguido enjugar toda la desventaja. No es la gesta de un día de Cuneo-Pinerolo pero es un recuperación fondista prácticamente milagrosa. El día siguiente es el último día con dificultades montañosas serias y el destino juega una circunstancia siniestra. Cuando el guión de Briançon parece repetirse y los dos italianos comandan la prueba en comandita, Bartali se cae y Coppi mira hacia atrás buscándole. Binda se lamenta pero le ordena seguir adelante. Presto, Fausto llega en solitario a la meta de Aosta (Italia) y se enfunda su primer maillot de líder del Tour de Francia. Se establecen diferencias definitivas con todos los demás, otra vez, a remolque de los italianos. Cuando los corredores llegan a meta se enteran del último y dramático capítulo del asunto de moda: de entre los dos mejores hombres, uno ha caído. La victoria es para Coppi, que salvó la circunstancia funesta que arrojó a Bartali al polvo. Los dioses parecieron dictar sentencia sumarísima. Al fin, la gesta de Coppi es grandiosa: engarza un espectacular doblete Giro-Tour por primera vez en la historia del ciclismo. Il Campeonísimo es, sin discusión, el nuevo rey de la bicicleta a partir de 1949. Aunque en Italia se siguiera adorando a Gino Bartali —35 años, segundo en el Giro y en el Tour de ese año—, la realidad demostraba tozuda que el signo del tiempo había caído con todo su peso y que el favor de los dioses ya estaba irremediablemente con Fausto Coppi. Gino, por su parte, lo observaba sin evitar pensar que había estado a una caída de distancia de su tercer amarillo.

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    Gino Bartali y Fausto Coppi: La leyenda del ciclismo italiano IV


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    Se extingue el duelo


    En 1950 los inseparables apenas se encontrarían. Se ven las caras en el Giro, que ese año terminaba en Roma, pero Coppi sufre una grave caída en la primera semana de carrera y se fractura varias costillas, viéndose obligado a la retirada. Se pone en evidencia el talón de Aquiles del superhombre: cuando se cae, Coppi sufre grandes contusiones. Su complexión frugal, un increíble engranaje hecho de carne, parece casi de cristal cuando se precipita fuera de la bicicleta. La caída en el Giro de 1950 lo deja fuera de juego para la reválida del Tour y para el resto de la temporada. Por su parte, Gino Bartali se bate con honores con el suizo Hugo Koblet —a la sazón primero ganador extranjero del Giro y gran representante del emergente ciclismo helvético— pero sólo puede ser segundo. Es un puesto de mérito pero agridulce para el longevo tricampeón de la ronda transalpina. Aún le daría ese año para cazar una etapa en el Tour y ganar la Milan-San Remo y el Giro de Toscana, su tierra de siempre. Bajo especulaciones de retirada inminente vuelve a subirse a la bici en 1951 y realiza una temporada estimable: 4º en el Tour, victoria en el Giro del Piamonte y 2º en el Mundial en ruta. Por su parte, Fausto Coppi está plenamente recuperado de sus heridas pero vuelve a tener un año aciago. No logra subir al podio de Milán y en París se conforma con una ramplona décima plaza. Su discreto rendimiento deportivo es causa, en gran medida, de la prematura muerte de su hermano Serse Coppi, también ciclista, mientras disputaba una carrera en el norte de Italia. Fausto aún tardaría algo de tiempo en recuperar el brillo, aunque tampoco demasiado. La temporada de 1952 será el último curso en el que se disfrutará de los legendarios Fausto Coppi y Gino Bartali batidos en duelo, o casi. Desafortunadamente, sólo restaba un modesto epílogo de esta historia de amor.




    El Giro del 52 volverá a alumbrar al campeón Coppi, aún en su cénit con 32 años. Nada nuevo bajo el sol y una victoria muy holgada después de dos años muy desafortunados. Finalizada la ronda italiana, en julio de 1952 el Tour se dispone a comenzar. Inesperadamente, las fricciones en el equipo italiano toman una escalada peligrosa, como en los viejos tiempos. Bartali está decidido a luchar por su tercer Tour y Coppi sólo quiere gregarios a su lado. El jaleo llega hasta tal punto que la organización del Tour amenaza con excluir a los italianos si no ponen orden entre sus filas. Nadie le concede opciones a Il Vecchio, que tiene 38 años pero aún sigue luciendo como ese diésel irresistible de la Italia de siempre. Coppi no se fía. Está decidido a ganar su segundo Tour y no admitirá distracciones. Exige a Binda que Bartali sea oficialmente excluido de la lucha y apeado de sus ambiciones de amarillo. Binda accede sin alternativa ante la petición de la estrella, Gino se resigna a la condición de gregario y el Tour comienza con rumor de bayonetas. No habrá lucha de poderes, sin embargo, y los italianos se acogerán a la disciplina del equipo durante las tres semanas. Y en efecto, Fausto Coppi volvería a ganar en Francia con todos los honores. Cimentará su triunfo, brillantísimo, otra vez, en la montaña: dominará la llegada de Alpe D’Huez —la primera de la historia— y la de Sestrière, donde infligirá más de 7 minutos a todos sus perseguidores. Será líder en la jornada 10 y ya no soltará la túnica dorada hasta París, gestionando con inteligencia sus ventajas tanto en la montaña como en las cronos. El venerable Bartali nunca pudo seguir ya a Coppi pero hizo un gran trabajo para él, además de hacerse con una notable quinta posición en la general. El doblete Giro-Tour de Fausto en 1952, el segundo de su carrera, asienta a Il Campeonísimo en el Olimpo del ciclismo mundial y lo destaca claramente como el hombre más laureado de la historia del deporte de la bicicleta. Es Julio César apoderándose de la Galia, pero sin Pompeyo que lo inquiete. La sombra del brillantísimo doblete de 1952 es la frustrada tentativa de Bartali de disputar el Tour, su intento negado de robarle un último asalto al hombre que le bajó de la gloria por el peso del tiempo, los años y los dioses. En cualquier caso el ciclista toscano se obstinaría en alargar su carrera aun más y correrá muy dignamente en 1953, emprendiendo la retirada final al término de esa campaña. Después de ello Coppi seguiría ganando pero el brillo de sus victorias perdió destellos, quilates, muy al margen de que ya no volviera a vencer en ninguna carrera de tres semanas. Ganara lo que ganara e hiciera lo que hiciera, sin Bartali ya no podía poner en valor sus aventuras.
     
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    Gino Bartali y Fausto Coppi: La leyenda del ciclismo italiano V y último


    Homero, el bidón y la leyenda


    Sesenta años después en Italia se sigue discutiendo sobre ello. La rivalidad del ciclismo italiano parece haberse resumido en la famosa escena del bidón de agua. Era ese último Tour de 1952 donde se vieron las caras y Fausto Coppi y Gino Bartali escalaban laboriosamente el coloso Galibier. Era la decimoprimera etapa y Fausto ya portaba el jersey amarillo de líder de la carrera. El tándem italiano trabajaba para seguir maximizando diferencias. Cabe recordar que Coppi era el jefe de filas y Bartali hacía, a disgusto, de gregario. En fin, que subían, y subían, Fausto delante, Gino a rueda. En un momento dado los dos se miran de reojo y estiran su brazo, el uno hacia delante, el otro hacia atrás, encontrándose. Se dan algo. Se pasan un bidón de agua. Pero, ¿quién se lo da a quién? El fotógrafo estaba allí para robar el momento pero la imagen estática no lo aclara. Pese a que los roles estaban claros aquello era una genuflexión en toda regla, un símbolo de debilidad intolerable para el tifosi. Si se ayudan, que no se note; manca finezza y todo eso. El pecado consistió en que alguien tuviera la ocurrencia de inmortalizar ese momento. ¿Quién de los dos ha claudicado ante su enemigo mortal, ofreciéndole agua fresca durante la agonía? La instantánea del fotógrafo Carlo Martini para La Gazzetta dello Sport no lo deja claro, pues recoge la unión de las manos sobre el bidón sin poderse adivinar quién avitualla a quién. Esa es la potencia de la instantánea, a la postre elegida como fotografía deportiva del año. Ateniéndonos a la realidad y dejando a un lado la controversia más mítica, todos los indicios llevan a pensar que fue Bartali quien le dio el bidón a Coppi —de hecho, en la fotografía la bicicleta de Il Campeonísimo figura desnuda y la de Il Vecchio llena de bidones—, lo cual tendría todo el sentido por la jerarquía que guardaban ambos corredores. No importa: la rivalidad mantendrá encendida una duda que casi todas las certezas desmienten. En efecto, la foto deja el suficiente resquicio para que la incertidumbre alumbre una discusión tan larga y contemporánea como los clásicos. Tan inextinguible como el placer de discutir, posicionarse y jalear.

    En suma, al fin Italia no pudo sino encomendarse a la mitología ciclista. Su pasado Imperial y magnífico acabó por atrapar los sentimientos de un pueblo que siempre ha demostrado ser extraordinariamente fecundo a los mitos de belleza. Ninguna ciudad más adicta a la hermosura que Roma, y por añadidura, que Italia entera. Pese a lo desdichado de los hombrecillos remontando las rampas con sus castigados cuerpos de palo, pese a lo poco agraciado de la tierra, el barro, el rictus de sufrimiento, las caras polvorientas bañadas por el sol, pese al gesto tenso de la agonía y el sudor, Italia no pudo sino enamorarse de la plástica épica del ciclismo. El crujir de pedales parece hacer vibrar el músculo mitad dormido mitad despierto de la cultura clásica y del imaginario latino, ese paraíso perdido de grandeza, anhelado por una Italia segundona y derrotada tras 1918 y 1945. Porque, ¿qué diferencia existe entre el interminable viaje de Odiseo y la lenta agonía del ciclista durante más de 250 kilómetros? ¿Qué separa al penoso asedio de Troya del lento remontar de cimas del ciclista escalador? Son carne de lo mismo, como bien supo ver Dino Buzzati, el cronista que abre el texto, que hasta entonces no había visto una carrera de ciclismo en su vida y que se encomendó a Homero para explicar y explicarse qué diantres era lo que estaba viendo.

    Coppi contra Bartali eran el genio contra el talento, que son dos cosas muy distintas. Uno era el duende y el otro la capacidad, el tesón bien avenido. Ambos tuvieron, sin proponérselo, la magnífica idea de abanderar a las dos Italias, dicotomía conceptual tan presuntamente simplista en teoría como eminentemente cierta en la práctica. Bartali era el espejo para la parte conservadora, cristiana y ‘gentiluoma’, mientras que la romántica y melancólica besaba por donde pasaba Fausto Coppi. Pero eran desdichadas las dos, al fin y al cabo, pues en aquellos tiempos Italia se moría de pena y de hambre. Encontraban un festín de consuelo y pasión en la rivalidad ciclista del momento. Coppi, apenas un paleto poco agraciado a pie pero el mismísimo Apolo cuando montaba en bicicleta; y Bartali, presuntuoso, vehemente, fumador compulsivo, amante del buen vino y fanático comedor de pasta. “Bartali se empapaba de su mundo, y hasta de su mito. Coppi se distanciaba”, dice de ellos Sergio Zavoli. Pero al final los puntos de encuentro también son extraordinarios. Ambos perdieron a su hermano —también ciclista— y estuvieron a punto de dejar de competir. Ambos supieron traicionar silenciosos las supuestas causas que defendían, pues Bartali salvó de los fascistas a centenares de judíos durante la guerra y Coppi sirvió en África en la Divisione Ravenna con las fuerzas de Mussolini. La sapiencia de los aficionados supo definir a Coppi como no lo hizo ningún periodista: “Drammatico, ma non serio”. Y a Bartali lo delató Curzio Malaparte con sus palabras: “Es un hombre en el sentido antiguo, clásico, metafísico también, de la palabra”. También no podían ser más distintos, es cierto, pero la prensa y los aficionados cavaron un abismo de antítesis que tenía escaso parecido con la realidad. Una vez que ambos ganaron el Giro de Italia y empezaron a porfiar en 1940, el mito ya estaba en manos de la espiral pública y totalmente fuera de control de los protagonistas. Todo el mundo necesitaba esa mitología. “Entre la realidad y la leyenda, imprime la leyenda”, decía John Ford. Ojalá Berlanga, fanático de la bicicleta, les hubiera hecho una película a tiempo.

    Al final, como si todos los golpes de pedal les hubieran llevado hasta allí, Coppi y Bartali se vieron a las puertas de Troya y ambos sabían lo que iba a pasar. Podría haber sido en 1947, o en el 48, o en 1949, cuando finalmente ocurrió. La cuestión es que acabaría pasando. La pujante divinidad de Aquiles acabaría sometiendo al viejo Héctor, tal y como la juventud del genio Coppi terminó de colapsar el ciclismo áureo de Bartali. El signo del tiempo cayó con todo el peso de Atenea. En segundo plano, tras los protagonistas, Italia se encomendó a la bicicleta como símbolo de su melancolía y de desazón. Si se lo quiere conocer por entonces, el país de sólo 80 años de vida y 20 años de guerras quedó retratado en aquella aciaga historia del ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, donde se robaba por hambre y se soñaba por necesidad. En ausencia de más referentes se encomendaron con magnífica honestidad y fanatismo a la figura de dos ciclistas que trajeron al regazo las cumbres de lo imposible. No es ningún decir: cuatro Tour de Francia y ocho Giro de Italia los contemplan. Aquello no tenía ningún parangón. Tanto dominaron que era imposible no subirlos a los altares. Luego vendrían Merckx, y Gimondi, Hinault, Pantani, todos apoyados en la leyenda del ciclismo italiano que Bartali y Coppi, por estricto orden cronológico, habían levantado desde lo más primitivo, desde las carreteras de sterrato y los recambios colgados al cuello, ese ciclismo de roca y de ceniza que tan poco se parece al actual. ¡Y cómo dominaron, qué gran impacto causaron! Ganaban subiendo y bajando, en el pavés de la Roubaix o en las jornadas alpinas de la Grande Boucle. Allí donde iban arrasaban, como en aquella Milan-San Remo de 1946. El 19 de Marzo del 46, cuando Coppi llegó a la meta de la Liguria con 14 minutos de adelanto, después de otra cabalgada en solitario de más de 150 kilómetros, al cronista de la RAI no le quedó más remedio que decir al micrófono: “¡Primera clasificado: Fausto Coppi! En espera del segundo, les ponemos música de baile”.

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    El de Oslo debió ser el mundial de Indurain
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    En el Mundial de Oslo, Indurain era el más fuerte con diferencia pero se cruzó Armstrong
    Aunque todos apuntan a Colombian, Duitama en concreto, lo cierto es que el Mundial que debió caer del lado de Miguel Indurain fue el de dos años antes, 1993, en Oslo.

    En aquel Mundial Indurain resultó el más fuerte, pero en ciclismo la matemática no exacta y las circunstancias de carrera incidieron mucho, hasta el punto de ser la clave.

    Todo empezó y acabó con un americano rebelde: Lance Armstrong en 1993 debería pesar sus buenos 80 kg, unos ocho o diez más de los que tenía, en plena forma, cuando dominó de forma tiránica durante siete años consecutivos -de manera fraudulenta- en el Tour de Francia de las ediciones entre 1999 y 2005.

    Muchos jóvenes que lo descubrieron por aquel entonces, siendo el rey de la gran ronda gala, quizás hoy, si visionaran el video de aquella épica carrera, puede que no reconocieran a aquel descarado joven norteamericano que, en la penúltima vuelta de aquel mundial, atacara con decisión para convertirse en Campeón del Mundo con tan sólo 21 años.

    Porque Lance, como ya le avisó Merckx, tenía que bajar de peso si algún día quería competir ascendiendo montañas en carreras de tres semanas, ya que en aquella época, más que un ciclista, parecía un defensa de fútbol americano de anchas espaldas y mucha masa muscular.

    Pero el circuito mundialista de aquel 29 de agosto en Oslo le venía como anillo al dedo
    Él lo sabía.

    Era un semidesconocido aquel día en la capital noruega, pero estaba convencido que si corría con cabeza (algo poco habitual en él, más acostumbrado a dar rienda suelta a su fogosidad atacando sin mesura en todas las carreras que participaba y en las que acababa desfondado) tendría opciones de ganar.

    Era un impaciente, pero en aquel Campeonato del Mundo se mentalizó que debería esperar su oportunidad.

    Allí tenía que enfrentarse a los mejores ciclistas del momento, entre ellos a Miguel Induráin, el gran favorito para el mundial, aunque el circuito noruego no era lo suficientemente duro para el campeón navarro.

    Además las estadísticas tampoco le eran favorables, ya que indicaban que ningún corredor con 21 años había alcanzado nunca el maillot Arco Iris.

    Así se vino para Noruega, concentrado sólo en la victoria, y acompañado por su madre, que en todo momento cuidó de él hasta en el más mínimo detalle.

    La lluvia en el Mundial de Oslo
    Aquella jornada en Oslo amaneció lloviendo.

    Lo hizo torrencialmente durante todo el día.

    Los ciclistas lo pasaron muy mal durante las siete horas de carrera, pero hubo alguien que quizás aún lo pasó peor: Linda Monneyham, la madre de Armstrong, que estuvo sentada en la grada sin moverse, contemplando empapada el paso de los corredores y viendo cómo muchos iban cayendo en aquel circuito de 18,5 km.

    La calzada se había convertido en lo más parecido a una pista de hielo de patinaje.

    Un circuito muy malo y peligroso.

    Recuerdo incluso como el propio Perico, que corrió pero no acabó, criticaba con dureza a la organización.

    Los ciclistas seguían desplomándose como moscas y salían despedidos hacia todas partes.

    El propio Armstrong cayó dos veces, aunque pudo montarse de nuevo en su bicicleta y seguir compitiendo. Continuaba esperando su momento.

    Faltando 14 vueltas estaba en el grupo de cabeza del mundial lo comandaba Induráin junto a Museeuw, Fondriest, Riis o Tchmil.

    Aunque para él la presencia del tricampeón del Tour era su mayor amenaza.

    Allí, en el fondo de aquel grupo, supo permanecer escondido hasta aquella penúltima vuelta en la que decidió pasar al ataque.

    Ahora o nunca, pensó.

    Llegó con una ligera ventaja al ascenso del Ekeberg, la mayor dificultad de aquel recorrido.


    Pero aún seguía sintiendo el aliento en su cogote de sus perseguidores.

    Andaban muy cerca.

    En ese momento volvió a pensar en lo de siempre, que quizás otra vez, otra maldita vez, había vuelto a atacar demasiado pronto, cometiendo el mismo error de nuevo.

    Sin embargo en ese instante en el que estuvieron a punto de darle caza, se levantó sobre su sillín, apretó los dientes, demarró con fuerza, y aumentó ligeramente su ventaja.

    En el descenso del Ekeberg le sobrevino el pánico.

    Eran 4 kilómetros de carretera deslizante.

    Podría caer de un momento a otro.

    Era lo más fácil.

    Al final pudo sortear aquellas curvas manteniéndose muy firme y con mucha fuerza.

    Al llegar abajo se giró: ¡no venía nadie! No se lo podía creer. Iba a ganar. Nadie había saltado a por él. Puede que la vigilancia extrema a la que se sometieron por detrás hizo que lograra ese pequeño margen de tiempo.

    Fue suficiente, porque quedaban tan sólo 700 metros para finalizar aquel infierno, y pudo celebrarlo, cerrando los puños, tirando besos y saludando a los aficionados.

    Cruzaba la meta y lograba levantar los brazos en solitario.

    La primera en ir a su encuentro fue su madre.

    Y allí se quedaron los dos, abrazados bajo la lluvia y calados hasta los huesos, echándose ambos a llorar.

    No había mucho tiempo para más. El rey Harald de Noruega le esperaba. Quería conocerlo.

    El sprint de plata mundial para Indurain
    Por detrás, a tan sólo 19 segundos del texano, Induráin, gran sorpresa para todos, conseguía batir al sprint a auténticos especialistas como Olaf Ludwig y Johan Museuuw: plata, bronce y chocolate, respectivamente.

    Por muy poco se había quedado de conseguir ganar la Triple Corona: Giro, Tour y Mundial en un mismo año.

    No pudo ser.

    Luego supimos que, a pesar de aquella medalla de plata lograda con todo merecimiento, Induráin estuvo a punto de abandonar a mitad de carrera.

    Él mismo confesó no encontrarse bien ante aquellos adversos elementos como el frío y la lluvia, pero pudo rehacerse y acabar de la mejor manera posible.

    El maillot Arco Iris se le volvía a resistir, como el año anterior en Benidorm (6º) o el bronce de Stuttgart del 91.

    En ambas ocasiones el mismo ganador, el mismo campeón mundial: un imperial Gianni Bugno.

    Estaba claro que aquel maillot arco iris no descansaría hasta que no fuera a parar a la espalda de Miguel
     
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  9. Canil Blancu

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  10. labeaga

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    Paul de Vivie, el primer cicloturista, inventor del cambio de marchas

    [​IMG]Paul de Vivie aka «Velocio» es considerado el padre del cicloturismo, palabra que él mismo acuñó en francés, cicloturisme. Nacido cerca de Saint Etienne en 1853 fue periodista, empresario y un gran amante de las bicicletas aunque no compró su primera penny-farthing de rueda ancha hasta los 28 años en 1881, mismo año en que fundó el club Les Cyclistes Stéphanois.

    La auténtica pasión de Vivie despertó a raiz de que uno de sus amigos le desafiase a recorrer en su nueva bicicleta 100 km en seis horas. La paz, la aventura y el paisaje con los que se encontró en aquel trayecto le transformaron y a partir de entonces empezó a adquirir nuevos modelos. Cerró su empresa dedicada a la seda y abrió una nueva dedicada a las bicis en 1887, primero importándolas de Inglaterra y más tarde fabricando las suyas propias. Fundó la revista que se conocería por el nombre de Le Cycliste.

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    Un pique, el origen del cambio de marchas

    Cierto día de Vivie estaba subiendo con su bicicleta col de la République, un collado cerca de Saint Etienne cuando uno de los lectores de su revista que iba fumando una pipa le adelantó. Pese a que se picó con él no pudo avanzarle pues su desarrollo no le permitía moverse igual de rápido en subida. Ese chasco le hizo reflexionar sobre la poca funcionalidad de ciertos desarrollos en distintas pendientes e ideó el primer cambio trasero. En 1906 su desviador empezó a fabricarse industrialmente peró pasó por alto registrar la patente y apenás obtuvo dinero por uno de los inventos claves para el desarrollo del ciclismo.

    Al principio su inventó era despreciado por los demás ciclistas que sostenían que los cambios solo eran para los abuelos, las mujeres y los inválidos. Velocio, subía continuamente el col de la République solo por el placer de adelantar a los ciclistas que tanto despreciaban su invento. En 1902 se organizó un reto que llevaría al ciclista profesional Edouard Fischer a competir en su bici sin marchas durante 200 km por carreteras de montaña contra la ciclista Marta Hesse, que montaba una bici de tres velocidades. La ganadora fue Hesse, que no tuvo que poner el pie en el suelo durante todo el recorrido. Aún así, durante algunos años más siguió imperando «la fuerza de los músculos» frente a «el artificio de un desviador».

    El primer Randonneur

    [​IMG]Ese amor por la bicicleta le llevó a convertirlo en uno de los primeros ciclistas de larga distancia. Hacía rutas de hasta 40 horas en bicis antiguas y en épocas en que las carreteras no eran las mismas que hoy día. Defendía que en la bicicleta se disfrutaba mucho más del paisaje que en cualquier otro medio de transporte y fue a raíz de esas largas excursiones que empezaron a crearse en Francia las primeras pruebas no competitivas de largo recorrido, como la aún existente Flèche Velócio, una manera de reivindicar y dar a conocer el territorio.

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    Los 7 mandamientos del cicloturista

    A Paul de Vivie se le atribuyen los que se conocen como los 7 mandamientos del cicloturista que a día de hoy, pese al tiempo transcurrido, siguen igual de vigentes:

    1. Pocas paradas y por poco tiempo, para no enfriarse.
    2. Comer frecuentemente y en poca cantidad. Comer antes de sentir hambre. Beber antes de sentir sed.
    3. No llegar nunca al estado de cansancio anormal, que produce falta de apetito y de sueño.
    4. Cubrirse antes de tener frío, descubrirse antes de tener calor, no temer exponer la piel al sol, al aire y al agua.
    5. Eliminar de la dieta (por lo menos mientras se viaja) el vino, la carne y el tabaco.
    6. No forzarse, no sobrepasar la propia capacidad, sobre todo durante las primeras horas, cuando uno se siente lleno de fuerzas.
    7. No pedalear nunca por amor propio.
    ·······································

    Vegetariano, gran amante de la naturaleza que detestaba el consumismo, sabía hablar esperanto y empezaba todos los días leyendo griego antiguo. Murió en 1930 a los 77 años junto a su bicicleta, como no podía ser de otra manera. Intentó evitar un coche en la carretera dando un paso atrás mientras empujaba su bici, pero tuvo la mala fortuna de ser embestido por un tranvía. Seguramente aún le quedarían muchos años y kilómetros por delante.

    “La bicicleta no es sólo una herramienta de transporte, sino también un medio de emancipación, un arma de liberación. Libera el espíritu y el cuerpo de las inquietudes morales, de las enfermedades físicas de la existencia moderna, de la ostentación, de la convención, de la hipocresía – dónde la apariencia lo es todo, donde parecemos, pero no somos nada –.”
     
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  11. labeaga

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    Philippe Thys
    [​IMG]

    Philippe Thys ostenta el mejor palmarés en el Tour de Francia hasta la Segunda Guerra Mundial, además de ser el primer ciclista en ganar tres ediciones, récord que ostentó desde su tercera victoria de 1920 hasta 1963, cuando Jacques Anquetil ganó por cuarta vez en París. Siempre se ha considerado que, de no mediar la Primera Guerra Mundial, que obligó a la suspensión de cinco ediciones, de 1915 a 1918, el belga habría completado un ramillete de victorias mucho más extenso en el Tour de Francia.

    Nada más lograr su tercera victoria en 1920, la primera tras el conflicto bélico, el que más claro lo tuvo fue el patrón de la carrera, Henri Desgrange, que llegó a afirmar: “Francia no ignora que, sin la Guerra, Thys no celebraría su tercer Tour, sino el quinto o el sexto”.

    El tricampeón belga fue un portento como deportista, destacando en varias disciplinas. Hasta que se decidió por el ciclocrós, especialidad en la que fue campeón de Bélgica en 1910 y del prestigioso Circuito Peugeot de Francia en 1911, la gran prueba del momento en la especialidad. Esos inicios forjaron un corredor de gran resistencia, con extraordinarias dotes en todos los terrenos, incluido el ciclismo en pista.

    Philippe Thys lo demostró cuando pasó a la carretera ganando las rondas por etapas París – Turín y París – Toulouse, triunfos que le valieron el salto al profesionalismo. Su primera incursión en el Tour de Francia en 1912 ya fue todo un aviso: Thys totalizó nueve puestos entre el top-10 en las quince etapas disputadas y acabó sexto en la General, a 99 puntos del campeón, su compatriota Odile Defraye –fue el último año de la clasificación por puntos para determinar el ganador-.

    Eran los tiempos en que Bélgica ya había acabado con el abrumador dominio de Francia en el Tour. Defraye fue su primer ganador. Tras él, Philippe Thys prolongó ese dominio hasta que estalló la Guerra.

    El primer triunfo del campeón de Anderlecht llegó en 1913, cuando el Tour recuperó la clasificación general por tiempo acumulado. Thys se estrenó en una edición muy compleja, por los accidentes y las sanciones, a las que ni él pudo escapar. Empezó a cimentar su victoria ganando la sexta etapa, con final en Bagnères de Luchon, una infernal travesía pirenaica de 326 kilómetros, con el Aubisque, el Tourmalet, el Aspin y el Peyresourde, que entró directamente en la leyenda por el episodio protagonizado por la estrella del equipo Peugeot y gran favorito, el francés Eugène Cristophe, el ciclista que había perdido el Tour anterior penalizado por el sistema de puntos, cuando había sido el mejor por tiempos.

    Thys y Cristophe entraron en una escapada de siete corredores formada en las rampas del Aubisque y se marcharon solos en la ascensión al Tourmalet, en cuyo descenso el corredor francés rompió el cuadro de su bicicleta. Cristophe tuvo que bajar con ella a pie hasta una herrería de Sainte Marie de Campan, quince kilómetros más abajo. Perdió casi cuatro horas en la reparación –en aquellas primeras ediciones no estaba permitida la asistencia mecánica-, mientras Phillippe Thys se lanzó hacia la meta, donde entró ganador tras casi catorce horas de carrera, con una ventaja de 17:57 minutos sobre el segundo, su compatriota y hasta entonces líder, Marcel Buysse.

    Thys aún tuvo que pelear mucho aquel primer Tour de Francia, puesto que Buysse le quitó el liderato al día siguiente en una dantesca jornada con final en Perpiñán, y no lo recuperó hasta que su compatriota sufrió una caída en el transcurso de la novena etapa con final en Niza y también perdió tres horas y media en reparaciones.

    De ahí al final, Thys se defendió como pudo de los ataques en los Alpes del doble ganador del Tour, Lucien Petit Breton –que acabó abandonando en la penúltima etapa por otra caída-, y terminó ganando el Tour de Francia con un margen de 8:37 minutos sobre el francés Gustave Garrigou. Lo hizo con mucho suspense, puesto que Thys también sufrió una rotura en su bicicleta y se vio obligado a una reparación de urgencia en Lille, el día antes de llegar a París.

    Thys ganó el Tour de 1914 a pesar de que en la penúltima etapa fue sancionado con media hora por buscar ayuda para reparar su bicicleta

    El segundo Tour de Francia de Philippe Thys llegó en 1914, la última edición antes de la suspensión por la Primera Guerra Mundial. El belga dominó ampliamente la carrera ante todo un elenco de grandes rivales, como Petit Breton, Garrigou, Defraye, Trousselier, Lapize y, sobre todo, Henri Pélissier, el ciclista que le apuró hasta el final.

    Curiosamente el campeón belga sólo ganó la primera etapa con final en Le Havre y sin marcar diferencias sobre sus rivales, pero exhibió una extraordinaria regularidad en los 5.405 kilómetros de aquel Tour: sólo hubo una etapa en la que no entró entre los diez primeros, la novena con final en Marsella. Su dominio se hizo evidente a partir de los Pirineos, cuando hizo segundo tras Firmin Lambot en la gran jornada del Aubisque y el Tourmalet, y aventajó en más de media hora a Pélissier.

    Phillippe Thys controló los ataques del francés en los Alpes, de donde salió con un colchón de 31 minutos. Su exigua victoria final sobre Pélissier, por menos de dos minutos, tuvo una razón de ser: fue sancionado con media hora en la penúltima etapa por buscar ayuda para reparar su bicicleta. Pélissier intentó desbancarlo en la etapa final con todo tipo de ataques, ganó en la meta de París, pero Thys resistió dentro de la escapada de cuatro ciclistas que se jugó el último parcial y se adjudicó su segundo Tour.

    El tercer triunfo llegó después de la Primera Guerra Mundial, cuando Thys iba camino de cumplir 30 años. Aquel Tour de 1920 tuvo un dominio abrumador de Bélgica, cuyos corredores ganaron doce de las quince etapas. Thys sumó cuatro victorias parciales, acabó siete veces segundo y controló todas las escapadas. Salió de los Pirineos con casi una hora de ventaja sobre el segundo, su compatriota Hector Heusghem, y conservó esa ventaja hasta París, liderando una extraordinaria exhibición de su país: los siete primeros de la General fueron belgas.

    Philippe Thys siguió corriendo el Tour de Francia hasta 1925, pero ya no se aproximó al podio de París: sumó tres abandonos (1921, 1923 y 1925), y acabó lejos de los mejores en 1922 (14º) y 1924 (11º). Su gran opción al cuarto Tour tuvo lugar en 1922, pero rompió su bicicleta en la etapa del Tourmalet y perdió todas sus opciones al ceder más de tres horas en la reparación. Eso sí, ganó cinco etapas imponiendo su punta de velocidad en las llegadas en grupo, incluyendo la última de París.
     
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  12. ray

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    Recuperando esas esplendidas píldoras históricas...
    Gracias por tu trabajo y dedicacion
     
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  13. labeaga

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    La historia de la ciclista belga que volvió a ganar tras 10 años retirada

    [​IMG]

    Ver a esta mujer corriendo significaba ser testigo de la esencia encarnada de la competitividad. Yvonne Reynders tenía un objetivo simple: ganar. Todo su trabajo estaba en esa tarea en particular. No habia falsa humildad ni dudas en su mente. Era una extraordinaria corredora con un objetivo claro.




    Yvonne nació en 1937 hija de unos comerciantes de carbón. A los 15 años, recibió una bicicleta de carga y comenzó a trabajar como repartidora de carbón. ¿Cual es ese trabajo? Básicamente, la descripción de su trabajo coincidía con la de un repartidor de pizza. La diferencia radicaba en tener que distribuir carbón en sacos de unos 10 kilogramos de peso. Algunos de los clientes vivían en los pisos superiores de sus casas y seguramente no iban a ayudar a llevar la carga arriba. Por lo tanto, para reducir el tiempo y evitar tener que correr de arriba a abajo varias veces, Reynders solía cargar con cinco de ellas a la vez. Menudo entrenamiento ¿eh?

    En el verano, cuando las horas de trabajo se acortaban (no había mucha necesidad de carbón en clima cálido), Yvonne solía conseguir una bicicleta de carretera y se dedicaba a su entrenamiento. Eso significa hacer 140 km antes de acostarse. Al mismo tiempo, sacaba horas para el atletismo y ganó un campeonato de lanzamiento de disco tras otro.

    [​IMG]
    Yvonne Reynders (left) and Elsie Jacobs.


    La era dorada del ciclismo femenino, llamada la “locura de la bicicleta”, en la que las mujeres corredoras compartían el centro de atención con los hombres, había pasado hace mucho tiempo. Sólo duró un par de años (1895-1902) y en la adolescencia de Yvonne, las carreras eran sólo para hombres. Pero en la década de 1960, llegó la gran noticia: las carreras femeninas volvieron y Reynders decidió arriesgarse. Desde entonces, tanto sus piernas como su carrera fueron de lo más efectivas. Reynolds siguió ganando un carrera tras carrera. En los años 60, ganó siete campeonatos mundiales. Todo por amor al arte: en aquel entonces el ciclismo no era una disciplina rentable. De hecho, Yvonne tenía que trabajar en turnos nocturnos para poder entrenar durante el día.

    Su mayor rival fue la famosa Beryl Burton de Gran Bretaña. Ambas eran invencibles en sus propios países. Pero cuando se encontraron en los campeonatos del mundo, se repartieron los titulos de forma bastante pareja. Mientras Burton dominaba la persecución de los 3.000 metros, Reynders se llevó cuatro medallas de oro en las carreras en carretera y tres más en la pista.

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    El cese de su carrera en las carreras se produjo en 1967, cuando Yvonne dio positivo. Hasta hoy se declara inocente y sugiere que los resultados fueron falsificados: la carrera tuvo lugar en Holanda, y todas las ciclistas que dieron positivo eran belgas. Se suponía que su suspensión duraría tres meses, pero Reynders decidió dejar la competición. Durante diez años, no hubo noticias de la gran ciclista en los periódicos, ni rastro de ella en ninguna carrera.

    Sin embargo, a la edad de 39 años, Reynders regresó y ganó la medalla de oro del campeonato nacional. Tal vez por los viejos tiempos, la ex campeona del mundo también se inscribió en un campeonato mundial y amplió su colección de medallas con una nueva y brillante de bronce. Esperemos que eso haya sido al menos una satisfacción por la acusación que sigue percibiendo como una gran injusticia. En estos días Yvonne vive con su pareja y muchos animales al este de Amberes.
     
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  14. labeaga

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    Beryl Burton, o el susurro ciclista de Yorkshire

    La deportista británica subió 96 veces a lo más alto del podio. En 1967 venció en una carrera mixta de resistencia, con un récord histórico de más de 446 kilómetros en 12 horas



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    Lyubov Zadorozhnaya, Beryl Burton y Anna Konkina durante el campeonato WK Wielrennen, el 2 de septiembre de 1967.



    La novela de Emily Bronte se titula Wuthering Heights por algo.

    Wuthering es el sonido que hace el viento cuando, furioso, se enreda por entre carrejos y espinos. Seguro que lo tienen en la cabeza. Fiiiuuuu. Con todo, reconocerán que suena mejor Cumbres borrascosas que “cumbres silbantes por el viento”. Más o menos. Primera decepción. Cuando se enteren de que Heathcliff iba montado en pony se me van a echar a llorar.

    Solo que allí no es exactamente de esa forma. Allí, en los páramos de Yorkshire. Extensiones onduladas, bosque bajo, misteriosos agujeros que minan el suelo como pisadas de un gigante. Un lugar donde el aire baila con helechos disfrazados de araña, con brezos pegajosos, riachuelos borboteando. Juveniles. Antiguos. Los habitantes de York, los de Thornton, Leeds, Goathland o Kirkbymoorside saben perfectamente que el viento modula su rasgueo para contar historias. Hijos de vikingos, nietos del drakkar. Ella también lo supo. Durante décadas, entrenando cada día. El rumorear pausado, el chillido furioso cuando asoma a lo lejos la Abadía de Whitby. Ella.


    Se llamaba Beryl Burton y fue, seguramente, la mejor ciclista de siempre que haya nacido en el Reino Unido. “Perdí la cuenta de las medallas ganadas”, dejó escrito. “Creo que alrededor de mil”, respondió el historiador Peter Whitfield cuando le preguntaron sobre su número de victorias. “Pero nadie lo ha calculado correctamente”. Todo en ella es auxesis, hipérbole. Su longevidad, su preparación, sus anécdotas. Incluso el aspecto que tenía, robusta y rubicunda sobre la bicicleta, epítome de un tiempo y un lugar. El maillot casi siempre blanco con dos tiras. Una roja, otra azul. Campeona de Inglaterra. ¿De qué, Beryl? Pues no sé cuál será este. Es que tengo muchos…

    En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas

    Nació en 1937. En Halton, hoy casi un barrio de Leeds. De joven era quebradiza, frágil. Pasó en el hospital más de nueve meses cuando tenía once años. Fiebres reumáticas que no acababan de curarse. La posguerra. Carencias, penurias. Estuvo otra buena temporada recayendo hasta que, ya adolescente, su primer novio, Charlie, la animó a salir con él en bicicleta. Quizá el mozo quería llevarla a los páramos de Yorkshire buscando esa intimidad tan complicada cuando tienes “diecialgo”, pero en realidad hizo que descubriera la gran pasión de su vida. Las dos grandes pasiones, en realidad, porque acabó casándose con el tal Charlie. Él también fue ciclista, pero muy malo. Malísimo. Inteligente y avanzado para su época, sin embargo. No dudó en convertirse en el manager, conductor, director de equipo, masajista, soigneur y cuantas cosas hicieran falta de Beryl. Aunque en el pueblo, al principio, lo señalasen con el dedo. Calzonazos.


    Beryl comienza a competir, y al principio no se le da demasiado bien. Desconoce los códigos del pelotón, no sabe rodar en grupo, se limita a pedalear con todo hasta que sufre un desfallecimiento y sus rivales la van superando lentamente. Demasiado dolor para nada, piensa. Así que decide centrarse en otra disciplina. Solitaria. La contrarreloj, muy popular en Gran Bretaña. Y allí empieza a destacar, aun por encima de cualquier consideración que ustedes estén manejando.

    En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas. Esperanzador, pero apenas una anécdota viendo lo que llegó después. Fue 72 veces campeona británica de contrarreloj, dominando distancias entre las cuatro y las cien millas. Doce entorchados en ruta, otros doce sobre la pista. Un total de 96. Léanlo de nuevo. Hasta 96 veces subió a lo más alto del pódium. En el concierto internacional su dominio no fue tan llamativo, pero también dejó impronta. Dos veces logró el maillot arcoíris, otras cinco hizo lo propio en el velódromo. Un total de quince medallas. La primera en 1959, en 1973 la última. Tres veces vio cambiar el numerito de la década mientras lograba éxitos aquí y allá. De forma casi anónima, la mayoría de las ocasiones. “No quería que me adulasen, pero un pequeño reconocimiento no hubiese estado de más”.



    Tampoco ayudaba su carácter cerrado, serio, de pocas palabras. Típico de Yorkshire, pensarán algunos. Tanto que incluso trabajaba en una granja cultivando ruibarbo. Ya ven, le falta solo la casona en los páramos. No era amiga de grandes declaraciones, no dejó para la posteridad demasiadas imágenes icónicas. Casi olvidada. Pero no del todo.

    “No necesito que me digan que puedo ganar a muchos hombres. Sencillamente lo sé, porque les gano habitualmente”. No era frase hueca, sino perogrullada. A Beryl la categoría femenina pronto se le quedó pequeña. Competía a menudo con hombres. Al principio se burlaban de ella, miraban compasivos, le daban consejos básicos como quien enseña a un niño. En línea nada que hacer, la escasa habilidad se juntaba con lo hostil de sus compañeros en el pelotón y acababa imposibilitando cualquier resultado de interés. Pero en crono… ay en crono.


    En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. La particularidad es que la nueva campeona era su hija

    La historia aparece en el (delicioso) libro Escapadas. Cincuenta nombres que definieron el ciclismo de carretera, escrito por Euan Ferguson y publicado recientemente por la editorial Libros de Ruta. Un imperdible para cualquier buen aficionado, pueden creerme. Pues bien, allí se habla sobre el más conocido de entre todos los éxitos de Burton. Sucedió en septiembre de 1967. Otley, muy cerquita de su casa, Allí se celebra una prueba de resistencia contra el reloj. Doce horas sobre la bicicleta rozando los Yorkshire Dales. Subidas, bajadas, curvas, asfalto en mal estado, un viento inmisericorde que susurra desgracias mientras agarra tu sillín para que no puedas avanzar. Carrera mixta. Primero salen los hombres, separados por un minuto, después las chicas. Entre ellas Beryl, claro.

    Y empieza a ocurrir

    Burton va tomando ventaja sobre todos. Inmensa sobre ellas, como todos esperaban. Pero también, ojo, mordisquea diferencias a los mozos. Poco a poco. Adelanta a uno, luego a otro. Finalmente solo tiene delante a Mike McNamara, quien pasa por ser el mejor ciclista amateur de toda Inglaterra. Ambos llevan completadas 235 millas, unos 380 kilómetros (en estas pruebas vence quien avance más en el tiempo prefijado) y la distancia va cayendo. Lo tiene al fondo de una recta, luego un poco más cerca, más cerca esta vez, ya casi, ya casi. Beryl se llevó la mano al bolsillo de su maillot, sacó de allí un regaliz y se lo tendió a su competidor al pasar junto a él. Sublime gesto. Cuando se perdió en la lejanía, quizá sintiendo que todo lo que debía demostrar ya estaba demostrado, cedió al deseo de varias horas y paró a orinar. Los últimos 45 segundos de la prueba no avanzó nada, sentándose al borde de la carretera. “Es que todo el día tuve el estómago revuelto, y solo el brandy que me acabo de tomar ha podido calmármelo”. Finalmente completó un total de 277,25 millas, más de 446 kilómetros. Nadie hizo más. Fue, de hecho, récord histórico, tanto en categoría masculina como femenina. Dos años más tarde un hombre batió su marca. Para que una mujer mejorase el registro tuvo que pasar medio siglo.

    (Ah, doce meses antes había logrado el tiempo más bajo en la contrarreloj de cien millas que marcaba el Campeonato Británico de la disciplina. El campeón masculino quedó 38 segundos por debajo).

    Todo eso fue Beryl Burton. Eso y una competitividad feroz. En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. “Ha estado todo el día chupando rueda y luego se impone al sprint, eso no está bien”. La particularidad es que la nueva campeona se llamaba Denise y se apellidaba Burton. Era su hija, vamos. Años después se arrepintió, “no fue una bonita imagen”, pero quedaba el símbolo. El de una depredadora sobre la bicicleta.
     
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    Claude Criquélion: El valón que triunfó en Flandes

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    Seis años ya desde que Claude no está entre nosotros.

    “Criqui” pasó a la memoria de todos los aficionados mucho antes de fallecer. Pero pasó a la memoria, muy a su pesar, más por lo que no hizo que por lo que hizo. O Steve Bauer no le dejó hacer. Porque la historia de este ciclista valón estará para siempre ligada a la de aquél ciclista canadiense. Quizás en eso el mundo del ciclismo fue injusto para con Claude. Ser más recordado por aquella no victoria que por su victorias. Y no es que Claude fuera un arrasador en cuanto al número de victorias obtenidas. Pero entre las que obtuvo se cuentan muchas al alcance sólo de grandes campeones. No sólo eso; también fue constante su presencia en los momentos decisivos de muchísimas carreras de prestigio. Porque presencia tuvo y mucha durante toda la década de los ochenta en su longeva carrera profesional.

    Cuesta también recordar su debut con el maillot de Kas. Sinceramente, ni yo mismo lo recordaba hasta que he accedido a la documentación para escribir este artículo. No era aquel Kas histórico de las décadas de los sesenta y setenta. Era otro Kas, con licencia por la federación belga y mayoría de ciclistas también belgas. Un intento de continuidad de aquella mítica escuadra que por desgracia no cuajó.

    En el mismísimo año de su debut ya ganó Claude la Setmana Catalana. Y se clasificó noveno en el Tour. Algo tenía aquél ciclista valón. Porque ya en la edición de la Vuelta a España de 1.980 figuraba su nombre en las listas de los favoritos a ganarla. Finalmente pisó podium. Criquielion, que durante mucho tiempo en España fue “Criquelion”, no era por tanto el típico corredor “rodador” belga. Tenía incluso en España otro tipo de consideración. Y eso, teniendo en cuenta la cultura ciclista por aquel entonces reinante en este país, era indicativo de algo.

    La regularidad que mantuvo en sus participaciones en el Tour es digna de reseñar. El quinto puesto en 1.986 fue su cota más alta. Pero su presencia fue constante en la Grande Boucle durante toda la década de los ochenta. A esta sensación de presencia ayudaba, bien es verdad, lo fácil que resultaba identificarle dentro de cualquier grupo de ciclistas. Ya en la primavera del año 1.982 conquistó la Flecha Brabançonne y se vistió de amarillo en nuestra Vuelta a España.

    Se alzó con el triunfo en varias carreras de prestigio. Sucedió a Lejarreta en el palmarés de la Klasika de Donosti. Dos veces se alzó con la Flecha Valona… En su camino preparatorio a los Tour también se impuso en dos Midi Libre… La última temporada que disputó tuvo el honor de comenzarla con la bandera nacional belga adornando su maillot del Lotto. Pero a Criqui lo recordaremos para siempre con sus maillots de Splendor y sobre todo de Hitachi.

    En 1.984 ofreció desde Montjuic a toda la afición ciclista belga, tanto flamenca como valona, un maillot arco iris. Además de Claudio Corti, en el podium de la ciudad condal le acompañó Steve Bauer. Sin duda, el canadiense ya tenía claro desde aquel entonces que la rueda de Claude era la rueda a seguir en estas carreras.

    1.987 fue quizás la temporada en que Criquielion pudo obtener sus mejores resultados. Consiguió triunfar en terreno “enemigo”; llevarse De Ronde Van Vlaanderen ante adversarios como el mismísimo Sean Kelly o el gran estandarte del ciclismo flamenco mediada la década de los ochenta que fue Eric Vanderaerden. Pudo haber redondeado su primavera con el triunfo en la Lieja: la carrera por antonomasia de los valones. Pero se topó con el inconmensurable Stephen Roche de aquella temporada.

    A falta de 2 kilómetros para la meta, Criquielion y Stephen Roche componían el dúo de cabeza de carrera. Sin embargo, ninguno de los dos confiaba en batir a su oponente al sprint. Así que casi casi dejaron de pedalear esperando que el otro tomase la iniciativa y que esta iniciativa no les sorprendiera Y sucedió lo que unos minutos antes parecía inimaginable: que los perseguidores les alcanzasen. Entre estos perseguidores había un tal Moreno Argentin que portaba el maillot de campeón del mundo. Y aquel no se andaba con chiquitas. El italiano les batió al esprint en un final de carrera para tirarse de los pelos. La primera de las no victorias de Claude Criquielion. Seguramente más olvidada que la no victoria de Ronse en el Mundial de 1.988.


    El increíble final de la Lieja 1.987
    A finales de agosto de 1.988 sucedió lo que ya es archiconocido. En territorio flamenco, Claude Criquielion iba a ser el jefe de filas de todos los belgas, valones como él y flamencos. Se lo había ganado sobre la carretera. Su no triunfo le ganó el cariño de muchos aficionados. La imagen épica de Claude entrando caminando en la meta de Ronse quedó grabada para siempre en el recuerdo de los aficionados a este deporte. No subió al podio. Pero Claude se ganó todavía más el corazón de los amantes del ciclismo.


    El histórico y polémico final del Mundial de 1.988
     
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    Ayer falleció Jesús Aranzabal, desde aquí un pequeño homenaje a este gran gregario


    JESÚS ARANZABAL: RECORDMAN DE LOS 100 KILÓMETROS CONTRARRELOJ

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    Hoy en día se habla mucho y está de moda el récord de la hora, pero hace algunas décadas era el récord de los 100 kilómetros contrarreloj el que era muy apreciado y daba prestigio. En la actualidad dicho récord está en poder del guipuzcoano Jesús Aranzabal (Bergara, 25-12-1939), que lo batió el día 30 de octubre de 1960 con un tiempo de 2 horas, 31 minutos y 23 segundos, a una velocidad media de 39,634 Km/h.

    [​IMG]El recordman de los 100 kilómetros era un excelente hombre de equipo y un gran contrarrelojista, cuenta con un bonito palmarés que está adornado con importantes triunfos como etapas en Vuelta al País Vasco y Vuelta a España o la general de la Vuelta a Andalucía. El de Bergara corrió, entre otros equipos, en los míticos Fagor y BIC, donde coincidió con el gran Luis Ocaña, siendo considerado el hombre de confianza del conquense.

    El récord de los 100 kilómetros contrarreloj tenía una gran importancia entre los ciclistas más jóvenes y corredores de la talla de Luciano Montero o Luis Otaño estuvieron en posesión del mismo. La prueba se desarrollaba siempre sobre el mismo recorrido, que era mayormente llano. La salida estaba situada en la avenida Zumalakarregi de Donostia y se circulaba por la carretera general atravesando localidades como Tolosa, Ordizi o Beasain para llegar hasta Ormaiztegi, donde se daba media vuelta para volver al punto de partida.

    El registro de Luis Otaño parecía imbatible, pero Jesús Aranzabal lo rebajó en más de 11 minutos, y eso que pinchó dos veces durante la prueba. Posteriormente hubo diferentes intentos de asalto al récord por parte de corredores como Valentín Uriona o Uribezubia, pero no consiguieron rebajar la marca del de Bergara. Hoy en día sería muy complicado de realizar un nuevo intento, ya que el trazado de las carreteras ha cambiado de manera importante.

    «El motivo para intentarlo fue que yo andaba con Perico Matxain, que tenía bastante rivalidad con Otaño, y me dijo: “¿Por qué no lo intentas?”, y como ese mismo año había ganado el Campeonato de Gipuzkoa de Contrarreloj me animé. Yo pensaba que iba a batir el récord porque ya en los entrenamientos cogía tiempo y con la circulación abierta ya andaba bastante cerca», comenta Jesús Aranzabal, que explica sobre la prueba que «es un récord oficial y está registrado en la federación, aunque no tengo ningún diploma ni nada [risas]. Tenía más arraigo en el País Vasco porque fuera no se vivía tanto el ciclismo como aquí. Entonces acudía a las carreras más gente que hoy en día. Recuerdo que había muchísimo público y todos los pueblos estaban a tope de gente. Se hace largo, pero en carrera no piensas en nada, solo piensas en llegar y terminar y ya está. Tenía de salida el viento un poco de cara y tuve dos pinchazos también. Matxain quería hacerme retirar cuando tuve el segundo pinchazo, pero seguí y batí el récord de Otaño con bastante tiempo de diferencia. Es un récord para siempre, porque la carretera está totalmente cambiada, puedo decir que soy Recordman de los 100 kilómetros [risas]».
     
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    Tour de Francia 1997: las 100 horas del gran despertar de Jan Ullrich

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    Fue el último gran Tour, de hecho, puede que el Tour más duro de su historia. Se habla de 1984, de 1987, también de 1989, pero sin duda el que más desgaste y dureza en sí a través del recorrido ofrecía ha sido éste, plagado de etapas de montaña, de puertos durísimos y etapas cada cual más traicionera que la anterior, sin seguir muchos dogmas clásicos. Y contrarrelojes durísimas, larguísimas y ofreciendo un tapete impresionante para ver a aquellos astros del pedal en acción unos contra otros. Hablamos de la época pre-affaire Festina, con todas las connotaciones que aquello tiene, tuvo y tendrá. Con confesiones posteriores que pueden reducir el impacto de lo visto. Cada uno tendrá su opinión, sólo faltaba, pero lo visto, sucedió y se vio. Los resultados siempre se pueden borrar, los recuerdos casi nunca. Y este Tour fue memorable. Y, como el vino, cuantos más años y Tours pasan, más gana esta edición del Tour de Francia 1997. Como las películas.

    Arrancaban en Rouen, en un prólogo diseñado para que Boardman se exhibiera y mostrase al mundo quién era el rey del cronómetro toda vez que era el primer Tour post-Induráin. Los favoritos, en un puño. La duda surgiría en Telekom, donde el líder teórico, Bjarne Riijs, tenía un rival en el propio seno del equipo alemán, el también teutón Jan Ullrich, poderosísimo ciclista que terminó por acatar órdenes de equipo y subordinarse al danés. Aún así, ganó la última crono y quedó a menos de dos minutos del amarillo. Un año más tarde, el joven alemán iba a contar en todas las quinielas para enfrentarse al potentísimo Festina y a un retornado Marco Pantani, además de toda la pléyade de eternos aspirantes españoles. Bueno en crono, bueno en montaña, parecía hecho a propósito para esta carrera. Así fue el resultado final, donde fue el dominador de cabo a rabo de la clasificación, aunque no de la situación.

    Fue uno de esos Tours clásicos de diez etapas llanas al inicio. Algún final en repecho y poco más, el resto simple y llanamente etapas de transición para ir caldeando el ambiente y ver a Cipollini cambiar de atuendo. De amarillo duró hasta que Cedric Vasseur tomó las riendas del liderato hasta llegar a los Pirineos, que abría con una etapa clásica que ascendía el Soulor, el Tourmalet, el Aspin y Val Louron antes de bajar eléctricamente a Loudenvielle. La subida final fue un reguero de ataques, pero triunfó el de un Laurent Brochard que, coleta al viento, viviría el inicio de su gran año. Pantani, Virenque y Ullrich llegaron al tiempo, lo que denotaría lo que estas etapas denotan, que es quién está en forma y quién no. Y ellos tres eran claramente los más fuertes, y lo iban a ir demostrando etapa tras etapa. Chava Jiménez llegó justo tras ellos en otro ramalazo de clase.

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    La etapa clave era la que llevaría al pelotón a Ordino Arcalís, esa cima clásica a 2230 metros de altitud. La etapa no era excesivamente dura, era eterna. Más de 250 kilómetros por los Pirineos franceses más el eterno Envalira desde Francia, Ordino y la subida final. La selección iba a dejarse sentir y en el último puerto los favoritos iban a ver una arrancada temible, rozando lo bíblico, de Jan Ullrich. Llegó a la cima destacado, con un minuto sobre los perseguidores, sus enemigos directos. Nadie lo sabía, pero esa estocada iba a valer un Tour de Francia. Amarillo por primera vez para el del Telekom, que perdía su maillot de campeón de Alemania y no lo abandonaría hasta París. Así terminarían los Pirineos, con una clasificación bien definida y las espadas en todo lo alto, porque todavía Richard Virenque y Marco Pantani no habían dicho ni mucho menos la última palabra.

    Se obviaba el Macizo Central para celebrar la primera contrarreloj. 55 kilómetros con subida a la Croix de Chabouret era el menú elegido para esta terrorífica crono que iba a ser el escenario ideal para que Ullrich comenzase a pasar a la leyenda del Tour. Tres minutos a Virenque, casi cuatro a Pantani, en lo que era casi una cronoescalada hasta la mitad del recorrido y bajada y terreno favorable después. Una de las mayores exhibiciones contra el crono jamás vista en el Tour. De allí salió todo más bien decidido, con los españoles peleando por aspirar al podio y los aspirantes al amarillo con el orden por definir, aunque el primero parecía adjudicado ya de antemano. Así se llegaría a los Alpes, sin descanso y con la etapa unipuerto a Alpe d’Huez que iba a vencer Pantani, segunda curva consecutiva y una exhibición que le iba a recolocar con respecto a Virenque en la general. Ullrich a su vez le asestó medio minuto más al galo.

    En un tríptico infernal, Pantani fallaría en la cima de Courchevel, ante un auténtico etapón de los Festina, con ataques escalonados en el primer puerto, el Glandon, y después algunos escarceos en La Madeleine. La subida final fue un suplicio para más de uno, pero a meta llegaron destacados los que a la postre serían los dos más fuertes del Tour. Camino de Morzine, la dureza de la última subida iba a favorecer a Pantani, que se alzaría con el segundo triunfo en los Alpes. Un regreso por todo lo alto del ‘Pirata’. A partir de aquí iba a comenzar una serie de etapas interesantísimas en lo orográfico que iban a desembocar en espectáculos magníficos. El Tour no había acabado aún, por mucho que lo pareciese.

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    Camino de Friburgo, en Suiza, el durísimo Col de la Croix, iba a provocar una selección interesantísima. En esta ocasión el sacrificado iba a ser un Bjarne Riijs que no estaba para ganar, pero sí estaba a tiro de piedra de molestar, de buscar alguna opción particular. Un día en el que Ullrich lo pasó regular por la fortaleza del Festina, que en esta ocasión, pese a que tuvo algún movimiento interesante, encomendó sus fuerzas a deshacerse del ciclista del Telekom, siempre una amenaza táctica. Camino de Colmar y, sobre todo, de Montbelliard, fueron ellos los que plantearon la carrera dura y tácticamente interesante, con varios ciclistas del Festina en la fuga, Virenque jugando de lejos a filtrarse en ellas para después remar junto a sus compañeros. El problema de Virenque fue él mismo, más pendiente de distracciones menores como ciclistas menos colaboradores en ese tipo de fuga, algo muy común. Aquello le llevó a fracasar en el intento de un esta vez bien organizado Telekom.

    En la crono final, Olano se desquitaría de muchos fantasmas y lograría su día de gloria en una carrera que siempre le fue esquiva, aunque en ese momento todavía no lo sabía. Rijs lanzaba al pasto su bicicleta fruto de la desesperación y no había más espacio para más. Virenque, segundo. Pantani, tercero. Ullrich ganaba el primero de los siete Tours que todos imaginábamos que iban a venir uno detrás de otro desde entonces. Se le veía como el dominador perfecto, el verdadero heredero de Miguel, una máquina sin fisuras que tenía ante sí una carrera absolutamente diseñada a su imagen y semejanza. Lo bueno del ciclismo es lo impredecible que es. Porque Ullrich no volvería jamás a ganar un Tour de Francia. Un hecho que nadie hubiese creído en aquel momento.

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    El último Tour que superó las 100 horas. El último gran Tour. Los días todavía felices en los que creíamos en la bondad de este deporte y sus deportistas. Sólo un año más tarde todo empezó a cambiar y comenzó lo que después ha ido construyéndose alrededor de miedos, complejos, sospecha y muchos otros males del ciclismo en el siglo XXI.
     
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    Sean Kelly. Qué cerca estuvo el quinto monumento

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    Este próximo mes de abril se cumplirán los 35 años desde que Sean Kelly estuvo a punto de convertirse en el primer ciclista no belga en obtener la victoria en los 5 monumentos estelares de nuestro deporte.

    Sean Kelly, irlandés nacido en el año 1956, militó en sus inicios en el mítico FlandriaVelda. Llegó allí de la mano de otro mito de éste deporte, Jean de Gribaldy, compartiendo equipo con la figura del momento Freddy Maertens y con otros como el controvertido Michel Pollentier.

    Éste tozudo irlandés amasaría un palmarés como sólo los más grandes, y llegó a dar momentos estelares en las clásicas, sobre todo en los años 1984 y1986, como no se vivían desde los tiempos de Merckx.

    Consiguió todo lo que quiso, salvo tres cosas. La primera de ellas el Mundial, que le parecía esquivo incluso en ocasiones en que parecía máximo favorito (1987 o 1989). Llegado al final de su carrera, no pudo conquistarlo.

    El Tour de Francia siempre fue un pequeño lunar en su trayectoria puesto que aunque se empeñó en conseguir un pódium y soñaba con un triunfo, lo más cerca que estuvo fue en la edición de 1985 en la que fue cuarto. Si bien fue protagonista en varias ediciones y logró cuatro maillots de la regularidad. Se da también la curiosidad de que el irlandés, que consiguió 5 victorias de etapa en sus Tours, no logró ninguna de estas a partir de 1983, siendo tres de sus maillots verdes conseguidos sin lograr ninguna victoria de etapa, quedándose a las puertas en incontables ocasiones

    Sin embargo el lastre a su generoso currículum (Vuelta a España 1988, San Remo, Roubaix, Lieja, Lombardía, récord de victorias en Paris Niza, Volta, Criterium, etc) fue sin duda el Tour de Flandes. Él estaba destinado a ser el primer no belga en conseguir los 5 monumentos y estuvo realmente cerca. Lo mereció, pero no pudo ser.

    Sus años gloriosos, 1984 y 1986, en los que consiguió ganar Roubaix por dos veces y Lieja y San Remo en una ocasión (1984 y 1986 respectivamente), vieron como daba al poste en ambas ocasiones en Flandes. Volviendo a quedar segundo en el 87.

    Tuvo el doblete Roubaix-Flandes a tiro en ambas temporadas, pero Lammerts y sobre todo Adrie Van der Poel en un esprint de infarto en 1986, acabaron con su sueño.

    Llegaban al último kilómetro Van der Poel, Vandenbrande, Kelly y Bauer, con el grupo seguidor a medio minuto, en una Flandes que había visto a un buen LeMond dando guerra hasta casi el final. Sin embargo la victoria iba a ser para los cuatro de delante, y el neerlandés del Kwantum arrancaba de forma potente para dejar con la miel en los labios a Kelly y consiguiendo quizás la victoria más importante de su carrera deportiva.

    Da igual que no pudiera completar los 5 monumentos. Kelly es un grande, siempre ha sido y será una referencia en éste deporte, pero en aquellos años 80 estuvo cerca de completar un genial palmarés y no lo logró

    Quizás era la suya, ese Flandes del 86. Parecía ser el favorito en el esprint, pero un corredor de clase y de momentos de inspiración como Van der Poel le privaron de la victoria, una victoria que Kelly consiguió en el corazón de todos los amantes del ciclismo. Nadie dijo que sería fácil, y aunque durante años lo intentó, no pudo. Aún así, le agradecemos todos esos años de profesionalidad y entrega y soñamos con que salga un corredor que se le parezca Jalabert en determinados aspectos y Valverde en otros, son ciclistas que han tenido cierta similitud con el de Carrick on Suir, pero no en las piedras.
     
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    LOS MUNDIALES DE CICLOCROSS, POULIDOR Y LOS VAN DER POEL



    En 1965 Raymond Poulidor era ya una de las figuras del ciclismo francés, poco menos que el heredero designado del inigualable Jacques Anquetil. Había terminado a menos de un minuto de su ilustre compatriota en el Tour del año anterior, el quinto y último que ganaría ‘monsieur Crono’, apenas unos meses después de imponerse en la Vuelta Ciclista España, sucediendo precisamente a Anquetil en el palmarés de la ronda española. Así que cuando retornaba a las carreteras de la península ibérica para la edición del 65, liderando el potente equipo Mercier, el ya popular ‘Pou-Pou’ era el gran favorito a la victoria, con el belga Rick Van Looy o el alemán Rudy Altig cómo principales ‘outsiders’ en un recorrido no lo suficientemente montañoso cómo para que los escaladores españoles, cuyos principales exponentes eran Julio Jiménez y Federico Martín Bahamontes, fuesen a tener suficiente terreno para batir en el cómputo total a los potentes rodadores foráneos.

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    Poulidor en el podio del Tour de Francia del 1964, que terminó segundo, por detrás de Anquetil y delante de Bahamontes.
    El inicio de la carrera era fiel a esos pronósticos, con liderato inicial para Van Looy hasta que Poulidor se imponía en la cronoescalada al puerto de Pajares y le arrebataba el maillot amarillo. El galo tomaba ventaja y parecía tener todo controlado. Pero entonces, en la octava etapa, que discurría entre Benidorm y Sagunto, se producía una de esas escapadas ‘bidón’ que el pelotón no se decide a controlar y acaban llegando con una ventaja mayor de la prevista. Entre los ciclistas que cruzaban la meta con más de doce minutos de adelanto sobre el grupo del líder estaba un compañero suyo, el alemán Wolfshohl, que le arrebataba la prenda que distingue al primer clasificado de la general. Parecía que aquello iba a ser una anécdota en el camino al triunfo final de Poulidor, pero pronto quedaba claro en las siguientes etapas que el gregario, una vez vestido de amarillo, no se resignaba a retornar a su papel secundario. Dos días después se fugaba con Julio Jiménez camino de Montjuic, consolidaba su inesperada posición al frente de la general y ya nadie podría desbancarle en lo que restaba de Vuelta. La victoria final era para el alemán, seguido a más de seis minutos y medio por su teórico jefe de filas. Poulidor terminaba en el puesto con el que se le acabaría identificando a lo largo de una larga carrera deportiva en la que no conseguiría ganar ninguna otra gran vuelta: la casi siempre amarga posición de ‘primero del resto’ que le valdría el sobrenombre del ‘eterno segundo’.

    En todo caso, y aunque resultase toda una sorpresa su triunfo, no se trataba de la primera vez que Wolfshohl se interponía en el camino de favoritos nacidos en Francia. El alemán no era un cualquiera en el mundo del ciclismo, aunque bien es verdad que sus mayores éxitos antes de aquella inesperada victoria en la Vuelta a España del 1965 habían llegado fuera del asfalto; lo suyo había sido, sobre todo, el ciclocross.

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    Antes de arrebatarle la Vuelta a España del 1965 a Poulidor, Rolf Wolfshohl ya había sido campeón del mundo de ciclocross en tres ocasiones
    La durísima especialidad típicamente invernal, con sus competiciones campo a través sobre hierba, tierra o barro, era un invento francés de principios de siglo. Y cuando, en 1950, se organizó su primer campeonato del mundo, el ganador fue todo un ilustre del ciclismo galo, el menudo pero fortísimo Jean Robic, vencedor del Tour tres años antes. Al muy querido ‘biquet’ le sucedieron en el palmarés otros dos franceses, Roger Rondeaux, que se impuso en las tres siguientes ediciones, y André Dufraisse, poco menos que imbatible durante el lustro posterior. El espigado ciclista de la región de Limousin consiguió cinco títulos mundiales consecutivos entre 1954 y 1958, dominando especialmente cuando el terreno estaba embarrado y sus largas piernas le permitían distanciarse de sus rivales en los tramos imposibles de negociar pedaleando, dónde no quedaba más remedio que bajarse de la bici, cargarla al hombro y correr hasta alcanzar un terreno menos desfavorable para el equilibrio sobre dos ruedas.

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    Jean Robic ganó el Tour de Francia del 1947 y tres años después fue el primer campeón del mundo de ciclocross
    Tras ganar los primeros nueve títulos en juego en los años 50, el dominio absoluto de los franceses se interrumpió en el último año de década. En el mundial de 1959, celebrado en Ginebra, no sólo no ganaron los galos si no que, por primera vez, ninguno de sus ciclistas subió a un podio cuyo escalón más alto ocupó el italiano Renato Longo. Y, a su derecha, en el peldaño del segundo clasificado, se encaramó ese Rolf Wolfshohl que cinco años después relegaría a Poulidor a igual posición en la Vuelta a España. Entre el italiano y el alemán se repartieron las victorias de los seis siguientes mundiales, con tres triunfos para cada uno, siendo el último de los conseguidos por Wolfshohl el de 1963. Así que cuando llegó a aquella Vuelta cómo gregario, el germano ya era todo un tricampeón del mundo, aunque fuese en una especialidad muy diferente a las pruebas por etapas en carretera.

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    El italiano Renato Longo interrumpió en el 1959 el dominio francés en el campeonato del Mundo de ciclocross, logrando en Ginebra el primero de sus cuatro títulos mundiales.
    Una especialidad que, tras alcanzar en 1965 Longo su cuarto título mundial, con Wolfshohl de nuevo segundo, empezó a vivir un nuevo cambio, con España cómo escenario. El campeonato del mundo del 1966 se celebró en la localidad guipuzcoana de Beasaín, y su ganador fue un belga, de nombre Eric, cuyo apellido, portado por dos hermanos, ha acabado siendo sinónimo de ciclocross y de clásicas: De Vlaeminck. El mayor de la saga de los ‘gitanos flamencos’ (¡de Flandes!) empezó entonces un extraordinario dominio, apenas interrumpido brevemente al año siguiente, en el certamen del 67 celebrado en Zurich, cuando Longo y Wolfshohl fueron primero y segundo por última vez. Fue sólo el glorioso canto del cisne para los dos anteriores dominadores de las pruebas ciclistas fuera del asfalto. Desde 1968 a 1973 nadie pudo batir a Eric De Vlaeminck en un campeonato del mundo. Daba igual que el terreno estuviese más o menos embarrado, que el recorrido fuese más o menos duro, que las cuestas resultasen más o menos empinadas o que se tuviese que recorrer más o menos trecho a pie. El ciclista flamenco, de irascible carácter, extraordinario poderío físico y habilidad poco menos que circense sobre la bicicleta, ganó otros seis mundiales para elevar su cosecha a un total de siete, cifra que, más de cuarenta años después, ninguno otro ha podido siquiera igualar.

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    Con Eric De Vlaeminck y sus siete títulos de campeón comenzó la primera época de dominio belga en los mundiales de ciclocross.
    El dominio belga en los campeonatos del mundo continuó otros dos años, con victorias para Albert Van Damme en 1974 y para el hermano menor de Eric, Roger De Vlaeminck, en 1975. Un triunfo que el extraordinario clasicómano consiguió en la localidad suiza de Melchnau por delante de los dos ciclistas helvéticos que interrumpirían, durante cuatro años, la racha de triunfos de los belgas: Albert Zweifel y Peter Frischknecht. Su doble podio de la prueba de casa no era una casualidad si no el principio de un lustro lleno de éxitos para ambos. Hasta final de la década de los setenta no quedó para sus rivales más que luchar por el bronce. El oro y la plata siempre eran para el dúo de ciclistas vestidos de rojo con la cruz blanca en el pecho: primero llegaba el metódico Zweifel y, a continuación, el más instintivo Frischknecht. Sin embargo, así cómo su dominio había empezado al año siguiente de disputarse el mundial en Suiza, terminó justo cuando el campeonato retornó a su país, en 1980. El maillot arco-iris volvió entonces a Bélgica, en poder de Roland Liboton, el nuevo prodigio del ciclocross venido del país dónde más se practica y ama este deporte.

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    El suizo Albert Zweifel ganó cuatro campeonatos del mundo consecutivos en la segunda mitad de los años 70
    En los cuatro años siguientes, Liboton consiguió otros tres títulos de campeón del mundo (consecutivos además, del 82 al 84) y un subcampeonato (en el 81). Y en las cuatro ocasiones Zweifel le acompañó en el podio, pero siempre por detrás del nuevo rey en eso de pedalear y correr con la bici al hombro. El único que pudo ganarle un mundial al belga en esa mitad inicial de los años 80 fue el holandés Hennie Stamsnijder, primer campeón con la característica elástica naranja de los Países Bajos. Un color que a partir de entonces empezó a ser habitual en los podios de los campeonatos del mundo durante una década que vio, por primera, vez una notable variedad de portadores del maillot arco-iris. Desde el 85 al 95 sólo repitió título el alemán Klaus Peter Thaler (viejo conocido de los aficionados españoles a la ruta tras su doble paso por el Teka), que vivió en el ciclocross una especie de segunda juventud, proclamándose campeón del mundo en 1985, ya cerca de cumplir los 36 años, y repitiendo triunfo dos más tarde. En esa década sólo volvió a vencer uno de los campeones anteriores, el gran Zweifel, que sumó su quinto entorchado precisamente en la edición a caballo entre las dos que terminaron con victoria del germano. Después siguieron ocho ediciones con ocho ganadores diferentes que, además, lograban el título por primera vez: los suizos Richard y Runkel, los belgas De Bie y Herygers, el alemán Kluge y el holandés Baars.

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    Roland Liboton dominó la primera mitad de los ochenta, logrando cuatro títulos y un subcampeonato del mundo en cinco años
    Pero mientras el ocupante del peldaño más alto del podio era casi siempre diferente en esos diez podios mundialistas desde el 85 al 95, en la mitad de las ocasiones se repetía el segundo clasificado: Adri Van der Poel. El holandés terminaba a un paso del triunfo en 1985 y volvía a ser segundo en las ediciones del 88, el 89, el 90 y el 91, además de acabar tercero en la del 92. Palmarés que convertía a Van der Poel en todo un ‘eterno segundo’ del ciclocross… a imagen y semejanza del protagonista en el inicio de este relato, Raymond Poulidor… ¡que además era su yerno! Porque resulta que el ciclista de los Países Bajos, de brillante carrera también en las pruebas de ruta, se había casado a finales de los 80 con Corinne, la hija de ‘Pou-Pou’… y cómo si esa especie de maldición que asoció al galo con los segundos puestos pasase de padres a hijos, aunque fuesen ‘políticos’, lo mismo que su suegro nunca había conseguido el maillot amarillo del Tour, el holandés no lograba vestir el arco-iris del cicloiross por más que lo intentaba. De hecho, el bronce conseguido por Van der Poel en el 92 parecía ser ya su canto del cisne. En los tres siguientes mundiales volvía a haber un ciclista vestido de naranja en cada podio, pero ya no era Van der Poel el que conseguía una medalla para el equipo neerlandés si no sus compatriotas De Vos y Groenendaal. Y eso que, por aquel entonces, el ganador de una Lieja-Bastogne-Lieja, un Tour de Flandes y dos etapas en el Tour de Francia, entre otro buen número de triunfos en ruta, se había centrado ya poco menos que por completo en la especialidad del campo a través, en busca del ansiado título mundial.

    Imágenes de la victoria de Van der Poel en el Tour de Flandes del 1986

    Pero el holandés no estaba dispuesto a resignarse a ese destino que parecía haber heredado por matrimonio. A sus 36 años se presentaba en la localidad francesa de Montreuil, sede de los mundiales del 1996, dispuesto a intentarlo una vez más en la que tal vez fuese la mejor oportunidad para un potente rodador de sus características. El trazado era ancho y rápido, con alguna zona de asfalto y no demasiados obstáculos. Además, las bajas temperaturas convertían las zonas de hierba y tierra en superficies duras y sin apenas nada del pegajoso barro que se agarra a los tubulares, dificultando el avance y quemando las fuerzas de los ciclistas, convertidos en corredores con bici a cuestas durante más tiempo del que les gustaría a los que, cómo el holandés, tienen en el rápido pedaleo su mejor virtud.

    ¡Era ‘ahora o nunca’! Van der Poel se ponía ya en cabeza desde el mismo inicio, liderando el compacto pelotón en la rápida sección inicial de asfalto con la que empezaba y terminaba cada vuelta del recorrido, cuya velocidad apenas disminuía en buena parte de la zona de hierba y tierra, compacta y casi helada por las bajas temperaturas. Enseguida se empezaban a ver en cabeza maillots de color azul junto al vistoso naranja del holandés y de su compatriota Groenendaal. Eran los ‘azzurri’ de los italianos Luca Bramati (el gran favorito, ganador del Superprestigio y la Copa del Mundo de aquel año), y Daniele Pontoni (el ‘astro nascente’ en el país transalpino, vigente campeón nacional y campeón del mundo amateur cuatro años antes). Pero aunque italianos y holandeses marcaban un fuerte ritmo, el grupo apenas si se estiraba y, vuelta tras vuelta, las distancias eran mínimas, configurándose una carrera atípica para lo que se estilaba entonces en una especialidad acostumbrada a las luchas individuales y las grandes distancias que pronto se establecían entre los competidores más y menos fuertes.

    Primera parte de la retransmisión por Eurosport del mundial de ciclocross del 1996

    Algo que comprobaba Groenendaal cuando trataba de abrir hueco en el tercer giro y apenas si lograba coger unos segundos de distancia antes de volver a ser alcanzado por sus perseguidores poco después. A tres vueltas del final la carrera seguía totalmente lanzada, el promedio superaba los 28 kilómetros por hora y en cabeza continuaban juntos una buena decena de ciclistas, entre los que además de los dos dúos de italianos y holandeses que llevaban desde el principio al frente, estaban, entre otros, el suizo Runkel, vigente campeón, el belga Verbecke, representante de la nación ‘ciclocrosera’ por antonomasia, y el francés Magnien, principal esperanza del numeroso (¡y ruidoso!) público local, que asistía entusiasmado a una competición extraordinariamente igualada. El galo llegaba a tomar la iniciativa tras abortar otro ataque de un ciclista vestido de naranja, el protagonizado por Van der Poel quien, por unos instantes, había tensado aun más el grupo, cogiendo unos metros de margen en compañía del italiano Bramati antes de ser neutralizados. Nadie conseguía distanciarse y apostar por un resultado empezaba a ser poco menos que imposible.

    Segunda parte de la retransmisión por Eurosport del mundial de ciclocross del 1996

    La última vuelta se iniciaba con el danés Djernies al frente de un grupo todavía amplio de ciclistas, que se empezaban a vigilar sin por ello dejar de emplearse a fondo, no fuera que llegase alguno otro por detrás y aun aumentase el número de aspirantes a la victoria. Una cifra que se reducía en una unidad al poco de iniciarse el giro final, cuando se iba al suelo el suizo Wabel. Quedaban delante dos holandeses (Van der Poel y Groenendaal), dos italianos (Bramati y Pontoni), un francés (Magnien), un belga (Verbecke) y un danés (Djernies).

    Entonces, los ‘azurri’ y los ‘orange’ tomaban de nuevo la iniciativa cómo habían hecho al principio, liderados esta vez por Pontoni que se lanzaba a toda velocidad por el descenso de la resbaladiza zona de hierba situada antes de uno de los sectores con obstáculos artificiales, que había que franquear con la bici al hombro. Y nada más superarlos, cuando volvía a subirse a su montura para acelerar y coger de nuevo velocidad, al italiano se le iba el pie izquierdo del pedal. Era un instante de duda, suficiente para perder un par de metros justo en el momento en que Van der Poel se levantaba sobre el sillín, imprimía el máximo de fuerza a su pedaleo y atacaba cual si se tratase de un demarraje en el muro de una de esas clásicas de carretera en las que tantos triunfos había logrado.

    El holandés se iba por delante, seguido a rueda sólo por el otro italiano, Bramati, que se mantenía a su espalda. A unos seis segundos, Pontoni recuperaba posiciones, enrabietado por su error y, superando rivales a derecha e izquierda, pronto se ponía al frente del grupo para iniciar la caza, primero tirando del resto, luego en solitario. Al llegar a la última zona de obstáculos, el joven italiano ya estaba a apenas cuatro segundos del dúo de cabeza, en el que Van der Poel continuaba por delante, decidido a que esta vez la victoria fuese suya. El holandés tiraba sin mirar atrás, sabiendo que tenía a un italiano pegado y al otro acercándose a paso de carga. Cuando entraban en el corto sector final de asfalto, los tres ya estaban juntos y al holandés se le encendían todas las alarmas. Eran dos contra uno y, además él era el más veterano de los tres y parecía haber hecho más gasto. Pero Van der Poel se sobreponía al terror de ser segundo otra vez que, por un momento, se había cruzado por su mente y no daba opción a sus más jóvenes rivales. Tomaba la curva final en cabeza y en los setenta y cinco metros en ligero descenso que llevaban a la meta se convertía en un gigantesco muro anaranjado que resultaba imposible de franquear para un agotado Bramati y un desesperado Pontoni. El más rápido de los italianos sprintaba con todas sus fuerzas pero sólo podía rebasar a su compañero ante la atenta mirada del holandés, que se permitía incluso el lujo de echar un vistazo atrás antes de cruzar la línea de llegada con los brazos en alto, saboreando el triunfo tanto tiempo buscado. El ‘eterno segundo’ del ciclocross ya no lo era… ¡por fin se había convertido en Campeón del Mundo!

    Última parte de la retransmisión por Eurosport del mundial de ciclocross del 1996

    Al año siguiente, Pontoni se resarcía de su mala fortuna en Montreuil ganando el mundial celebrado doce meses después en Dinamarca. Desde entonces, sólo han vestido el maillot arco-iris de la especialidad que mezcla pedalear con correr, bici a cuestas, sobre terrenos resbaladizos (¡y la mayoría de las veces enfangados!) ciclistas procedentes de la esquina de Europa dónde más se aprecia el difícil arte de rodar sobre hierba o barro: la situada en la antigua Flandes. Tras el triunfo de Pontoni en el 1998, los belgas han vuelto a dominar, consiguiendo trece títulos más, dos de ellos por parte del nuevo astro del ciclocross mundial, el fabuloso Sven Nys. De los otros seis, tres los ha logrado Zdenek Stybar, poco menos que belga de adopción aunque nacido en la república checa. Y los tres que faltan han sido para holandeses. Uno, el del 2000, para el compañero de Van der Poel en su lucha por la victoria del 1996, Groenendaal. Otro para el explosivo, y no sólo por su apellido, Lars Boom. Y el restante para el último campeón, hasta la fecha, vestido de naranja: un nuevo Van der Poel, de nombre Mathieu, el hijo menor de Adri y Corinne, y, por tanto, nieto de Poulidor.

    Vídeo con los mejores momentos de Mathieu Van der Poel, hijo de Adri Van der Poel y nieto de Poulidor

    Así que, después de todo, lo del ‘eterno segundo’ del entrañable ‘Pou-Pou’ no es una maldición hereditaria… aunque, eso sí, pese a que la familia ya tenga dos campeones del mundo sigue sin contar con alguien que haya ganado el Tour… ¡o siquiera vestido su maillot amarillo al menos un día!
     
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    Beryl Burton, o el susurro ciclista de Yorkshire

    La deportista británica subió 96 veces a lo más alto del podio. En 1967 venció en una carrera mixta de resistencia, con un récord histórico de más de 446 kilómetros en 12 horas



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    Lyubov Zadorozhnaya, Beryl Burton y Anna Konkina durante el campeonato WK Wielrennen, el 2 de septiembre de 1967.



    La novela de Emily Bronte se titula Wuthering Heights por algo.

    Wuthering es el sonido que hace el viento cuando, furioso, se enreda por entre carrejos y espinos. Seguro que lo tienen en la cabeza. Fiiiuuuu. Con todo, reconocerán que suena mejor Cumbres borrascosas que “cumbres silbantes por el viento”. Más o menos. Primera decepción. Cuando se enteren de que Heathcliff iba montado en pony se me van a echar a llorar.

    Solo que allí no es exactamente de esa forma. Allí, en los páramos de Yorkshire. Extensiones onduladas, bosque bajo, misteriosos agujeros que minan el suelo como pisadas de un gigante. Un lugar donde el aire baila con helechos disfrazados de araña, con brezos pegajosos, riachuelos borboteando. Juveniles. Antiguos. Los habitantes de York, los de Thornton, Leeds, Goathland o Kirkbymoorside saben perfectamente que el viento modula su rasgueo para contar historias. Hijos de vikingos, nietos del drakkar. Ella también lo supo. Durante décadas, entrenando cada día. El rumorear pausado, el chillido furioso cuando asoma a lo lejos la Abadía de Whitby. Ella.


    Se llamaba Beryl Burton y fue, seguramente, la mejor ciclista de siempre que haya nacido en el Reino Unido. “Perdí la cuenta de las medallas ganadas”, dejó escrito. “Creo que alrededor de mil”, respondió el historiador Peter Whitfield cuando le preguntaron sobre su número de victorias. “Pero nadie lo ha calculado correctamente”. Todo en ella es auxesis, hipérbole. Su longevidad, su preparación, sus anécdotas. Incluso el aspecto que tenía, robusta y rubicunda sobre la bicicleta, epítome de un tiempo y un lugar. El maillot casi siempre blanco con dos tiras. Una roja, otra azul. Campeona de Inglaterra. ¿De qué, Beryl? Pues no sé cuál será este. Es que tengo muchos…

    En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas

    Nació en 1937. En Halton, hoy casi un barrio de Leeds. De joven era quebradiza, frágil. Pasó en el hospital más de nueve meses cuando tenía once años. Fiebres reumáticas que no acababan de curarse. La posguerra. Carencias, penurias. Estuvo otra buena temporada recayendo hasta que, ya adolescente, su primer novio, Charlie, la animó a salir con él en bicicleta. Quizá el mozo quería llevarla a los páramos de Yorkshire buscando esa intimidad tan complicada cuando tienes “diecialgo”, pero en realidad hizo que descubriera la gran pasión de su vida. Las dos grandes pasiones, en realidad, porque acabó casándose con el tal Charlie. Él también fue ciclista, pero muy malo. Malísimo. Inteligente y avanzado para su época, sin embargo. No dudó en convertirse en el manager, conductor, director de equipo, masajista, soigneur y cuantas cosas hicieran falta de Beryl. Aunque en el pueblo, al principio, lo señalasen con el dedo. Calzonazos.


    Beryl comienza a competir, y al principio no se le da demasiado bien. Desconoce los códigos del pelotón, no sabe rodar en grupo, se limita a pedalear con todo hasta que sufre un desfallecimiento y sus rivales la van superando lentamente. Demasiado dolor para nada, piensa. Así que decide centrarse en otra disciplina. Solitaria. La contrarreloj, muy popular en Gran Bretaña. Y allí empieza a destacar, aun por encima de cualquier consideración que ustedes estén manejando.

    En 1957, con solo 19 años, logra su primera medalla nacional. Plata en la crono sobre cien millas. Esperanzador, pero apenas una anécdota viendo lo que llegó después. Fue 72 veces campeona británica de contrarreloj, dominando distancias entre las cuatro y las cien millas. Doce entorchados en ruta, otros doce sobre la pista. Un total de 96. Léanlo de nuevo. Hasta 96 veces subió a lo más alto del pódium. En el concierto internacional su dominio no fue tan llamativo, pero también dejó impronta. Dos veces logró el maillot arcoíris, otras cinco hizo lo propio en el velódromo. Un total de quince medallas. La primera en 1959, en 1973 la última. Tres veces vio cambiar el numerito de la década mientras lograba éxitos aquí y allá. De forma casi anónima, la mayoría de las ocasiones. “No quería que me adulasen, pero un pequeño reconocimiento no hubiese estado de más”.



    Tampoco ayudaba su carácter cerrado, serio, de pocas palabras. Típico de Yorkshire, pensarán algunos. Tanto que incluso trabajaba en una granja cultivando ruibarbo. Ya ven, le falta solo la casona en los páramos. No era amiga de grandes declaraciones, no dejó para la posteridad demasiadas imágenes icónicas. Casi olvidada. Pero no del todo.

    “No necesito que me digan que puedo ganar a muchos hombres. Sencillamente lo sé, porque les gano habitualmente”. No era frase hueca, sino perogrullada. A Beryl la categoría femenina pronto se le quedó pequeña. Competía a menudo con hombres. Al principio se burlaban de ella, miraban compasivos, le daban consejos básicos como quien enseña a un niño. En línea nada que hacer, la escasa habilidad se juntaba con lo hostil de sus compañeros en el pelotón y acababa imposibilitando cualquier resultado de interés. Pero en crono… ay en crono.


    En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. La particularidad es que la nueva campeona era su hija

    La historia aparece en el (delicioso) libro Escapadas. Cincuenta nombres que definieron el ciclismo de carretera, escrito por Euan Ferguson y publicado recientemente por la editorial Libros de Ruta. Un imperdible para cualquier buen aficionado, pueden creerme. Pues bien, allí se habla sobre el más conocido de entre todos los éxitos de Burton. Sucedió en septiembre de 1967. Otley, muy cerquita de su casa, Allí se celebra una prueba de resistencia contra el reloj. Doce horas sobre la bicicleta rozando los Yorkshire Dales. Subidas, bajadas, curvas, asfalto en mal estado, un viento inmisericorde que susurra desgracias mientras agarra tu sillín para que no puedas avanzar. Carrera mixta. Primero salen los hombres, separados por un minuto, después las chicas. Entre ellas Beryl, claro.

    Y empieza a ocurrir

    Burton va tomando ventaja sobre todos. Inmensa sobre ellas, como todos esperaban. Pero también, ojo, mordisquea diferencias a los mozos. Poco a poco. Adelanta a uno, luego a otro. Finalmente solo tiene delante a Mike McNamara, quien pasa por ser el mejor ciclista amateur de toda Inglaterra. Ambos llevan completadas 235 millas, unos 380 kilómetros (en estas pruebas vence quien avance más en el tiempo prefijado) y la distancia va cayendo. Lo tiene al fondo de una recta, luego un poco más cerca, más cerca esta vez, ya casi, ya casi. Beryl se llevó la mano al bolsillo de su maillot, sacó de allí un regaliz y se lo tendió a su competidor al pasar junto a él. Sublime gesto. Cuando se perdió en la lejanía, quizá sintiendo que todo lo que debía demostrar ya estaba demostrado, cedió al deseo de varias horas y paró a orinar. Los últimos 45 segundos de la prueba no avanzó nada, sentándose al borde de la carretera. “Es que todo el día tuve el estómago revuelto, y solo el brandy que me acabo de tomar ha podido calmármelo”. Finalmente completó un total de 277,25 millas, más de 446 kilómetros. Nadie hizo más. Fue, de hecho, récord histórico, tanto en categoría masculina como femenina. Dos años más tarde un hombre batió su marca. Para que una mujer mejorase el registro tuvo que pasar medio siglo.

    (Ah, doce meses antes había logrado el tiempo más bajo en la contrarreloj de cien millas que marcaba el Campeonato Británico de la disciplina. El campeón masculino quedó 38 segundos por debajo).

    Todo eso fue Beryl Burton. Eso y una competitividad feroz. En 1976 le negó el saludo a la competidora que la había relegado a la medalla de plata en el Campeonato inglés de fondo en carretera. “Ha estado todo el día chupando rueda y luego se impone al sprint, eso no está bien”. La particularidad es que la nueva campeona se llamaba Denise y se apellidaba Burton. Era su hija, vamos. Años después se arrepintió, “no fue una bonita imagen”, pero quedaba el símbolo. El de una depredadora sobre la bicicleta.
     
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